Nunca nos acostumbramos a aquella casa. Me precipité, es cierto. Mi barriga crecía rápido y las escaleras del ático se convirtieron en mi pequeño y tortuoso Sagarmatha diario. Era lúgubre, exhalaba el aliento de las casas que han tenido como últimos inquilinos a unos abuelos que no han sido felices. Solo conseguimos que fuera acogedor el comedor, en el que instalé mi estufa de leña, y la habitación de mi hijo. Las demás estancias eran tristes, desmañadas; el feng sui escapaba entre mis dedos, escurridizo, como un gato asustado. Lo peor era el zulo. Lo llamamos así porque era demasiado siniestro para considerarlo garaje. En un lado en el que el techo era muy bajo, se amontonaban cajas de la mudanza que nunca llegamos abrir, como si en un silencio cómplice adivinásemos que a la mínima oportunidad saldríamos de allí. Cuando subía o bajaba por aquellas escaleras sentía un escalofrío...
Esperé pacientemente la visita de un amigo peculiar y le pregunté si había alguien allí, en el hueco de las escaleras. Dudó; no quería asustarme, pero, finalmente, dijo en tono conciliador: “Es su casa”.
Al llegar del hospital, con mi hijo recién nacido, pensé que traía una especie de amuleto cargado de amor. De hecho, a la mañana siguiente, amaneció con algunos cabellos largos y blancos apretados en su manecita. Su abuelo había venido a conocerlo y eso nos emocionó mucho. También nos trajo la seguridad de que del otro lado había alguien que nos cuidaría, aunque los otros no se marcharan. Sabía que mi suegro vendría a conocerlo igual que supe el momento en que murió cuando estaba en el hospital con su familia. Yo estaba sola en la terraza y la fuente que teníamos se paró, de repente, con un mensaje claro: Se había ido y me lo dijo así. En pocos minutos, me llamaron los suyos desde el hospital para decírmelo.
No era la primera vez que yo percibía o sentía algo “no visible”. Recuerdo aquella noche. No tendría más de siete años. No sé por qué estaba acostada en la vieja cama de mi abuela. Lo que sé es que no estaba dormida cuando sentí que alguien se sentaba sobre mis piernas en plena oscuridad. Como Beatriz en El Monte de las Ánimas, me arrebujé en la cama, aterrorizada, esperando a que se marchara. Nunca lo conté. Ya de adolescente sentí otra presencia junto a mi rostro una noche de madrugada. Estuve mucho tiempo durmiendo con la cabeza prácticamente enterrada en las sábanas.
Luego empezaron a desaparecer pequeñas cosas: un collar, unas llaves… Entonces, una tarde, les hablé, por primera vez, mirando a la nada. Dejé un lápiz de memoria estropeado sobre la mesa del comedor y los reté antes de salir de casa: “Venga, lleváoslo”. Y se lo llevaron. Desde aquel día, acepté que sucedían cosas que no tenían explicación lógica y racional, que algo mágico, y a veces inquietante, existe…
Quizás detrás de lo que yo llamaba intuición había algo más, así que decidí indagar de una manera lúdica. Empecé a experimentar con el tarot, lo que hizo las delicias y las risas de mis amigos. Empezó como un juego, pero más allá de aquellos dibujos cuyos significados atribuidos por otros no me importaban, intuía momentos desagradables para gente que sí me importaba. La última vez que eché las cartas a una amiga, intuí la ruptura de una pareja de amigos especialmente cercana a ella. No tenía mucho mérito porque desde el principio la mayoría creíamos que no tenían futuro. Aquel hombre rubio, maduro, mayor que nuestra amiga, aparecía con una fuerza increíble en la vida de ella y, efectivamente, entró de forma arrolladora. Al cabo de un año, ella apareció echa un manojo de nervios, y llorando, para contármelo sin saber que yo ya lo sabía. El señor de las Corrupias me lo había dicho en la Porxada: “A ti, en la Edad Media, te habrían quemado…”
Volvamos a la casa de la que os hablaba. Cuando mi hijo tenía ocho o nueve meses, temía el momento de entrar con el coche. El niño asomaba la cabecita y, con la mirada perdida en aquella oscura escalera, sonreía y saludaba a alguien que yo intuía y, sin embargo, no podía ver. En ocasiones, cuando me quedaba sola, desde otras estancias oía la música del móvil de la cuna del niño. Y un día me escuché decir a mí misma con mi hijo en brazos: “No tengo miedo, ésta también es ahora nuestra casa”.
Los meses pasaban tan lentamente entonces… Una tarde en que mi pequeño jugaba con un piano de colores y ya sabía hablar me dijo: “Mama, la iaia en pijama em pica a les mans”. Una indignación cargada de rabia e impotencia me hizo vociferarles en voz alta, como una loca que habla con sus propios fantasmas, que no se atrevieran a molestar a mi hijo.
