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F.M.

Alejandra Fernandez, Silvia

Las vacaciones de Alejandra habían empezado mal. Trastabilló en la calle y se cayó.

Los  médicos dijeron que había tenido suerte.  Que un golpe semejante podía haber sido más grave. Lo peor de todo fue que se había perdido la fiesta de quince de Ceci, su mejor amiga, y que tenía que llevar una bota de yeso hasta la cadera por lo menos durante treinta días. Mientras todos estaban en la playa, ella tenía que estar acostada mirando televisión o leyendo.

Al principio no le disgustó demasiado ser el centro de atención en la casa. Todos la mimaban, y consentían hasta el último de sus deseos. Inclusive Nacho, su hermano menor, quien habitualmente se divertía haciéndola enojar.

Pero, con el paso de los días, la situación empezó a cambiar. Ya no estaban todos tan pendientes de ella; sus amigas ya no venían seguido a verla, salvo Cecilia,  y el yeso ya le fastidiaba demasiado.

— Esto va a ser insoportable, Ceci. Me quedan más de veinte días en cama y ya no sé qué hacer —refunfuñó.

Ceci se rió y extrajo un pequeño paquete de su mochila.

—Te traje una sorpresa. Me regalaron dos para los quince y pensé que a vos te iba gustar tener uno— dijo su amiga.

La cara de Alejandra se iluminó cuando vio un teléfono celular de última generación.

—Y te tengo otra sorpresa ¡No lo vas a poder creer! ¡Vamos a tener una radio local y hoy la inauguran! Invitaron a todos los chicos del pueblo a una reunión y va a venir una banda de rock. ¿Podés creer  que  va a estar enfrente de tu casa, en el local de la ferretería que cerró el año pasado? No sé cómo hicieron para arreglarlo tan pronto sin que nadie se enterara— exclamó su amiga una tarde, tirándose  encima de la cama.

—Lo que no puedo creer es que yo me voy a perder lo único interesante que pasa acá—musitó Alejandra.

—Lo siento, Ale. Me olvidé que vos no podés venir, pero mañana te cuento todo— prometió Ceci, intentando no mostrar la emoción que sentía.

Esa noche se desató una tormenta increíble. Los relámpagos iluminaban la habitación de Alejandra. Una grandiosa nube iridiscente parecía flotar sobre la estación de radio.

Ale se quedó un buen rato mirando por la ventana, extrañada por las luces que parecían salir de esa nube aunque nadie en la fiesta parecía darle importancia. Al contrario, todos parecían estar disfrutando mucho de esa reunión, a pesar de la lluvia.

Pasaron cuatro días sin saber nada de Ceci. A pesar de estar un poco ofendida con su amiga por tenerla tan olvidada, Alejandra decidió llamarla por teléfono.

Una serie de extraños ruidos en la línea dificultaron la comunicación, pero alcanzó a pedirle que se encontraran esa tarde.

Cuando vio a su amiga pensó que a lo mejor había estado enferma, ya que tenía un aspecto lamentable.

—Estoy bien, Ale, solamente un poco cansada. No he podido dormir estos últimos días— explicó.

Alejandra trató de animarla, pidiéndole que le contara cómo había estado la fiesta, pero pronto se dio cuenta que algo extraño pasaba. Ceci no se sacaba los auriculares del teléfono celular y tenía la mirada ausente.

Ale notó que su amiga estaba usando un móvil nuevo, diminuto y con auriculares que se ajustaban a su cabeza de manera perfecta.

— ¿De dónde sacaste ese aparato? Debe ser carísimo—preguntó Alejandra.

Ceci la miró. Tenía una sonrisa en los labios, pero su expresión no era alegre.

—Me lo dieron, es fabuloso, no me lo saco ni para dor… —una mueca de dolor interrumpió su respuesta.

Se  llevó las manos a la cabeza, masajeando sus sienes con un evidente gesto de sufrimiento.

— No  puedo decirte más, por ahora, pero Ellos son maravillosos.  Mañana te traigo un equipo para vos, entonces vas a entender— susurró Ceci.

— ¿De qué me estás hablando? ¿Quiénes son qué cosa?— preguntó Alejandra.

