Cualquier cosa que no sea la inmortalidad es una completa pérdida de tiempo.
Bender, Futurama.
Cuando era niña siempre iba a pasar una temporada a la Reserva Natural Corporativa junto a mi familia. Mi padre trabajaba para el departamento de Neuro-programación de la Compañía de Inteligencia Computacional y le permitían una vez al año viajar allí para recuperarse de la constante tensión a que estaba sometido, día y noche, en su puesto de trabajo. Y a todos nos servía la experiencia para olvidar, aunque fuera por breves momentos, el asfalto, la vibración de las fábricas de ensamblaje y el aire viciado de la ciudad.
Mi madre decía que aquello era muy bueno y que debíamos aprovechar esas oportunidades para reconectar con la Naturaleza. Existían ya muy pocas zonas verdes a las que pudiera tener acceso la gente común como nosotros, pues en su mayoría estaban muy distantes de las ciudades o se encontraban protegidas por gigantescos domos electromagnéticos, diseñados para preservar la flora y la fauna autóctonas.
A mi hermano Xean se le daba muy bien el tránsito entre el habitual encierro de nuestro cuarto de juegos… o nuestra sala de navegación, o nuestra aula en la primera enseñanza, o todos esos lugares cerrados en que a diario nos movíamos, y aquellos inmensos e inquietantes espacios abiertos de la Reserva. Al momento de llegar se ponía a correr y saltar sobre la hierba, a levantar, admirado, piedras, ramas y hojas que encontraba en su camino o a intentar atrapar cualquier bicharraco que se le cruzara. Reía muchísimo y de inmediato se ensuciaba las manos y la ropa con la tierra siempre húmeda de la Reserva. Mi madre lo miraba enternecida y me incitaba a yo que hiciese lo mismo. Pero para mí aquel cambio era muy difícil, y pasaba bastante tiempo antes de que me arriesgara a pisar aquel suelo irregular y barroso, que tan poca seguridad parecía ofrecerme.
Cuando fui creciendo aquella sensación de peligro inminente que experimentaba cuando estaba fuera de casa se fue haciendo más profunda, hasta el punto de que ya no podía abandonar siquiera mi habitación sin sentir una terrible nausea y visualizar cómo el mundo comenzaba a caerse a pedazos sobre mi cabeza. Mis padres no tenían ni tiempo ni créditos para ocuparse de mi extravagante padecimiento, así que se adaptaron a las nuevas condiciones de mi cautiverio autoinfligido. La idea de la muerte cada vez me aterraba más. Y el cuerpo endeble y defectuoso con el que habíamos sido diseñados los humanos me hacía sentir que tenía toda la razón del mundo en no querer salir. Pensaba que innumerables peligros esperaban acechantes a que yo cruzara el umbral para hacerme morir de la manera más dolorosa y dramática posible.
Este miedo se acentuó luego de la muerte de mi hermano Xean. Tenía él catorce años y participaba en un recorrido escolar por el Museo de Historia Natural cuando ocurrió el atentado de las Valkirias, ese grupo terro-feminista que intentaba llamar la atención sobre el cambio climático y la guerra epidemiológica a través de métodos bastante radicales. Treinta y cuatro personas murieron en el atentado, entre ellos mi hermano Xean. Yo tenía quince y el incidente –como se comenzó a denominar la muerte de mi hermano en el ámbito familiar, a imitación del insulso lenguaje periodístico– me hizo caer en un ostracismo infinito y no volví a salir de mi habitación en meses.
En todo caso, ¿para qué necesitaba salir afuera? En mi habitación tenía todo lo que me hacía falta para comunicarme con el único costado de la realidad que me interesaba: el ciberespacio. Pero aquellas eran épocas anteriores a la inmersión total y la Red aún no producía sensaciones quinestésicas, así que sentía que algo le estaba faltando a mi realidad. Quizás esto tuvo que ver con el despertar de mi apetito sexual. Aunque tardíamente, la curiosidad por saber cómo se sentía otro cuerpo pegado al mío, manos distintas palpando mi piel, piezas desgarrando sutiles membranas y penetrando en mi anatomía, me llegó como al común de los mortales. Las experiencias de sexo virtual, incluso teledildónico, no me eran suficientes. Eso fue lo que me ayudó a llenarme de valor y abandonar la seguridad de mi habitación. Eso y las píldoras ansiolíticas que comencé a comprar on-line.
Tardé en decidirme. Por alguna extraña razón sentía que si me disponía a salir de mi trinchera lo debía hacer por la noche. La oscuridad me iba a proporcionar un aura de seguridad, un abrigo que no iba a tener a plena luz del día. Algo había en los alumbrados públicos y en los neones que hacía que los relacionara con mi protección. Así que en mi primera salida me dirigí, toda nerviosa y con mi cuerpo y mi cara realizando las más incontrolables contorsiones y los más embarazosos tics, a un club underground en donde se reunía gente muy variopinta. Crucé los dedos para que el efecto del medicamento no pasara muy rápido y me dispuse a seguir los pasos de todos los tutoriales que había consultado para prepararme para mi primera incursión en el espacio exterior: «Seis sencillos tips para ligar en un club», «Contacto interpersonal al alcance de todos» o «¿Qué decir, cómo hacer y dónde tocar en una primera interacción con otro ser humano».
