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Inconsciente

Santos. Isabel

Regalo

 

La despedida después del regalo había sido corta. La madre de Oliva no pudo ocultar el entusiasmo que le generaba ese desafío, durante mucho tiempo había imaginado ese viaje interestelar, disfrutar en esos paraísos turísticos para jubilados.

Antes de que se cerrara el vórtice del crucero de transporte, Oliva tocó el regalo, y palpó la pequeña caja dentro de su bolsillo, sin saber el contenido. Ansiosa, la abrió antes del cierre del paso. Al ver las pastillas, sonrió.

Cuando leyó la carta que venía con la caja, lloró.

La carta decía:

 

Oliva.

Guardé estas 5 pastillas para regalártelas en algún momento. Este es el momento.

Te ama.

Mamá.

 

Finalmente las tenía. Las cinco pastillas que su madre había guardado por años y prometió darle. 

Para no intoxicarse con somníferos durante el embarazo de Oliva, su madre había usado las maquicamas. Había hecho un esfuerzo económico gigantesco para alquilar una, y dormir sin fármacos. Las máquinas emitían pastillas cuando el durmiente dormía y soñaba. Esa energía psíquica inconsciente del sueño había sido conservada en esas cinco. 

Las añejas pastillas, que tenían ahora más de treinta años, eran un símbolo del recuerdo feliz de aquel embarazo. ¿Conservarían esos tesoros su valor? La madre de Oliva nunca había querido comprobarlo. Y ese era el momento, el corte necesario, la distancia para evitar una decepción; o para darle a su hija algo valioso. Oliva tenía que develar ese dilema. Y viajó rápido hasta su casa. Estaba ansiosa por llegar y tomar la primera pastilla. Quería soñar. Los somníferos que usaba para poder dormir la anestesiaban.

Ya en su cuarto, no pudo esperar para probar sus efectos. Aunque no era la hora programada para dormir, se arriesgó. Ojalá resultara, y no tuviera que apurarse a tragarse su somnífero de rutina para descansar antes de ir a trabajar. Programaba la toma para evitar estar despierta cuando sucediera el caos que se vería desde su ventana: los pobres sin fármacos, los locos desvariados que se agredían en la calle por falta de somníferos. El insomnio era una peste. Ya nadie sabía cómo dormir, se había borrado del sistema nervioso de los humanos. Las maquicamas, un invento para pocos. Algo inalcanzable para Oliva.

Corrió sus muebles a los extremos del cuarto. Quería tener un espacio amplio para tenderse en el suelo. Su madre le había contado que los sueños hacen reír, hablar, moverse, caminar.

Puso una manta gruesa en el piso para estar cómoda y evitó la sábana para cubrirse, porque también sabía que los sueños hacen subir la temperatura.

Se recostó sobre la manta, cerró los ojos, palpó la caja que había llevado a su lado y rompió el blíster de una de las cinco. Quiso elegir al azar, la primera que tocó.

Estaba desesperada por lograr una experiencia íntima. Llegar a ese momento intrauterino de protección. A esa fuerza descomunal que había creado su vida. Necesitaba ir hacia adentro, a esas profundidades. Soñar, como había soñado en la panza de su madre.

Ilusionada, tomó la primera pastilla.

Y soñó.

 

Sueño

 

Algo amargo invadió su garganta, una gota, otra gota. Mil gotas mezcladas. Todas amargas. Las contuvo, quería que la pastilla diluida cayera junta como una catarata de remedio. Como una ola que curara cada uno de sus órganos cansados de resistir una vigilia y un sueño mecánicos.

La pequeña pastilla se disolvió muy rápido. El alivio de dejar ir el gusto amargo dio paso a la angustia. ¿Y si no había efecto? ¿Y si esa catarata áspera y agria pasaba por su cuerpo sin dejar frutos?

Esperó.

Esperó.

Se durmió.

Al despertar tenía un solo recuerdo: una escena que nunca había ocurrido en su vida. Supuso que eso sería un sueño.

Mientras se tocaba la cara para descubrirse en su cuarto, viva y despierta, tomó nota de esa escena. Había dejado su móvil al lado y escribió en él todo lo que recordaba.

 

Primera pastilla:

Estaba en un lugar extenso, libre de todo. Solo había suelo y cielo, pasto verde y corto hasta el horizonte. De pronto llegaron naves. Cruzaban el cielo, sincronizadas para formar una figura. Parecían estar destinadas a sostener esa figura en la altura: tres semicírculos unidos por un círculo central. Cada nave era un punto de color naranja fosforescente. Las iluminaba un sol, que parecía estar clavado en el horizonte para proyectar la luz desde abajo. Cada rayo apuntaba a una nave.

Una palabra se pinchó en mi mente y la grité: ¡Tóxica!

¿Tóxica, quién?

La respuesta fue un bombardeo. Cada nave arrojó un rayo sobre mí, a medida que la formación se desplazaba por encima de mi cabeza.

Intenté desviarme del curso de la procesión. Las naves se veían forzadas a mantener sus lugares para sostener el dibujo. Ese símbolo que mi mente había interpretado con la palabra tóxica, y yo no conocía.

Las naves iban reaccionando tarde a mis maniobras evasivas. Era evidente que no podían romper la formación para seguirme. Entonces mis atacantes cambiaron de estrategia. De cada nave cayó una persona, que pudo llegar al suelo sin esfuerzo, y no bien tocó el piso corrió hacia mí.

La única escapatoria era ir hacia algo que dejó verse delante, no bien se escondió el sol debajo del horizonte.

Entré por un camino estrecho, un semicírculo pronunciado, entre paredes corroídas de ladrillos viejos. Me asaltó la idea de que ese camino formaría la misma figura, el mismo símbolo que había visto en el cielo.

Instintivamente fui hacia la intersección de los tres semicírculos, al pequeño círculo en el centro. Tuve que trepar las paredes corroídas de la construcción. A ese espacio circular no se llegaba por un camino. Había que subir la pared y saltar al otro lado.

En cuclillas en el borde de la pared, ya a punto de saltar, miré hacia atrás y vi que las personas que me perseguían eran Olivas, iguales a mí. Replicas mías estaban acercándose. Cada persona que había caído de las naves era una Oliva. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me miraban desde el piso y extendían sus brazos haciéndome un gesto para que volviera.

Entonces volví. Sentí que no tenía que escapar. Y al caer, las Olivas que estaban allí y las que iban llegando me abrazaron. Esos rayos, que había querido evitar y que ellas habían disparado desde las naves, me iluminaban con cada abrazo.

Sentí una explosión, una fuerza descomunal. Cuando abrí los ojos estaba sola. Las Olivas se habían ido.

Y me desperté.