No pudo sacarle una palabra más a su amiga.

Después de llevar puesta la bota de yeso durante treinta y cinco días Alejandra caminaba vacilante. Estaba tan ansiosa por salir, que le pidió a su mamá que la llevara en auto hasta la playa, pero esta estaba vacía.

«Esto es extraño ¿Dónde se habrán metido todos?» pensó, al ver el sitio desierto.

De pronto, comenzaron a aparecer. Todos tenían la misma expresión ausente en sus rostros. Algunos la saludaron, pero sin ningún interés. Nadie se sentó a charlar con ella como antes o a preguntarle cómo se sentía.

Todos se veían cansados, ojerosos. Caminaban decididos hacia un mismo sitio. No necesitó seguirlos para darse cuenta que todos se reunían en el local de la nueva radio de F.M.

 Su pierna le palpitaba sordamente. Tragó un comprimido de codeína y se ahogó. En medio de la tos, pudo ver que ahora iban saliendo cargados con paquetes, herramientas y mochilas.

Todos trabajaban en algo; estaban armando una especie de estructura metálica. Algunos se habían internado en el mar con unos botes y buscaban algo, frenéticamente.

Como su pierna empezaba a molestarle decidió volver a casa. A pesar de tomarse otro analgésico, en realidad el último que le quedaba, esa noche no pudo dormir.

Alejandra estaba convencida que la radio tenía la culpa de todo. Todos sus amigos habían cambiado y no sabía a quién recurrir.

No podía ir a la policía con una historia de excavaciones en la playa y teléfonos extraños, porque se iban a reír de ella. Todos los adultos del lugar parecían no notar nada raro y todos los jóvenes estaban como en trance.

Esa tarde se instaló en un médano con unos prismáticos y un cuaderno para anotar los nombres de todos los que bajasen a la playa.

Para no llamar la atención se puso a escuchar música con el teléfono celular que le había traído Ceci. La F.M. local  no era diferente de otras que escuchaba, pero ella seguía sospechando que estaba involucrada.

Un penetrante dolor de cabeza le hizo recordar que llevaba mucho tiempo al sol y de regreso a su casa pasó por la farmacia a comprar codeína. No pudo encontrar. Alguien había hecho correr el rumor de que había una partida de analgésicos saboteada y que podían estar contaminados.

Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que ella había tomado cantidades industriales de codeína  cuando su pierna le dolía.

Esa noche en su cuarto, comenzó a buscar el nombre de alguien que no estuviera en la lista que había hecho en la playa.

Leandro. Ese nombre le vino a la mente cuando le comenzó a doler nuevamente la cabeza. Leandro era un alumno brillante, pero sufría de constantes migrañas que lo hacían participar poco de las actividades del lugar. Era improbable que él hubiera ido a la fiesta de la F.M. 

Lo llamó por teléfono. Si él también estaba cambiado, lo notaría enseguida.

— ¿Leandro? Hola, soy yo, Alejandra. ¿Podés  venir a mi casa? Necesito hablar con vos.

Lo primero que notó, con alivio, fue que Leandro no traía ningún teléfono celular y que sonreía como siempre.

Fue él quien sacó a relucir el tema.

— ¿Hace mucho que no ves a Ceci?—preguntó casi en un susurro.

Iba a decirle que la había visto en la playa, con los demás chicos, cuando él la interrumpió.

—Vas a pensar  que estoy loco, pero desde diciembre todos parecen actuar en forma rara—comenzó a decir.

Alejandra se recostó en la cama, estirando su pierna. Después de haber caminado tanto, le dolía  mucho.

—Rara es una forma muy sutil de decirlo. ¿Viste lo que están armando en la playa?— dijo la joven.

— ¿Te fijaste que a pesar de estar casi todo el día al sol tienen un color horrible, como grisáceo o plateado? Hasta la forma de sus ojos parece distinta, como oblicuos—aseguró Leandro.

Alejandra se había quedado callada, tratando de comprender qué le quería decir Leandro.

— ¿Vos pensás que ellos están cambiando? Una cosa es que estén como robots armando algo, sea lo que sea, pero... cambiar físicamente. ¿Te das cuenta lo que significa?— la voz de Alejandra se oyó baja, casi inaudible.

