Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

Incendie usted la casa

del Castillo, Mauricio

El agente de bienes y raíces abrió la puerta automática con el sonido de su voz. Permitió que el señor Takanopolis entrara primero.

―Como puede ver, señor Takanopolis, el sonido de mi voz activa cada aplicación dentro de la residencia; ya sea abrir puertas, accionar el grifo del agua, encender el horno digital o iluminar la estancia. ―Hizo una pausa para contemplar la expresión en el rostro de Takanopolis y continuó―: Así es: la casa identificará el simple sonido de su voz y obedecerá cada orden, desde preparar una taza de café hasta aplicar un baño termal.

Takanopolis pasó una mano sobre su barbilla, incrédulo. Olvidó por un momento la automatización de la casa y se centró en su aspecto. Deseaba algo diferente, algo que dejara asombrados a sus invitados. Una casa debía destacar, sobresalir, convertirse en un recuerdo fijo de todo aquel que pisara su interior.

Su apartamento en París era amplio, con grandes ventanales que permitían ver una panorámica de la ciudad, incluida la Torre Eiffel. La mansión asentada en la playa de Copacabana poseía un arte cubista y amorfo. Después habitó por largo tiempo una lujosa mansión en Beverly Hills que alguna vez perteneció a un productor de cine, con el cartel de Hollywood a la vista.

Ahora deseaba un castillo nórdico, el palacio de Xanadu, la Casa Blanca, el Taj Mahal o una residencia sumergida en la Atlántida. Deseaba el hogar que sus sueños jamás podrían evocar en ese sitio de fantasía.

―¿Y bien? ¿Qué le parece? ―El agente accionó un botón. Una amplia sección de las paredes se desvaneció y dejó al descubierto lo que parecía ser el interior de un reloj.

Takanopolis se encontró con una sala amueblada al estilo barroco. Había candelabros por doquier y alfombras artesanales de mucho valor. Los dormitorios respondían a pautas personificadas para adaptarse a cualquier época o estilo. La biblioteca contenía cualquier volumen en libro físico o digital. La piscina evocaba al Monte Olimpo con sus pisos y muebles de mármol tallado.

―No lo sé ―dijo por fin el acaudalado hombre de negocios―. La automatización está muy en auge, y la recreación de épocas es algo muy trillado. Me cansa, no me produce ninguna sensación. En realidad yo buscaba algo… distinto. Hoy en día las casas son tan aburridas…

El agente intervino:

―Es la casa de sus sueños, señor Takanopolis. El paraíso personal a la medida de todo aquel que pueda y desee costearlo. Es única en su tipo, se lo garantizo. Lo último en avances tecnológicos. ¿No le interesa?

Takanopolis no estaba seguro de qué responder. El agente se aclaró la voz, y con perfecto dominio de su tono y de sus palabras, continuó:

―No ponga esa cara, señor. No crea que le estoy tomando el pelo. Este es, sin duda alguna, el primer adelanto aplicado al negocio de los inmuebles. Lo asegurará y protegerá de cualquier siniestro, ya sea terremotos, huracanes, incendios o ataques vandálicos. Esta residencia es ciento por ciento segura.

―Aún no hay forma de que me convenza ―dijo Takanopolis con el cejo fruncido―. Digamos que le creo. Digamos que existe la posibilidad de que logre resistir el terremoto más devastador, pero eso no quiere decir que pueda enfrentar un cataclismo nuclear.

El agente sonrió. La hilera de sus dientes era perfecta y blanca como el anuncio de una pasta dentífrica.

―Por favor, permítame hacerle una pequeña demostración. ―Tomó un vaso de cristal y lo hizo estrellar con fuerza en el suelo. El vaso se hizo añicos. Varios fragmentos fueron a dar a todos los rincones de la estancia. Al instante, un pequeño cilindro plateado surgió de la pared a toda velocidad y succionó con fuerza los trozos de cristal. Después se retiró hacía una abertura en la pared sin dejar un solo rastro del vaso.