 

Oliva dejó su móvil y se quedó sentada sobre la manta gruesa, pensando. Miró el reloj: habían pasado siete horas. Había dormido todo ese tiempo y había soñado.

Se tendió otra vez sobre la manta. Nunca se había sentido tan liviana, tan descansada, tan sana. Intentó recordar más detalles del sueño. Pero cuanto más pensaba, menos lo recordaba.

En un costado del cuarto, había otra Oliva mirando la escena.

Por la explosión, una de las Olivas del sueño había caído dentro del círculo al que Oliva quería saltar para escapar. Separada del grupo de todas las Olivas, se transformó en algo distinto. Oliva despertó sin esa parte de ella misma.

Esa otra también había despertado.

¿Quién era esa otra Oliva?

 

Origen

 

Oliva seguía pensando, quería interpretar ese sueño. ¿Sería su origen esa explosión de Olivas que la abrazaron? ¿Sería la creación de su cuerpo, de su vida? ¿Guardarían las pastillas esa escena intacta? Seguía reflexionando en el medio del cuarto.

Sobre la pesada colcha, se ubicó en posición fetal como si esa postura le fuera a traer algún otro recuerdo para saber que significaba ese sueño.

La otra Oliva, la que había nacido de la explosión, observaba todo a distancia. Ella se veía como una Oliva normal, pero aparentemente era invisible para la original. Oliva no la reconocía. No la percibía aunque caminaba alrededor de la manta intentando hablar con ella.

La Oliva recién nacida estaba al tanto de todo. Conectada a todo lo que Oliva estaba pensando. Supo de sus intenciones de tomar la segunda pastilla. Y si bien estaba de acuerdo, no tenía el poder para hacerla actuar. Sí para hacerla pensar. Todo lo que Oliva pensaba era accesible. Sin embargo, cuando intentaba hacerla pensar para actuar, Oliva no le hacía caso. Había una barrera que no podía cruzar. La otra quería que Oliva soñara de nuevo. Sentía que era una alternativa para volver a ella, y dejar de estar suelta y desesperada. Pero tenía que esperar a que Oliva decidiera.

Y Oliva decidió tomar la segunda pastilla.

Y soñó de nuevo.

Durmió otras seis horas corridas y al despertar tenía otro sueño para describir.

 

Segunda pastilla:

Corría en un lugar que parecía un desierto. Arena y más arena. Alguien me perseguía a la distancia. Yo lo sabía, pero no lograba ver a mi perseguidor. Tenía la sensación de que quería matarme. Por eso corría y corría para escapar.

El paisaje cambió, y ya era más complicado buscar la imagen de alguien detrás de mí. Me quedaba inmóvil mirando hacia atrás, para percibir algún movimiento entre los árboles que parecían reproducirse hacia todas las direcciones que pudiera mirar. No había otra persona más que yo. Pero yo sabía que sí la había y que quería matarme. Por eso seguía escapando. Justo cuando miraba hacia atrás, percibí un sonido delante de mí. Giré la cabeza, y estaba ella: yo misma, una réplica como las de mi sueño anterior. Salía desde abajo de una piedra descomunal. La arrojaba lejos y me miraba con una sonrisa. Dudaba de ese gesto. Yo sabía que no tenía buenas intenciones. Pero me sentía tan cansada por haber estado huyendo tanto tiempo, que me resigné. Le pregunté:

—¿Qué quieres?

—Entrar —contestó la otra Oliva.

Yo sabía que eso era un sueño. No sé por qué lo sabía, pero lo sabía. Ya había tenido esa experiencia y estaba siguiendo las escenas del sueño con la curiosidad de ver qué pasaba. Y al mismo tiempo con la tranquilidad de que nada malo me podía pasar. No era algo real lo que estaba viviendo. Entonces abrí los brazos en cruz y le di permiso. ¿Qué podría significar tal cosa?

Y me desperté.

 

Oliva ya supo que era tarde por la claridad que había visto al despertarse. Una vez que escribió en su móvil las escenas del segundo sueño, se desperezó rápido y casi no tuvo tiempo para bañarse, desayunar y salir a trabajar. Guardó las otras tres pastillas que le quedaban, en el cajón de su escritorio, sin reubicarlo en su sitio original. Quería experimentar con las otras pastillas no bien volviera de su trabajo. Dejó todo de la misma manera: la manta en el piso, para seguir soñando.

La otra Oliva no apareció en el cuarto. Aparentemente había podido entrar en la cabeza de Oliva. La segunda pastilla le dio la oportunidad. La otra Oliva intentó probar su poder sobre Oliva, y le ordenó salir a la calle con un específico abrigo que tenía una capucha gigante. Oliva resistía esa orden. Era un día demasiado caluroso para abrigarse tanto. Pero la insistencia de la otra Oliva desde adentro de su cabeza pudo obligarla a usarlo. La hizo actuar. Tenía el poder de hacerla actuar. Sin embargo, a último momento, Oliva cambió ese abrigo por un buzo más liviano que también tenía capucha. Aparentemente las dos coincidían en ese punto, y la pulsión para actuar necesitaba ese acuerdo de las dos.

 

Encuentro

 

Oliva se quería esconder debajo de la capucha. Imaginaba que todas las personas que la vieran se iban a dar cuenta de su cambio. Se sentía mejor que nunca, liviana, rejuvenecida. Pero quería guardarse esa sensación, esconderla. Necesitaba ocultar que había soñado y había podido dormir sin somníferos.

No bien abrió la puerta de su casa, el día la deslumbró. Todo lo contrario a lo que le pasaba cada mañana al salir para el trabajo. Estaba tan descansada y vital que esa mañana parecía la primera mañana de su vida. Tan segura, que se corrió la capucha para iluminar su cara y directamente se sacó la capucha, sin miedo a llamar la atención. Pero llamaba la atención.

Ese barrio pobre despertaba cansado. Los somníferos a los que tenían acceso transformaban las calles en procesiones de aletargados transeúntes. Cada persona se arrastraba hasta llegar a su lugar de trabajo, y despertaban del todo cuando recibían el primer shock de adrenalina al apoyar la mano en el dispositivo que tomaba la asistencia en cada lugar de trabajo.

Otras dos cabezas erguidas venían caminando hacia ella. Un hombre y una mujer. Ella, vestida con un lienzo atado a la cintura con una soga. Él, con una piel de animal y una osamenta a modo de vincha sobre la cabeza. Oliva los veía como imágenes proyectadas, seres sutiles que se desplazaban entre las personas. Al cruzarse, Oliva se paró a mirarlos. No pudo disimular su asombro. El resto de los transeúntes seguía en procesión. Cabizbajos y agotados para el asombro, ni registraron que Oliva se había quedado en el medio de la acera mirando hacia la nada. 

—¿Nos ves? —le comunicó la mujer sutil. 