Afortunadamente, también lo venía a ver su abuelo y el niño nos lo comunicaba con toda naturalidad, aunque solo lo había visto en las fotos que le mostrábamos. ¿Qué te dice el avi? ¡Qué pasa tío! decía imitando la ronca voz de un abuelo que no lo vio nacer…
Antes de que mi hijo cumpliera tres años, decidimos dejarla. Allí había mucha gente viviendo sin contribuir con el alquiler. Encontré un ático amplio, luminoso, “ideal familias” que dirían en las inmobiliarias y yo añadiría “que huyen de fantasmas…”
La mudanza fue una auténtica locura; como todas, claro, pero con espíritus contradictorios porque, entonces, intuí que no querían que nos marchásemos. Se dieron cuenta demasiado tarde: los dejamos solos y, en definitiva, sin la alegría que era el niño en aquella vieja casa.
Estaba recogiendo los últimos libros del proyecto de biblioteca que fue una de aquellas oscuras habitaciones. Bajé algunas cajas al coche. Cuando volví a entrar, me quedé en el quicio de la puerta, sin aliento, con la mirada fija en el suelo: en medio de la habitación había un Cd, el de El barrio que tanto le gustaba a mi suegro. “Sí, Paco, nos vamos y hay que celebrarlo”. Acabé de recoger escuchando aquella música alegre, fresca, a todo volumen y con la ilusión de saber que no éramos los únicos felices de abandonar aquella casa. Las últimas cajas las recogió mi pareja mientras yo ya colocaba otras en el nuevo piso. Su despedida de la casa nada tuvo que ver con el festival cómplice que yo tuve con mi suegro. En una tarde calurosa en la que no corría la más mínima brisa, se encontró con todo un poltergeist de puertas que se cerraban atronadoramente una y otra vez. Salió con el cabello erizado y llegó a casa con el rostro demudado por aquella despedida cargada de ira. Tras relatarme tan sorprendente episodio, sentí verdadera pena por ellos: eran unos seres tristes, atormentados... Intuía que no habían sido muy felices en vida y, después, tampoco habían conseguido paz.
Llevábamos solo unos días en el ático cuando el niño nos dijo una mañana: “El avi està a la porta”. “Díga-li que passi, aquí també és benvingut”. “No vol, diu que se’n va”.
Después de aquello, durante años relegué a un rinconcito de mí, a una especie de desván de lo inefable, todo lo que no pudiera percibir con los cinco sentidos. Pero es absurdo renunciar a una misma, porque si reniegas de una parte de ti, aceptada o no por los demás (eso no importa), te pierdes en una senda que no es la tuya. Este verano volvió a dibujarse ante mí el sendero de lo mágico. Ya no digo inexplicable porque me he dado cuenta de que eso solo depende del tipo de persona que seas… que quizá ya había sido, soy y seré…
Fui a ver a mi suegra al hospital y cuando hice ademán de abrir la puerta de su habitación, la encontré cerrada. Pensé que estarían atendiendo a alguna de las dos pacientes. Esperé unos segundos, pero al otro lado no se oía nada, así que volví a intentar abrir, esta vez, con más ímpetu. Nada. El pasillo estaba desierto. Sentía inquietud, pero no me atrevía a llamar a la puerta. Deshice el pasillo en busca de alguien del personal. Encontré a una enfermera a la que pregunté si estaban atendiendo a alguna de las dos pacientes de la habitación porque la puerta estaba cerrada. “Imposible, las puertas de las habitaciones no tienen pestillo”, contestó. Corrí precipitadamente con un mal presentimiento hacia la habitación y ella me siguió imaginando no sé qué… Cuando llegué, tiré de la maneta y la puerta se abrió con toda facilidad. La enfermera me miró con cierta cautela en la mirada y prorrumpió en una risa nerviosa. Yo solo pude decir: “Misterios de la vida”. Encontré a mi suegra con apariencia de ir a desvanecerse de un momento a otro. No era la misma. Por encima de todo, me perturbó su mirada…
Por la noche llamé a mi amigo y se lo conté. “Eres como un escudo protector, por eso no te dejaban entrar”. “¿Quiénes?”, pregunté con un nudo en la garganta. “Los que se la quieren llevar”. Contestó con una obviedad que me dejó sin palabras. “La mirada que viste tú ya sabes lo que es”, añadió.
Era ella quien debía decidir cuándo marchar, así pues, le pedí que me explicara qué podía hacer si es que estaba en mis manos ayudarla.
Al día siguiente, me encontré en una floristería pidiendo una planta de ruda y otra de salvia blanca. La dependienta me llevó ante dos variedades de salvia y comentó que no sabía cuál era. Entonces, ante mi propia perplejidad, declaré: “Es ésa”. No sé por qué supe cuál era. De camino a casa me imaginé que quizá en otro tiempo, en otra vida, yo había utilizado esa planta y sonreí divertida ante esa ocurrencia tan descabellada…
Lo más divertido fue el momento de preparar los brebajes. Puse las hierbas en la licuadora con los ingredientes que me había indicado mi amigo; sin embargo, tuve la necesidad de sacarlos, meterlos en un mortero de madera y majarlos yo misma. Elaboré una especie de perfume con el que refresqué mi propio pecho y el de mi suegra. Funcionó, la mirada de mi suegra cambió.
Unos días después fui a la protectora a buscar una gata negra, un ser maravilloso, y la mejor compañera para ahuyentar malos rollos. Me pregunto si habrá cursos de formación para las novatas… A falta de escoba al uso de antaño, ¿qué tal si me presentase subida en mi rumba?