El agente realizó otra demostración. Por medio de un comando dejó caer en una mesa toda clase de insectos. Takanopolis dio dos pasos atrás sin dejar de contemplar a las alimañas que se revolvían en el centro de la mesa… El agente alzó una ceja de complicidad y oprimió otro comando. La mesa se inclinó cuarenta y cinco grados hasta lograr que la plaga de insectos cayera al fondo de un oscuro pozo. La mesa fue rociada con insecticida y pulida mediante brazos mecánicos.

Takanopolis no lo podía creer. Volvió la vista hacia el agente y se frotó los ojos.

El agente emitió un carraspeo.

―Como puede ver ―dijo―, esta casa resiste cualquier ataque. No tendrá la necesidad de contratar un seguro. Su protección y fortaleza está más allá de cualquier posible siniestro. Y lo mejor de todo es el ahorro de tiempo y dinero.

―Impresionante ―alcanzó a decir el empresario. Sin duda, una casa así dejaría anonadado a cualquier visitante, pensó. No dejaba de asentir con la cabeza a medida que el agente de bienes y raíces explicaba algunos detalles.

Luego de unos segundos, Takanopolis anunció:

―Ya está dicho, joven. Me acaba de convencer. ¿Qué día puedo ingresar?

―En el momento en que usted crea más conveniente, desde luego. ―Al ver cómo el distinguido y acaudalado cliente llenaba el cheque, el agente se apresuró a decir―: Esta misma tarde, si usted así lo desea.

Takanopolis tomó en cuenta la sugerencia. Contrató enormes camiones de remolque y a decenas de personas para realizar la mudanza. No tardaron ni una hora en instalar las pertenencias más valiosas de Takanopolis. Luego de despedirse de ellos, se desplomó en un sillón de acabado turco y sonrió.

Por fin era suyo, a su nombre. Se consideraba un hombre de muchas facetas que improvisaba bajo la marcha para su propio beneficio. Fue tal su júbilo que decidió festejarlo en privado. Bebió vino de la cava mediante un mecanismo automático que lograba sustraer el líquido y derramarlo en una hilera de copas. Por ultimo ordenó con su voz escuchar a Chopin.

Luego de tararear “El vals del minuto” se puso en pie y se dirigió a la ventana. Una enorme y oscura nube recortaba el horizonte; sumía en la penumbra al paisaje y vaticinaba mal clima. Takanopolis gruñó ante la presencia de un tornado. A lo lejos podía observarse como las casas volaban por los aires. Las cercas eran aspiradas como si se trataran de hojas de papel y los automóviles se despegaban del suelo con suma facilidad. Los truenos y relámpagos sucedían uno tras otro mientras la descomunal nube avanzaba y destruía todo a su paso.

Takanopolis no tenía dudas de que la casa resistiría. Los tejados revoloteaban y eran jalados al filo del tornado. En pocos segundos, las ventanas se oscurecieron y permitieron ver pedazos de madera arrancada, árboles rotos, maquinaría comprimida en una planicie llena de sobras.

A pesar del grosor de las ventanas compuestas de vidrio laminado, Takanopolis emitió un gemido y saltó desde su silla. Al poco tiempo, el tornado pasó de largo. Los rayos del sol aparecieron y anunciaron una repentina calma. Sin embargo, la calle principal había presentado severos daños: casas partidas a la mitad, rejas dobladas, autos volcados, barandillas desprendidas, muros demolidos…

Por fortuna, la casa de Takanopolis no había sufrido ningún daño. Continuaba en pie, imbatible. Takanopolis sonrió con plenitud. El mundo podía dirigirse a un acantilado, pero su casa permanecería intocable ante la fuerza de la naturaleza. Se sirvió un vaso de coñac y balanceó sus pies encima de un taburete.

Una hora después se activó la alarma contra incendios. La casa vecina había sufrido las consecuencias del tornado. Poco a poco comenzó a incendiarse por dentro. La columna de fuego alcanzó los veinte metros. Los sistemas contra incendio trataron de sofocar las llamas, pero sufrieron un desperfecto. Chispas brotaban como un enjambre de luciérnagas desprendidas al final de la tarde. El fuego crepitaba en la casa al igual que una leña de campo hasta consumirse poco a poco.