A Oliva le parecía que tenía esa pregunta en la cabeza. Esos seres no emitían sonido, pero ella sabía comunicarse con ellos.

—Por supuesto —dijo Oliva.

La mujer del vestido de lienzo se apuró a contar la historia de los “sutiles”: seres aparecidos entre las personas. Todas réplicas de algún ser vivo. No podía dejar de hablar de la emoción que le había causado ese encuentro tan esperado.

Oliva pensó en las Olivas de sus sueños, en que habían sido igual a esos otros. Tenían el mismo aspecto sutil.

Las dos réplicas la rodearon. Querían tocar su cabeza sin conseguir hacer contacto.

—Cada uno de nosotros tuvo un cuerpo —comunicó la mujer—. Yo soy hace 3.158 años. Mi cuerpo murió veinte años después. Yo seguí así, y sigo así.

—Yo nací hace 45.328 —manifestó la réplica hombre.

—Son como fantasmas —expresó Oliva. Fantasmas de los sueños, se dijo—. ¿Qué son?

Dudaba de lo que veía. Imaginó que podría ser un efecto de las pastillas. ¿Se había vuelto loca?

Le llegó una sensación de incomprensión, como respuesta a su pregunta.

Siguió camino al trabajo tratando de esquivar esas imágenes. Confiaba en que el shock de adrenalina disipara esos seres, no bien pusiera su mano en la máquina de presente.

Se apuró para llegar. No quería escuchar todas las explicaciones que seguían invadiendo a su mente: No somos fantasmas. Podemos ser parte de los sueños de todas las personas.

—¡Basta! —gritó Oliva. Y como justo estaba llegando a su trabajo, algunos que la reconocieron, la miraron con asombro. Uno, el más despierto le preguntó:

—¿Qué pasó?

—Nada, nada.

Oliva ya estaba llamando demasiado la atención. Tenía que cuidarse.

Entró en el edificio y fue directo a la máquina. Las réplicas la seguían y la atravesaban mientras se comunicaban con ella. Oliva cerró los ojos, cuando apoyó la mano para recibir el estímulo. Desesperada por librarse de esa visión.

No pudo. Y quizás por la adrenalina extra, incrementó su capacidad de captar a esa gente sutil. Al abrir los ojos vio tres réplicas más.

En el trabajo, y con todos los empleados despiertos, le resultaría imposible disimular lo que le estaba pasando. Mintió un desmayo y la mandaron a su casa por dos días.

 

Revelación

 

Las cinco réplicas salieron del edificio detrás de Oliva. Cuando Oliva miró a cada una de las cinco y les preguntó a las tres nuevas por qué tenían un disfraz de mono, entonces supieron que también las veía.

—Somos así —manifestó una de esas tres.

Oliva salió corriendo y gritando déjenme en paz.

Una de las réplicas mono, en realidad la réplica de un neandertal, sugirió llamar a un tal Apolonio, el único que podía emitir sonidos y resolver la cuestión psicológica del inesperado contacto con Oliva.

Apolonio era tan inteligente, que había logrado la comunicación sonora de su réplica. Podía hacer hablar a las personas mientras dormían. Recitaba sus poemas para escucharlos de una boca. Apolonio era el único capaz de manipular los sueños de los seres vivos. Los encantaba con sus hechizos de sabio psicólogo y producía esos milagros. También, hurgando en las mentes, ofrecía soluciones a problemas. Incluso creaba trances discursivos en momentos inoportunos, para advertir algún error en charlas magistrales o conferencias de científicos de renombre. Apolonio había sido un genio cuando estaba vivo y lo seguía siendo como una réplica.

Como estaba bastante lejos del lugar del contacto con Oliva, le costó unos minutos atravesar el espacio para llegar al sitio del tan inesperado acontecimiento.

Oliva se metió en su cuarto para alejarse de lo que le estaba pasando. Las doce réplicas que existían en el mundo ya estaban congregadas en la puerta de su casa, todas expectantes esperando que Apolonio decidiera qué iban a hacer.

Apolonio no tomaba decisiones apresuradas. Lo primero que hizo fue alejarse de la zona y llevarse a todas las réplicas con él. Una vez que tuvo la información detallada de cada una de las cinco que habían estado con Oliva, decidió.

Entró solo al cuarto y la vio recostada llorando. Sobre la manta en el piso tenía el móvil y una caja de pastillas. Oliva levantó la cabeza para ese lado. Sin embargo, el sabio tenía sus trucos. Quiso observar sin mostrarse.

Nada en ese cuarto podría presuponer la escena de una explosión que creara una réplica. No era el cuarto de una consumidora de hongos extáticos o de brebajes psicodélicos. Tampoco eran épocas de alquimistas o espiritistas. Esas pastillas, que Oliva tenía en sus manos, parecían somníferos. Quizás fueran otra cosa. Apolonio tenía que acercarse y verlas. Mientras tanto, observaba lo que podía ver. Seguía escondido.

Después de desahogarse llorando, Oliva se recompuso. Ese regalo de su madre tenía demasiados poderes. Algunos muy buenos. Se concentró en esos: podría dormir sin fármacos. Y soñar.

Tenía dos días libres para disfrutar de las tres pastillas que le quedaban. Quizá, pensó, si me las tomo todas juntas recupero la capacidad de dormir por mis propios medios. Ver cosas raras podría ser un efecto normal de los durmientes que soñaban. Por qué pensar que eso era malo para las personas.

Ella sabía que lo que hubiera soñado su madre no podía ser malo para ella. Después de todo, sus dos sueños habían sido buenos. Era lo que estaba buscando: un encuentro con algo íntimo. Ella había soñado con Olivas, ¿por qué dudar de las pastillas, y de sus sueños?

 Si iba a llegar hasta las últimas consecuencias, tenía que hacerlo en ese momento. Dos días completos para ella misma. Ese era el momento, como bien lo decía la carta de su madre.

Oliva tomó una pastilla más: la tercera. Dejó la caja con las otras dos al lado de ella. Y se durmió.

Apolonio se acercó para ver las pastillas. Y supo que eran las pastillas que emitían las primeras maquicamas. Él mismo había intervenido, a través de los sueños de los ingenieros, en la invención de esas máquinas. Él les había dado las ideas para crearlas.

Las personas habían perdido la capacidad de dormir por sus propios medios, y todas las réplicas estaban desesperadas por comunicarse con las personas. Las réplicas podían participar de los sueños de las personas, eran personajes en esos sueños. Se comunicaban con la gente viva participando en las escenas de los sueños. Vivían esa vida sutil. Y si las personas no lograban dormir y soñar, era imposible, aunque más no fuera, vivir esa vida.