— No sé lo que está pasando, lo único que sé es que Santa Bárbara del Mar ya no es como la conocíamos. Mañana voy a ir a hablar con mi papá, él va a saber qué hacer. Todos piensan que él está medio chiflado, pero es un investigador brillante— dijo Leandro, masajeándose las sienes con ambas manos.

 —Mejor me voy. Ya se hizo un poco tarde y además me está doliendo la cabeza. ¿Tenés un analgésico? Yo no consigo por ningún lado— agregó.

Alejandra se enderezó de golpe en la cama como si una corriente eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo.

— ¡Ya sabía que algo me olvidaba! No hay codeína en ningún negocio. Comentáselo a tu papá, quizás sea algo importante. Vos y yo tomamos grandes cantidades durante estos meses.

En la mañana, Ale terminó de tomar un té con leche y lavó las cosas del desayuno. Estaba sola en casa. Su mamá y Nacho estaban pasando unos días en la casa de la tía Beatriz. Ella no quiso ir. Quería averiguar qué les estaba pasando a todos.

« ¡Cómo extraño a Ceci!», pensó con nostalgia.

 Ese iba a ser un verano formidable; habían hecho planes de ir a acampar juntas en el campo de los Morales, ir a fiestas  y además estaban las fogatas nocturnas en la playa.

Tan ensimismada estaba con estos pensamientos que tardó en escuchar el teléfono. No llegó a tiempo a contestar pero escuchó la grabación de un mensaje en el contestador.

— ¿Ale? Leé el diario, página ocho. Después llamame—oyó decir a  Leandro, con una voz nerviosa.

No podía creer lo que estaba leyendo. En la playa de Santa Bárbara, decía el titular, han aparecido enormes cantidades de peces muertos. Además se ha registrado un inusual movimiento tectónico que ha hecho que gran parte de la Barranca del Sur se desprendiera. Se están estudiando las causas de estos fenómenos. Y continuaba  más adelante la nota diciendo que Antonio Ochavez y Juan Francisco Luccini, dos investigadores de la Universidad de La Plata, ya se hallaban en el lugar de los sucesos.

No tardó ni cinco minutos en vestirse. Llamó a Leandro y le dijo que ella iba para la playa.

Nunca se imaginaron lo que iban a encontrar. Montones de peces muertos por todos lados. El desmoronamiento de la barranca había cambiado la fisonomía del lugar. Parecía que había pasado un huracán. Cercano a la orilla había un gigantesco pozo con las paredes de arena cristalizadas.

Encontraron a uno de los científicos tomando muestras de todo. Desde los peces hasta pedacitos de roca. Les sonrió cuando se acercaron.

—Ya me extrañaba que ningún chico viniera a curiosear— dijo, riendo. Ustedes son los primeros que llegan. Pero mejor charlamos después. Tengo que apurarme antes que suba la marea y yo no pueda sacar más muestras de todo esto.

—Pero, ¿por qué no lo ayuda su compañero? En el periódico mencionaban a dos investigadores— preguntó Leandro. 

— Nos dividimos el trabajo. Él está en el barranco. Desde ésta mañana los dos nos sentimos un poco mareados. Yo apenas puedo pensar con claridad por la terrible migraña que tengo. Tomo otras pocas muestras y me vuelvo a La Plata— dijo Antonio Ochavez

— ¡Noo! Queremos hablar con usted antes de que se vaya— exclamaron los jóvenes, al unísono.

Alejandra pensó que debió haberles visto una cara de angustia tremenda, porque accedió a encontrarse con ellos en un bar del centro, a las tres de la tarde.

— Leandro ¿Te diste cuenta que no había ningún chico en la playa? Ni botes, herramientas ni siquiera un pequeño rastro de lo que estaban armando— dijo Alejandra.

Leandro y Ale esperaban ansiosos en el café Marina. No sabían muy bien que le iban a decir al investigador, pero tenían que hablar con alguien.

— ¿Pudiste ir a ver a tu papá?— preguntó Alejandra, mientras mordisqueaba un alfajor, desganada.