Hubo una explosión. Serpientes de fuego comenzaron a alargarse y a intentar tocar la nueva casa de Takanopolis. Sin embargo la capa aislante de materiales inflamables logró protegerla. El residente se asomó por la ventana y fue testigo de los pobres resultados del incendio.

Volvió a su sillón y continuó escuchando a Chopin desde su moderno sistema de audio. Pidió a la cocina una ternera a la naranja, pan integral en rodajas, sopa de ostiones y un helado napolitano. Se encontraba a punto de terminar su cena cuando apareció la alerta sísmica. Takanopolis amagó con abandonar la casa. Corrió las cortinas y se percató que se trataba de la erupción de un volcán. Una fuerte detonación hizo vibrar el suelo. A pesar de que la casa estaba siendo sacudida por el movimiento telúrico, no existía forma alguna de que los cimientos no lo soportaran y se vinieran abajo.

Luego de unos minutos, el terremoto se detuvo. No obstante la lava corría con rapidez sobre la superficie del volcán. Las calles se convirtieron en ríos de incandescencia sin cesar. Las casas se calcinaron, mientras que sus habitantes miraban con impotencia como su patrimonio desaparecía.

La residencia de Takanopolis recibió sin problemas el paso de la lava. El aire acondicionado refrigeró la casa a toda su potencia para hacerle frente a la excesiva ola de calor. La lava terminó por escurrirse calle abajo, sin provocar daños materiales.

Takanopolis, ya por completo aliviado, tomó una ducha. El sistema de secado exfolió su cutis. Se tendió en una tarima cómoda para recibir una terapia programada con ventosas y masajes.

Lejos de ahí, proyectiles teledirigidos fueron saboteados en el aire antes de tocar tierra. Relámpagos artificiales cubrieron el cielo, uno tras otro, como las respuestas a preguntas que nunca se hicieron. Bombas H y ataques bacteriológicos circundaban como cuervos alrededor de la gente.

Un fuerte zumbido se produjo en el exterior. Takanopolis se asomó a la ventana con el corazón en un puño. Una estela blanca, que aumentaba de tamaño y velocidad, cruzaba el cielo.

Toda la estructura se estremeció por segunda vez cuando estalló la ojiva nuclear. Takanopolis se arrojó al suelo al escuchar un estruendo ensordecedor. Se volvió, aturdido. Una enorme y amenazadora forma cubría el cielo. Takanopolis se quedó helado, paralizado de asombro. Un relámpago de luz cegadora lo rodeó mientras miraba como atontado, clavado en su sitio. El objeto desapareció con suma rapidez.

No ocurrió nada. No se produjo la explosión. La bomba había fracasado.

Entonces se dio cuenta de un horrible descubrimiento.

La casa podía soportar sin ningún problema la furia de la naturaleza y la estupidez humana pero, ¿cuál era la situación respecto a la voluntad del ser humano? No existía ninguna amenaza que pudiera acabar con la máquina, pensó. Era una idea absurda. ¿Cómo era posible que la tecnología se revelara de esa forma contra sus creadores? Por lógica y sentido común, era necesaria la mano del hombre para poner en marcha todo mecanismo, todo proceso y estudio. Circuitos y programaciones dependían de las necesidades y caprichos de su autor. No podía ser de otra manera. El hombre, por definición, debía controlar a la máquina y someterla.

Inquieto por estos pensamientos, Takanopolis se levantó. De un puntapié tumbó el sillón y el sofá. Sin embargo, los muebles realizaron un ajuste en su eje gravitorio hasta colocarse en el lugar que les correspondía.

Takanopolis se dirigió al sótano. Bajó la escalera eléctrica y contempló todo el tinglado principal que hacía funcionar la casa a la perfección. Oprimió botones, comandos, interruptores, palancas, esferas, tactos y manivelas. Escuchó la casa zumbar con excitación. Para su sorpresa, no hubo señal de averías. Buscó la forma de sabotear los mecanismos, crear un cortocircuito o destruir el sistema de una vez por todas.