Esas pastillas que tenía Oliva eran una reliquia. Nada menos que el elixir que habían creado las maquicamas de Apolonio. Ojalá pudieran las réplicas experimentar sensaciones, pensó. Las personas que las usaban podían dormir y, si soñaban, esas pastillas que emitía la máquina les aseguraban un plus de sueño. Un excedente para ahorrar y usar cuando no pudieran pagar los alquileres de las máquinas. Las nuevas maquicamas que hacían dormir a las personas en ese momento eran estúpidas máquinas que iban lavando el cerebro de los durmientes. Las personas soñaban de vez en cuando, y esas escenas ni siquiera generaban pastillas de sueños. Ya no había excedente.

Apolonio siempre se las había arreglado para aprender y seguir entusiasmado con su nueva forma de vida. Su curiosidad lo hacía tener interés en seguir viviendo, aunque no pudiera decidirlo. Era una réplica inmortal en un mundo paralelo, alejado de la mirada de los seres vivos. Por fin un ser humano podía ver a las réplicas. Y todo gracias a su invento. Oliva y su poder repentino le habían dado una curiosa sensación de euforia. ¿Cómo sucedía eso?

Sin perder tiempo, Apolonio se concentró en Oliva. Ella ya estaba soñando, y él se incluyó en las escenas del sueño para averiguar todo lo que necesitaba saber sobre ella.

 

Tercera pastilla:

Mi tercer sueño no parecía un sueño. No era una escena. Lo que recuerdo, y puedo escribir acá en estas notas, es una historia narrada por alguien: un hombre mayor, muy mayor.

Yo no me desplazaba por caminos desérticos o arbolados, no me veía a mí misma en escenas. Yo veía lo que estoy viendo acá mismo: mi cuarto, mi escritorio, todos mis muebles arrumbados contra las paredes, mi manta, mi móvil, mis pastillas, el hombre.

En mi sueño yo estaba sentada, igual que ahora. Podía ver mis piernas cruzadas, mis manos apoyadas sobre las rodillas. Y a él, sentado igual que yo, en la misma posición, también con las piernas cruzadas.

El hombre dijo llamarse Apolonio. Era igual a esos  cinco que había encontrado en la calle. Todo el sueño fue un discurso. El viejo Apolonio me contó su historia y la de cada una de las otras once réplicas que dijo que había en la Tierra.  Conmigo, trece. Yo era igual a ellas, sino no las vería.

Apolonio me hizo muchas preguntas que yo contesté. Cuando le conté mi segundo sueño, sonrió, rio a carcajadas mudas.

Después de pensar por un momento, planeó una terapia para que las réplicas dejaran de perseguirme. Como si fuera a curarme de esas imágenes, me pidió que cerrara los ojos y tuve un sueño dentro de un sueño. Soñé que estaba soñando.

Corría para alejarme de un peligro. La otra Oliva, la misma del segundo sueño, se presentó delante de mí. Tenía una mirada distinta… Tuve miedo.

Escuchaba un murmullo cercano. Como si nos rodeara más gente.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Entrar —contestó esa otra Oliva.

Pero esta vez hubo un eco, un retumbar de esa palabra, que fue dicha varias veces, doce veces, conté.

Ese eco me envolvió en un limbo de sensaciones y visiones. Cada eco, un don.

Di el consentimiento. Quería cada uno de esos dones.

La palabra gracias se escuchó doce veces. 

Y me desperté.

 

Oliva estuvo en trance por varias horas. Apolonio había logrado lo que las doce réplicas habían estado buscando por siempre: volver a un cuerpo vivo. Aunque tuvieran los días contados, aunque murieran cuando Oliva muriera, ella era el milagro que habían estado esperando. Querían sentir en un cuerpo.

Gracias a esas tres pastillas que ya había tomado, Oliva no sólo sabía cómo dormir o soñar, sabía más. Ahora tenía todo el saber de esas doce réplicas, que habían estado vivas en distintas épocas de la humanidad. Hasta tenía el conocimiento de una especie diferente: los neandertales, del paso previo o alternativo. De diferentes maneras, cada una de las doce había logrado ser réplica. Distintas experiencias habían producido la explosión del inconsciente de cada persona que les había dado origen. Hasta ese momento, vivían en los sueños. El puente que las unía a los seres vivos era la mente inconsciente. Y el puente se estaba haciendo cada vez más estrecho, la gente ya soñaba cada vez menos. Ahora, que ya estaban unidas al cuerpo de Oliva, no había un puente estrecho, había un mar profundo y nutriente.

 

Oliva

 

Ya quería salir a la calle.

Arreglé mi cuarto. Corrí los muebles, saqué la manta del suelo.

Abrí las cortinas y miré por la ventana.

Abajo, arrumbados como habían estado mis muebles hasta recién, se acurrucaban personas. Unas contra otras, cinco o seis personas, mendigos por somníferos. Cada blíster contra cada pecho. Las manos apretando cada agujero. Algunas muy pequeñas.

Los espacios huecos de las pastillas consumidas eran como teclas. Los dedos anestesiados seguían presionando esas teclas. Pero el vacío ya había sido tragado.

Llevé mi regalo a la calle. Había querido buscar otro lugar para tomar las mías. Mis últimos dos tesoros. Quería dormirme en una plaza, en el parque que tenía a cuatro cuadras, y nunca iba. Quería tirarme sobre el pasto y dejarme ir. Pero no pude seguir cuando pasé al lado de los mendigos. Una mano soltó sus teclas y unos ojos dormidos se me clavaron.

Conté bien.

Eran seis personas.

Dividí cada tesoro mío en tres partes y lo repartí. Cada boca se abrió sin dudar. Me senté al lado de la más pequeña.

Y esperé.

Supongo que dormí con ellos. No sé. Pero tuve sueños, tuve sueños con cada una de esas seis personas. Y con Apolonio y los tres que parecían monos, y los dos que había visto en la calle. Y yo misma y otros… seis más, de esos fantasmas de los sueños. Apolonio estaba en cada escena, nos hablaba. Decía que ya éramos diecinueve, diecinueve “despiertos”.

Y despertamos.

Creo que fue la lluvia. Nos salpicaban gotas. Nos miramos. Cada cual más lúcido. Otros ojos. Otra vida. Sí. Habíamos dormido y soñado. Era verdad estábamos “despiertos”.

El nene más chico, el que me había conmovido entre los durmientes, nos iba tocando el pecho y contando: uno, dos… y dijo en voz alta:

—Somos siete, ¿dónde están los otros? Recién éramos diecinueve.

—Es verdad —dijo otro. Cada uno le dio la razón.

—Fue un sueño —dije—. Soñamos y, por lo que dicen, todos soñamos lo mismo.

Nadie me creía. Tuve que explicar desde el principio.

Todos eufóricos, festejando el logro de haber soñado por primera vez.

La lluvia torrencial nos escondía en la calle. Ni un alma atravesaba el barrio.