Pensé que iba a ser más traumático. Al rato de estar sentada en la barra se acercaron a mí dos tipos. Sus nombres de guerrilla eran Bazuka y Playboy. Se trataba de dos trans que estaban a las puertas de dejar de ser orgánicos del todo. Yo, la verdad, conocía bastante poco de la transhumanidad y no confiaba mucho en los servomecanismos; pero ellos creían firmemente en que, una vez que sus cuerpos pasaran a ser cien por ciento inorgánicos, alcanzarían la trascendencia.
Repetí la visita varias veces. En cada ocasión me resultaba menos difícil llegar allí desde el apartamento al que había resuelto mudarme -una vez que los medicamentos comenzaron a surtir un efecto más prolongado-, pues ya relacionaba el sitio con un sentimiento de confort. Bazuka y Playboy se volvieron mis amigos. Me gustaba escucharlos hablar, me parecían tipos muy simpáticos. A la sexta semana me invitaron a una ciborg-orgía y acepté haciendo un esfuerzo para controlar mis impulsos de regresarme corriendo a casa. Me lancé a la boca una segunda dosis de ansiolíticos y los seguí en silencio por las calles fantasmagóricas del underground de la ciudad.
Llegamos a un antro de mala muerte donde un montón de trans contorsionaban sus cuerpos implantados al ritmo de la música sensorial. Me dejé llevar por la manada y las oleadas melódicas penetraron en mi corteza cerebral y removieron instintos libidinosos. Al rato todos empezaron a manosearse frenéticamente y una alarma se encendió en mi inconsciente. Di brazadas tratando de no ahogarme en el mar de cuerpos que se aprestaban para la bacanal, cuando Bazuka me tomó por los hombros y me llevó a un apartado.
—¿Te sientes bien? —me preguntó con cara de preocupación. —Me he dado cuenta de que estas cosas te ponen nerviosa. No creas que no sé que ahora mismo estás bajo medicación.
Yo puse cara de sorpresa y entonces me explicó que podía leer esas reacciones en mi organismo gracias a sus implantes oculares. Lo miré a sus ojos de ciborg por unos momentos y poco después comenzó a acariciar mi cuello y me besó en la boca. Nos desnudamos y siguió hurgando con metodismo profesional en los rincones de mi cuerpo. Me palpaba, olía y lamía con delicadeza y asombro, como si hubiera olvidado cómo se sentía un cuerpo orgánico. Finalmente me penetró con su miembro servo-modificado y el dolor se combinó en mi cerebro con la música sensorial hasta convertirse en un impuso placentero que me obligaba a moverme de arriba a abajo sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Aunque yo no tuviera un punto de comparación, podía entender que Bazuka estaba haciéndome cosas que un humano común y corriente no hubiera sido capaz de hacer con su mediocre equipamiento. Entonces vino el gemido incontenible, el temblor magnitud cinco en la escala de Richter, el silencio al interior de mi cabeza, la paz.
Terminé haciéndome asidua a esos encuentros. Ellos, los trans, ponían mucho cuidado de tratarme con extrema suavidad, pues sabían que mi endeble cuerpo orgánico era propicio a las rupturas y los desgarramientos, a diferencia de sus fuertes carcazas de fibra de carbono. Cada vez tenía más amigos trans y aunque al principio sus ideas me sonaron muy descabelladas, poco a poco empecé a verlas como una solución definitiva para mi agorafobia. De modo que me armé de valor y decidí comenzar mi proceso de transformación.
Lo primero que cambié fueron mis ojos. Siempre me había molestado tener que estar usando lentes de contacto para corregir mi miopía inoperable, así que no dudé en sustituirlos por un par de implantes que conectaban unas sofisticadísimas cámaras a la corteza visual de mi cerebro y me evitaban tener que volver a preocuparme por ese asunto. Todavía esta era una operación bastante común y prácticamente no se echaba a ver en mi trayectoria hacia la transhumanidad. De hecho, ni siquiera los bioconservadores la tenían agregada a su lista de prohibiciones.
Los bioconservadores se habían constituído como grupo político desde hacía décadas y, en los últimos años, habían logrado ganar cierta fuerza en el Gobierno. Se caracterizaban por ser en extremo retrógrados y se oponían a todas las modificaciones radicales del cuerpo humano que no contribuyeran puntualmente al mejoramiento de la existencia orgánica y constituyeran un desvío hacia lo que ellos llamaban aberraciones morales y éticas. Su poder había crecido tanto en la esfera pública que lograron establecer legislaciones para prohibir e incluso revertir este tipo de intervenciones quirúrgicas.