El agente de bienes y raíces había asegurado que no existía amenaza alguna contra la casa, pero con una férrea voluntad no era difícil deshacerse de los dispositivos de seguridad. A medianoche salió a la calle y regresó acompañado de una caja de herramientas.

Desmontó paneles mediante la barreta, creó arcos eléctricos de punta a punta. Retiró todos los cables que conducían la energía eléctrica y las antenas de señales inalámbricas. Con un mazo hizo un agujero en el recubrimiento. Picó todas las terminales y los controles manuales. Las primeras chispas brincaron. Sus ojos enrojecían a medida que pasaba las horas allí dentro, haciéndole saber a la máquina quién tenía el control.

Hubo un primer cortocircuito y después se produjo un incendio.

Subió las escaleras y encontró la casa fuera de control; vibraba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Las luces rojas de advertencia empezaron a parpadear. Toda la casa se había vuelto loca. Habitaciones giraban alrededor de otras habitaciones. Takanopolis se lanzó sobre los controles al igual que un demente. Cada irrupción suya aumentaba el desastre y el descontrol. No era suficiente, pensó. Tomó el mazo y destrozó muebles y cuadros hasta que no quedó ni una sola pieza completa. Takanopolis, presa de la locura, veía todo aquello como una obra maestra de la imposición humana.

El incendio alcanzó la planta baja. En poco tiempo la casa se convirtió en una llama gigantesca, revelando sus circuitos internos. El calor aumentaba su nivel hasta convertirse en un averno.

La biblioteca se consumió; ni un sólo libro quedó intacto. Toda la estancia había sido reducida a cenizas, sin un solo texto, sin un solo recuerdo de lo que alguna vez se escribió y se imaginó. La sala se ennegreció como un pedazo de carbón sin vida. Las habitaciones crepitaban a un ritmo lento y acompasado, sin que el sistema de seguridad de la casa hiciera algo para impedirlo.

El agente de bienes y raíces apareció. Observó los camiones de bomberos y las ambulancias aparcadas, así como algunas patrullas de policía. No podía creer que la casa se consumiera ante sus ojos. ¿Qué pudo haber ocurrido? se preguntó.

Reparó en la presencia de Takanopolis dentro de una ambulancia, siendo atendido por los paramédicos. Tenía vendados los brazos y le estaba siendo administrado oxígeno en una mascarilla.

El agente se acercó a él y preguntó:

―Señor Takanopolis, ¿se encuentra usted bien?

El empresario retiró la mascarilla de su cara y respondió:

―Sí, estoy bien. Dentro de lo que cabe.

El agente contempló la casa en llamas. No parpadeó ni por un segundo. Su confianza en sí mismo se había derrumbado.

―¿Pero cómo ocurrió todo esto? ―preguntó―. ¡Es imposible! La casa poseía un sistema de seguridad automatizado que…

―Pero no fue así, amigo ―respondió Takanopolis―. Hubo un corto circuito. Quise ordenarle a la casa que apagara el incendio, pero no hubo respuesta. ―Temió que la agencia diera con la verdadera causa del incendio, por lo que se aventuró a decir―: No entablaré una demanda, pero le sugiero que se anden con mucho cuidado. No soy un hombre que suele pasar por alto este tipo de inconvenientes, pero lo pasaré por alto solo por esta vez.

―Si gusta puedo reembolsarle el costo de lo que pagó por la casa ―dijo el agente sin mucho gusto.

―Déjelo así. No quiero perjudicarlo. Sólo verifique sus garantías. La gente no es muy ingenua hoy en día, amigo.

El agente estrechó la mano de su cliente en agradecimiento y se marchó.

Takanopolis observó la casa desplomarse por completo. Sonrió, pero no dejó entrever su satisfacción. Había perdido una considerable fortuna y salido herido. Pero eso no tenía ninguna importancia, no cuando representaba una pequeña victoria del ser humano sobre sus propias creaciones.