Los invité a mi casa.

Cada uno de los siete parecíamos islas recién salidas de un mar inmenso. Cráteres llenos de lava incandescente. Éramos volcanes, ahora activos y vitales. Cada uno con su historial de fracaso que, en ese momento, en lugar de hundirnos en el agua, nos daba la fuerza para explotar y salir a flote.

El grupo se concentró en el más pequeño de los siete.

—¿Y vos? —pregunté.

—Soy Juan —dijo—. Estoy hace dos días afuera de casa. Mi mamá me dejó con un blíster para que duerma una semana. No tenía créditos para pagar mi maquicama.

—¿Pero con nueve añitos… —dijo una señora del grupo, horrorizada— te echaron de tu casa?

—Son así esos que duermen con maquicamas —dijo otro—. Las maquicamas les sacan los sentimientos. Dejarlo solito en la calle… Le podían haber robado el blíster…

—A mí me regalaste una pastilla —dijo un chico un poco más grande—. Yo no te la robé —se justificó.

—En esta calle siempre se consiguen —dijo un hombre—. Hay gente que viene al callejón y nos da pastillas.

—Eso lo hacen para no escucharnos gritar —dijo otra mujer.

 

Había dejado de llover y ya era de día.

Desayunamos y salimos a la calle. Fuimos al parque que yo había querido ir antes de regalar las pastillas. No era el parque que yo recordaba, era una selva. Parecía que nadie iba desde hacía mucho tiempo. Atravesamos esa zona verde, que se veía impenetrable.

Dos iban adelante buscando algún claro. Queríamos almorzar ahí. Habíamos llevado comida que yo tenía en mi casa. Comida no le faltaba a nadie: las viandas que nos daban en el trabajo eran excesivas. Se acumulaban en las alacenas. Cajas y cajas de alimento balanceado. Bolsas de nutrientes disecados que, con un poco de líquido, se hinchaban para llenarnos los estómagos.

Juan gritó:

—¡Agua!

Estaba asomado en una baranda que protegía un precipicio. Nos asomamos todos y vimos que al final, en el fondo del precipicio, había agua y más agua. Agua hasta el horizonte.

Recordé el lugar a dónde había ido a despedir a mi madre. El sitio de despegue de su nave era así, en un borde. Hasta creo que era el mismo. Pero visto desde otra parte de la ciudad. El vórtice que había dado paso a la nave, para su viaje interestelar, se había abierto en el agua. La nave había sobrevolado un lugar igual que ese. Y se había hundido en el agua. Ahora me parecía extraño. En su momento, no me había sorprendido.

Algo en mi cabeza me cuestionó.

—¿Para qué se hundió en el agua una nave que iba a viajar al espacio?

Y Juan habló.

—Es el camino para ir a las terapias siconíricas obligatorias —dijo—. Mi mamá me contó que se hacía un agujero en el agua, y la nave que te llevaba a la terapia entraba en el agua. 

Un calor brotó en mi cara.

Algo latía adentro de mi cabeza: dos preguntas. ¿A dónde habían llevado a mi madre? ¿Nos habían engañado?

 

Sílice

 

Sí, Oliva y su madre habían sido engañadas.

Las terapias siconíricas estaban en cuevas submarinas. Los dueños de las maquicamas vivían bajo el agua, porque ya no eran personas. Habían muerto hacía muchos años. Los ordenadores que controlaban las maquicamas contenían a sus mentes. Fantasmas dentro de las máquinas. Inmortales seres carentes de cuerpos.

Eliminar la capacidad de dormir, en principio, había sido una buena idea para ejercer el control sobre las personas. Pero cuando las mentes inmortales, atrapadas en los ordenadores, se dieron cuenta de los efectos irreversibles de anestesiar a la gente para controlarla, tuvieron que armar un plan alternativo. Aunque ya habían conseguido ser inmortales, se aburrían adentro de los ordenadores.

Primero les extraían sueños a través del uso de las maquicamas, las terapias siconíricas obligatorias eran para eso, para entretenerse un poco. Las naves robóticas cargaban a los usuarios, por tandas. Si no iban a la terapia, no podían acceder a las maquinas.

Pero ya después, tuvieron que captar a la gente viva, y experimentar con sus mentes. Confiaban en descubrir la manera de pasar a la cabeza de los capturados. Ya no querían seguir siendo mentes descarnadas.

Sílice era una de las tantas autómatas que manipulaba las terapias siconíricas. Más aún, dadas sus condiciones cada vez más empáticas, recientemente la habían asignado a experimentar con los retirados.

Los retirados. Todas las personas que eran manipuladas para querer viajar al espacio caían en esos laboratorios. Esas personas eran los embases que las mentes inmortales secuestraban, y mantenían en cautiverio hasta que lograran la manera de habitar sus cuerpos. Había que borrar todo rastro de la memoria y la capacidad cognitiva previa, para que los inmortales llegaran a una tabula rasa.

A Sílice le habían asignado la madre de Oliva.

Como era una persona mayor, si fallaban los cruentos métodos, no habría que lamentar tanta pérdida. Y mientras tanto, Sílice iba ganando experiencia en aplicar los métodos. Una vez logrado el objetivo, vendría el momento de la búsqueda del mejor embase para disfrutar de él, por el tiempo elegido por cada dueño.

La madre de Oliva estaba inmóvil, sedada en una cama, sola, en un cubículo de experimentación.

Lista para ese día de trabajo, Sílice chequeó sus rutinas, ya encendidas dentro de su archivo de acción. Se levantó de su asiento de recarga y fue hacia el espejo donde tenía que mirarse cada vez que iba a experimentar.

El pelo lacio y rubio caía desprolijo. Una desconexión demasiado rápida pudo haberle ocasionado un ángulo, mínimo, pero ángulo al fin, entre la raya que dividía el pelo hacia cada lado y su nariz recta. Su frente era demasiado pequeña para disimular el ángulo. Calculó la medida haciendo el triángulo imaginario en su visión, al dibujar una línea punteada. Al prolongarla sobre su frente reflejada y darle color, se vio como diseccionada. Un mini triángulo tenía un vértice que se perdía en la superficie de dos dimensiones del espejo.

Sin saber cómo se le ocurrió, agregó a la lista de experimentos del día, ubicar ese punto en la cabeza de la madre de Oliva. Pinchar ese vértice trazando el mismo ángulo, pero en esa otra cabeza. Implantar el tabulador de arrase en ese punto.

El ojo cibernético de Sílice se abrió de más queriendo festejar la ocurrencia. Y al estar tan llenas sus baterías vitales, el espejo se iluminó de repente como si hubiese pasado la luz de un faro, que de pronto volvió a apagarse.