Sin embargo, estas continuaban realizándose clandestinamente. La transhumanidad, a pesar de las prohibiciones, era un proceso indetenible. Yo misma continué mi transformación ahora con cambios más visibles y drásticos. Suplanté mis brazos humanos por unos robóticos que me permitirían realizar actividades de mayor fuerza y precisión. Lo mismo hice con mis piernas, mi cuello y mi espalda, pues me parecía ridículo seguir cargando con el fardo de aquella carne flácida en proceso de constante degradación. Finalmente sustituí mis pulmones, mi hígado y mi corazón por órganos artificiales con una vida útil prácticamente ilimitada.
No puedo decir que no fuera un proceso complicado o doloroso, pero creo que ha valido la pena. Puede que esté endeudada para siempre, pero para quien tiene la inmortalidad por delante «siempre» deja de parecer un concepto apremiante. Y desde que sé que mi existencia no dependerá del imperfecto recipiente de mi cuerpo orgánico ya no me produce ansiedad enfrentarme al mundo real.
Bazuka y Playboy me han recomendado mucho este club. Es aquí donde se reúne lo más selecto de la ciborg-contracultura de la ciudad; la gente que no teme desafiar a los bioconservadores, los que han continuado clandestinamente la sustitución de su vieja carcaza orgánica por servomecanismos, hasta límites inverosímiles: los verdaderos tipos duros del hardcorp, no los farsantes que aparecen en los documentales y en las noticias de la prensa amarillista. Es por eso que estoy muerta de miedo, porque si al principio me pareció una buena idea hacer mi estreno trans en un sitio como este, ahora estoy empezando a creer que es una total locura.
Me acerco a la barra y pido un chupito de supra-mezcalina. Nunca la he probado, pero la he escuchado mencionar bastante. Antes de que el barman termine de servirme el trago se acerca un tipo. No parece un transhumano, muy por el contrario, tiene todo el aspecto de estos nerds ermitaños que no salen jamás de sus cavernas y que de lo único que parecen saber hablar es de sus tristes vidas inventadas en el ciberespacio. Es por eso que me extraña muchísimo encontrarlo en un sitio como este. Y me desconcierta muchísimo más que me hable con ese tono altanero como si pretendiera ligarme. ¿Es que acaso no ve que soy hardcorp? ¿No se da cuenta de que estoy en un escaño superior en la evolución de las especies? Me provoca hasta un poco de gracia. Hasta que su discurso deja de ser pretenciosamente lascivo y comienza a insultarme profundamente.
—Dime, ciborg, ¿y cuáles son tus planes para cuando todos tus servomecanismos comiencen a volverse obsoletos? Das lástima. Ni siquiera te das cuenta de que has dejado atrás un cuerpo mediocre para entrar en uno aún peor.
Y yo me asusto porque, ante tales desacatos, me he volteado en mi asiento para verle de frente la cara a esta basurita humana y me doy cuenta de que el tipo no ha estado moviendo los labios, que no se escucha salir de su cuerpo ninguna voz. Es como si todas las palabras que me hubiera dirigido pasaran como una onda de alta frecuencia de su mente a la mía. Me sonríe maliciosamente cuando ve que lo he notado, cuando mira la cara de susto que debo tener ahora mismo.
—Ciborg, ¿has escuchado hablar de la posthumanidad y la hipermente? —me pregunta ahora en un tono menos agresivo y más cómplice. —Te engañaron los que te dijeron que el final del camino era ese donde estás parada. Mira, voy a acceder a la zona de tu cerebro que se encarga de tu memoria a mediano plazo. Dejaré allí mis contactos para que puedas localizarme. Si quieres saber más de nosotros los eborgs, no dudes en buscarme. Pero no demores mucho, no sea que mañana se acabe el mundo… digo el mundo físico, el tangible. Porque en ese caso ni siquiera tu carcaza de fibra de carbono te va a proteger. Pásala bien esta noche… ciborg.
El tipo se levanta de la barra y camina hacia la puerta de salida. Me bebo de un trago el chupito de supra-mezcalina que electrifica mis circuitos al bajar por mi garganta. Sin embargo, una familiar nausea se apodera de mi estómago, aún orgánico, y siento como si la realidad que me rodea pudiera caerme encima de un momento a otro y aplastarme. Pienso en el suelo fangoso de la Reserva, pienso en mi hermano Xean asesinado por valkirias vengativas, pienso en el mundo que bien pudiera acabarse mañana. A pesar de ello, unas palabras se repiten en mi cabeza como una letanía. No entiendo qué son, tal parecen unas coordenadas en el ciberespacio. Como hordas de ansiolíticos penetrando en mi flujo sanguíneo su repetición me tranquiliza y me convenzo de que aún puede quedar tiempo para hacer las cosas bien.