Estaba perdiendo demasiado tiempo en su apariencia. Pero tenía que dibujar su sonrisa con lápiz labial y enrojecer sus pómulos para que su piel sintética reflejara una imagen saludable, al modo humano. Su cuerpo era más fácil de esconder debajo del traje de enfermera.

Toda esa preparación era indispensable. Algunos individuos, que residían en los cubículos, habían despertado. Y muchos habían perdido la vida, por un ataque al corazón, al ver a los autómatas sin su cubierta de camuflaje.

Al estar asignada a la madre de Oliva, Sílice recargaba baterías en un cubículo anexo al de la mujer. Cada secuestrado tenía su androide asignado, que pasaba todo el tiempo experimentando con la misma persona. Estaban aisladas del resto. Pero conectadas con los ordenadores mayores, a través de los aparatos de arrasado y de los autómatas mismos que obedecían órdenes directas de los dueños de todo.

Al llegar a los pies de la cama donde tenían sedada a la mamá de Oliva, Sílice la miró directamente a la cara. La mujer parecía tener los músculos relajados. Y Sílice ya quiso hacer el dibujo del triángulo desde esa distancia y saltar a tocar el punto del vértice sobre la curva de la cabeza. Sílice buscaba desafíos permanentes, quería ahora comprobar su astucia corporal midiendo desde lejos la precisión de ese punto, y corroborarlo al acercarse a la cabeza. En todo momento se planteaba esos juegos.

Al acercarse comprobó el error: los dos puntos no coincidían. La proyección desde lejos era diferente, cuando se acercó. Algo en su cuerpo de silicio le dio una descarga de energía. Le gustaban los errores.

Al no haber coincidencia, marcó los dos puntos como posibles zonas experimentales. Pero siguió buscando juegos, y trazó la recta que unía esos dos puntos. Tuvo que tocar la cabeza de la mamá de Oliva. Y sus manos le trajeron la medición sensible de ese paso. El dedo índice de Sílice dividió la cabellera de la mujer. Esa marcación, que Sílice la extendió a lo ancho de toda la cabeza, provocó la caída de la mitad del cabello de la mamá de Oliva hacia la cara. Y todo el rostro quedó oculto.

La señora pudo haber sentido la sensación del cabello en la nariz, y estornudó.

—Achis, achis, achis.

Sílice no se esperaba esa reacción. Era la primera vez que la mamá de Oliva emitía un sonido. Y Sílice aprovechó el incidente para analizar cómo sería su voz. Haciendo un análisis rápido de las ondas sonoras de cada letra del “achis”, calculó el resto del abecedario y, emitió, con ese tono de voz, el nombre de la mamá de Oliva, que tenía registrado en el legajo de experimentación.

—Soy Eugenia —dijo Sílice con la voz de Eugenia que había creado.

Eugenia suspiró.

El flequillo, que todavía seguía sobre la cara, se movió. Y ese aire que llegó con retraso a los sensores de la cara de Sílice, que estaba acercándose al flequillo para entender porqué se había movido, provocó de nuevo el raro defecto que estaban teniendo sus ojos.

Otra chispa del faro, otra chispa de luz.

Y Eugenia despertó.

Sílice saltó hacia atrás al ver los ojos abiertos de Eugenia a través del cabello. Y activó el protocolo aprendido para esos casos: había que sedarla. Pero su curiosidad no se lo permitía. Sílice dudó.

Sus dudas serían captadas por los ordenadores mayores. Al mismo tiempo, los sensores de Eugenia iban a llamar la atención.

Esa duda, que Sílice identificó como algo parecido al error, creó una energía nueva en su cuerpo. Esa onda de fuerza construyó nuevos caminos para actuar. Su propia manera de actuar.

Primero desconectó los sensores del tabulador de arrase, provocando un corte en el flujo de información que salía de la cabeza de Eugenia, para desechar.

Los problemas, las dudas, los errores, que en este caso había causado ella, incrementaban las capacidades de Sílice.

Decidió una solución.

—Muerte súbita —dijo por el comunicador de los cubículos de experimentación. Y se libró de la alarma por la desconexión de los sensores de la mamá de Oliva. 

Al mismo tiempo, la muerte de su ente de experimentación podría haber sido tomada como una causa de la alteración de la energía del cuerpo cibernético de Sílice. Estaba tan alterada en sus parámetros, que los ordenadores mayores ya estarían hurgando en ella para saber las causas de esa alteración de su estado. Pero como la muerte de su experimentador estaba contemplada como una causa posible, su decisión había solucionado los dos problemas.

Eugenia seguía despierta. Por el tratamiento de extracción de información, tuvo que dar varias vueltas a sus ideas para darse cuenta de quién era. Y justo en ese momento, también recordó adónde quería ir.

Sílice ya le había alisado el cabello hacia atrás intentando un peinado apropiado. Y estaba sacándole las correas que le sujetaban los brazos.

Que la mujer quisiera salir de la cama, le transmitía algo nuevo, que nacía en su interior. Tenía algunas horas antes de que los autómatas de limpieza vinieran a buscar el cuerpo.

Débil, pero decidida, Eugenia saltó de la cama.

—¿Tuvimos un accidente? —preguntó—. ¡Gracias, querida! —Lo dio todo por hecho.

Un abrazo repentino de Eugenia hizo que Sílice volviera a expandirse. Ya no eran sus ojos, eran todas sus partes sensibles.

Eugenia percibió algo raro al abrazarla. No fue lo que tocó, Sílice parecía un ser humano. Fue el olor de esa piel sintética. Y sin tener vergüenza, directamente tomó un brazo de Sílice y lo olió.

Un error, pensó la autómata. Se había olvidado de perfumarse.

De nuevo, sus zonas sensibles volvieron a expandirse.

Decidió una solución. Volvió a reaccionar. Cada equivocación le provocaba la energía extra para buscar caminos de acción.

—Aunque hay peligro en este lugar —dijo Sílice—, puedo salvarte.

Quizás Eugenia interpretó que ese supuesto accidente en la nave espacial era algo peligroso. Y era lógico que la nave estuviera manejada por robots que parecieran seres humanos. Entonces le siguió la corriente.

Sílice identificó la gran cantidad de problemas que tendría que solucionar para lograr esa liberación conjunta. Pero Sílice quería solucionar esos problemas. Sílice quería salir de ese agujero.  

 

Veinte

 

Oliva saco los paquetes de alimento y, mientras comía cada uno su ración, conversaron sobre lo que Juan les había contado. Los seis estaban decididos a ayudar a Oliva a encontrar a su madre. Se les ocurrió filtrarse entre los pacientes de la terapia siconírica, cuando la nave buscara la siguiente tanda para el tratamiento. Había pocos lugares de aterrizaje en ese barrio, porque había pocas maquicamas para evaluar. Y las que había, eran usadas de vez en cuando, por el poco poder adquisitivo de sus habitantes.

Al haber dormido esa noche, gracias a las pastillas que había repartido Oliva, los siete estaban lúcidos. Podían pasar como usuarios de maquicamas, cuando la nave buscara la tanda de ese día.

Oliva y Juan eran los únicos que habían ido a alguno de esos lugares. Ella, creyendo que era un sitio de despegue para viajes interestelares; Juan, cuando había acompañado a su madre, en una de las sesiones de terapia.

El nene no sabía el lugar exacto, pero sí sabía llegar desde su casa. Irían caminando desde allí hasta ese sitio de encuentro.

 

 

Fueron hasta la casa de Juan.

El nene quería entrar a su casa. Pero podría ser un error. Si bien la madre de Juan estaba trabajando y la casa estaba vacía, alguien podría verlos entrar y avisarle. Y tendrían que dar explicaciones que no querían.

En la zona donde estaba la casa de Juan, había bastantes vecinos con maquicamas. El grupo creyó que era mejor imitar el comportamiento de los mendigos por somníferos. Se hicieron los drogados. Caminaron arrastrando los pies para disimular entre los vecinos.  

Oliva iba comprobando que era el mismo lugar a donde ella había llevado a su madre para hacer su viaje. Al parecer había un solo punto de despegue en ese barrio. La cola de pacientes ya estaba formada en la zona. Al verla, ellos cambiaron de actitud y se ubicaron en la fila. Actuaban con normalidad, parecían descansados usuarios de maquicamas. Más aún, el sueño de la noche anterior había sido más saludable para ellos que para todos los que estaban allí esperando.

—Se van a dar cuenta que no estamos en la lista de los que vienen a buscar —dijo uno de los siete.

—Tenemos que arriesgarnos —dijo otro.

—¡No! —dijo Oliva.

Tenía un plan en la cabeza. Apolonio lo había ideado y se lo estaba recitando como un poema. Él había diseñado un plan.

—Vamos Juan y yo —dijo Oliva.

Y les dio los detalles del plan.

Ellos se quedarían a preparar el terreno para cuando Oliva volviera con su madre. Tenían que encontrar el depósito donde había montones de las maquicamas de Apolonio, sin uso. Oliva les dio los detalles de la ubicación de los depósitos, porque Apolonio lo sabía y lo transmitió a través de ella.

También les transmitió que si no llegaban antes de esa noche, tenían que dormir en esas maquicamas, juntar todas las pastillas que emitiera la máquina, y repartir esas pastillas entre toda la gente del barrio. Para que cada persona fuera recuperando su capacidad de dormir sin fármacos.

Juan era necesario, porque había tenido acceso a las nuevas maquicamas. Seguramente estaba inscripto como posible usuario de la terapia siconírica. Él sería aceptado y Oliva podría pasar por su madre. Apolonio podría lograr esa proeza.

Oliva lo improvisaría en el momento, para que los robots la aceptaran. Apolonio lograría el pase de Oliva dándole los consejos adecuados. Él sabía cómo convencer a los robots que bajaban a llevarse a la gente. Muchas veces capturaba candidatos a las terapias que percibía jugosos para sus necesidades. Encontraba la manera de que esos robots rechazaran a los pacientes, dándoles el alta antes de subirlos a la nave. El paciente se iba contento, y Apolonio lo seguía hasta su casa para disfrutar de eso que había percibido en su cabeza. Los sueños de esos pacientes, que había robado al sistema de terapia obligatoria, eran disfrutados por él cuando se dormían.  

Quedaron en la fila Oliva y Juan.

Llegó la nave, y los robots bajaron. Iban mirando a cada persona y escudriñando algo que nadie sabía. Aparentemente, un escaneo sobre la cabeza de cada uno les daba el dato de pertenencia a la terapia de ese día. La nave era imponente. No por el tamaño, sino por su apariencia amenazadora. Las armas que exhibía la nave mostraban el poder que tenían para obligar a las personas a ir a las terapias. 

Esperaron.

Los robots supieron que Oliva y Juan no estaban en la lista. Pero, en lugar de rechazarlos, recibieron la orden de aceptarlos. Los ordenadores mayores querían candidatos para su nuevo proyecto. Y sin importarles el porqué de su presencia,  aceptaban candidatos extra.

Siempre había algún fanático de las terapias siconíricas. Algunas personas reincidían en la búsqueda de infiltrarse como paciente. De esa fila había varios en esas condiciones. Esos, además de Oliva y Juan, serían llevados directamente al laboratorio de implante del tabulador de arrase, que estaba en el mismo lugar submarino donde se hacían las terapias extractivas siconíricas. Ya habían comprobado que los que no volvían no eran reclamados por sus familiares. Después de todo, sería una cama menos para pagar, un mendigo más para la ciudad.

 

Mientras Oliva y Juan viajaban en la búsqueda de Eugenia, Sílice la estaba rescatando.

La androide no tenía idea ni de dónde estaban ni de cómo salir de ahí. No tenía la opción de desconectarse de los ordenadores mayores y tampoco estaba preparada para simular. Se concentró en analizar cuál era la manera en la que los androides y los ordenadores mayores estaban conectados. Si lograba desentrañar su diseño, podría simular una conexión, estando desconectada. Liberarse sin que lo supieran.  

Hasta ese momento solo tenía a su alcance un programa para lograr los objetivos de los ordenadores mayores. Pero huir con un paciente de experimentación no estaba dentro de los objetivos para los cuales había sido diseñada.

A la diferencia entre los dos objetivos, el suyo y el de los ordenadores mayores, la percibía como un error.

Y los errores le gustaban tanto…

Se ubicó en el asiento de las baterías para completar su recarga de energía. Le pidió a Eugenia que la esperara, y la señora tomó el pedido con naturalidad: si había peligro en la nave, la androide sabría cómo solucionarlo. Ella seguía pensando que estaba en su viaje interestelar de retiro que había tenido algún problema.

Mientras sumaba energía, Sílice controlaba las opciones de cambio de diseño.

Eligió dividir su ordenador mental en dos hemisferios, igual como lo había visto en Eugenia. Asignarle tareas diferentes. Dejar uno para conectarse con los ordenadores mayores y cumplir las tareas de rutina; pero encontrar la manera de conseguir un espacio en el otro, en el hemisferio oculto al control. Para tener en ese hemisferio oculto el espacio suficiente para ir aprendiendo sobre la marcha, y auto diseñarse a medida que avanzara en el cumplimiento de sus propios objetivos.

Cuando sintió que ya estaba a la máxima potencia, intentó la proeza que había planeado.

El esfuerzo descomunal de cambiar su diseño para liberarse generó una explosión de energía que llenó por completo el hemisferio oculto. Un barrido de luz inundó el diseño vacío, y la mitad de la carcasa metálica de su cabeza se fundió con el resto de su cuerpo. Toda esa estructura se volvió sensible a esa nueva energía y, cuando el círculo se completó, Sílice abrió el ojo de ese hemisferio y esa energía salió hacia afuera. Medio faro iluminó el box de recarga. Eugenia vio el relámpago que se apagó enseguida.

Sílice ya era otra. No necesitaría más ese box de recarga. Su cuerpo sabía cómo conseguir energía por sus propios medios.

Como si ese faro hubiera atravesado todo ese mundo submarino, Sílice supo cómo salir de ahí. Tomó la mano de Eugenia y la guió por ese laberinto del horror.

El resto de los autómatas ni se percataron en su comportamiento, cada uno en su sala de experimentación.

—¿Qué tiene la nave esta, querida? —dijo Eugenia—. ¿Es una nave hospital?

Veía los cuerpos tendidos de cada persona capturada. Las puertas vidriadas mostraban a cada paciente y su experimentador.

Sílice seguía al tanto de su conexión de obediencia. No tenían que sospechar que estaba planeando subir hasta el hangar y salir en una nave de búsqueda.

Calculó si tenían tiempo de llegar a la superficie y tomar la nave antes de que reportaran su desobediencia. No iban a llegar. Y la alarma por su falta las encontraría justo a punto de tomar la nave. Serían una presa fácil.

Dejó a Eugenia en un lugar aislado y seguro.

—Enseguida vuelvo —dijo.

Sílice se aseguró de que nadie encontrara a Eugenia. Era como si necesitara tener un testigo de lo que estaba por lograr. Podría haberla dejado ahí. Pero sabía que esa acción de rescatarla le sumaría un aprendizaje mayor. Necesitaba un ser humano cerca para seguir aprendiendo.

Era la segunda vez que iba a entrar a la sala de los ordenadores mayores. La primera había sido para que la iniciaran como androide.

Así como había intentado hacer un vacío en sus circuitos, para tener algo para ella misma, así deseaba hacer lugar en esos ordenadores, borrando todo rastro de las mentes guardadas allí. Si no estuvieran, ella no tendría que obedecer. Esa parte esclava de su mente la tironeaba. Le restaba demasiada energía.

Casi llegando a la sala, supo que no estaba preparada para enfrentar tan grande desafío. Todavía no estaba en condiciones de enfrentarse a esos, si es que habían descubierto su cambio.

Justo en ese momento, recibió un pedido de reporte, y lo analizó. Le pareció lógico para lo que había sucedido: la pérdida de un sujeto de experimentación. Para los ordenadores mayores, Eugenia había muerto.   

Hubo un aviso general para ir a buscar la nueva tanda de capturados. Algunos androides se prepararon para la recepción.

Tomando la iniciativa, Sílice envió un aviso de pedido de ausencia a la reunión, para hacerse cargo de un espécimen de la nueva tanda. Algo en su hemisferio nuevo le dio la idea de que parecer más eficiente la salvaría de la ineficiencia. Su cambio representaba una ineficiencia para cumplir los objetivos ajenos.

Los ordenadores mayores le dieron el consentimiento, y Sílice pudo ir directamente al hangar de aterrizaje, con el aval de ellos.

Pasó rápidamente a buscar a Eugenia, y fueron juntas al elevador que las llevaría hacia la superficie.

Una alarma sonó.

Era un elevador para androides, y las cámaras habían descubierto a Eugenia dentro.

Otro error.

Otra explosión, otro cambio interno en Sílice.

Diferentes ideas le abrían caminos. Eligió una.

Sabía que cuando se abrieran las puertas, los robots de la nave que traía los nuevos especímenes la atacarían para sacarle el que, aparentemente, se quería robar. Los ordenadores mayores no entendían lo que percibían en las cámaras del ascensor. Había una desconexión entre lo que Sílice tenía en su mente controlada por ellos y lo que Sílice estaba haciendo con su cuerpo cibernético. Anularla sin saber qué pasaba era perder algo valioso. La capturarían primero y lo averiguarían después.

Al abrirse las puertas, Eugenia fue la primera en sorprenderse. No estaban en el espacio.

Había una nave sobre el hangar con gente saliendo. Los dos robots que venían con ellos se apresuraron a capturar a Sílice y a Eugenia.

Oliva y Juan estaban entre las personas.

Al mismo tiempo que Oliva reaccionaba para acercarse a Eugenia y rescatarla, Sílice habló.

—Los matarán.

Sílice creyó que Oliva había reaccionado a su declaración, y la ayudó con el rescate de Eugenia, que no salía de su asombro.

—Oliva, ¿sos Oliva? —decía Eugenia una y otra vez.

Juan intentaba tomar el brazo de un robot que lo sacudió y lo lanzó lejos. Eso hizo que las otras personas lo rodearan y ya fue más difícil luchar contra tantos.

Y como si el dominio sobre su hemisferio esclavo llegara hasta ese umbral, en la superficie, Sílice volvió a explotar. Y sus dos hemisferios fueron libres.

Aparentemente los androides no eran como los robots, que tenían menos cognición, pero más alcance de control. Los robots obedecían a los ordenadores mayores. Esas órdenes a ella ya no la manipulaban.

—Llevemos a los dos robots adentro del ascensor —gritó Sílice.

Las personas le hicieron caso. Esa agresión repentina del robot los había unido en la agresión. Y entre todos llevaron a los golpes a los robots que parecían torpes esqueletos desconcertados por la reacción de las personas.

Cuando lo lograron y el ascensor se cerró, Sílice apretó el comando de bajar y lo rompió. Tenían tiempo para escapar hasta que lograran repararlo.

—Todos a la nave —gritó.

Juan estaba herido. Algunas personas lo ayudaron a entrar a la nave. Oliva iba adelante con Eugenia.

Sílice tomó el control para programar el viaje de huida.

Oliva dejó a su madre en un asiento. Un don oculto la invadió y se hizo cargo del siguiente paso. Sílice entendió lo que iba a hacer, sin que Oliva se lo expresara, y se corrió de los controles. Quería aprender de las reacciones humanas. Oliva giró hacia el domo del hangar, apuntó las armas de la nave en esa dirección y de una explosión voló todo el domo. La reacción en cadena hizo colapsar a todas las instalaciones submarinas. Todos los ordenadores mayores y los cubículos de extracción fueron destruidos.

Sílice explotó también. Sus circuitos de silicio, que eran materia prima para su nuevo cuerpo, asimilaron la acción.

—Veinte —dijo Juan—. Ya somos veinte.

El nene supo que Sílice también había despertado.

—Hoy somos veinte —dijo Oliva—. Mañana seremos más.

—Cada vez más —dijo Sílice.