— Está de viaje. Forma parte de una comisión investigadora de no sé qué en no sé dónde—dijo Leo riéndose.

A las cinco de la tarde salieron del café. Se cansaron de esperar al científico de La Plata, que nunca llegó.

— Vayamos hasta el hotel donde se aloja. Tal vez no se sentía bien y por eso no vino. ¿Te acordás que le dolía la cabeza?—dijo Leandro.

El hotel Mar y Sol  era un lugar pequeño pero muy atractivo. Desde casi todas las habitaciones se podía ver el mar.  Su propietario solía hacer las veces de gerente, recepcionista y atendía a los pocos clientes que querían consumir algo en el salón comedor. Escuchó la historia de los chicos sobre el investigador que no había ido a la reunión en el café. Preocupado por tener pasajeros que estuvieran enfermos, aceptó abrir la habitación.

La habitación estaba como la habían dejado a la mañana. Las camas estaban tendidas, la poca ropa en el ropero.

— Deben estar todavía en la playa. Todas sus cosas están en la habitación— anunció a los chicos cuando bajó.

Los chicos se miraron aliviados y dando las gracias se encaminaron a la playa.

Al llegar, no vieron señales del investigador.

— ¿Te animás a ir hasta el barranco, Ale? Si te duele la pierna quedate un ratito sentada acá que yo voy y vengo rápido— dijo Leandro.

— ¡Ni loca me quedo sola acá!

No les fue fácil llegar hasta la parte de la barranca que se había desmoronado a causa de la cantidad de rocas y escombros tirados. No quedaba ningún rastro de los dos hombres.

— ¿Qué es eso?— preguntó Alejandra.

Leandro tampoco podía creer lo que veía. Los dos habían crecido en el pueblo y creían conocer hasta el último de los rincones del lugar.

— ¿Vos sabías que existía esta cueva?—dijo Leandro con expresión atónita.

—Esto no estaba acá antes del sismo del otro día. Debe haber quedado expuesta al caer parte del acantilado—sentenció Ale.

    En el interior de la caverna había un cierto resplandor. Alcanzaron a notar que las paredes de esta, eran lisas y parecían emitir una luminiscencia opaca que les permitió recorrer el lugar.

Se asombraron al encontrar el aparato que habían construido los chicos del pueblo, instalado al fondo de la cueva y lo que les pareció más aterrador, fue que estaba funcionando. No es que tuviera luces o que produjese algún sonido, en realidad solamente muy cerca se sentía una vibración constante.

Encontraron una fina lámina de metal que tenía dos figuras humanas junto con algunos círculos y rayas. Alejandra se la guardó en el bolso sin decir ni una palabra. Salieron casi corriendo del lugar.

— ¿Dónde te habías metido?— preguntó Juan, su padre, cuando la joven llegó a su casa.  Creo que te he dicho cientos de veces que me llames para decirme dónde y con quién estás. Además no has estado descansando lo suficiente.

— Perdoname, papá. Estuve con Leandro en la playa. Fuimos a ver los peces muertos, el barranco y todo eso. No me di cuenta de que era tan tarde— dijo Ale.

— ¡Más puntos a mi favor! El barranco es ahora un lugar muy peligroso. Puede que ocurran  más derrumbes. No quiero que vuelvas a ir. Y ya sabía que estuvieron en la playa. A la tarde pasó Carlos Núñez, el que trabaja en el diario. Él me dijo que los vio allá. Quiere hablar con ustedes dos.

— ¿Quién?— preguntó Ale, intrigada.

— Ese muchacho que tuvo aquel problema cuando buceaba. El que quedó sordo— dijo Juan

— Mañana voy a pasar por su casa—dijo Ale, pensando en que no podía llamarlo por teléfono.

A Carlos Núñez siempre le había fascinado el mar. A medida que fue creciendo se fue acentuando su pasión por el buceo.

Vendió la moto que tenía y con un préstamo bancario a diez años, compró un pequeño barco y organizaba excursiones de pesca y buceo. Fue durante una prolongada sesión de buceo que comenzó a sentirse mal. Le dolía todo el cuerpo, en especial los oídos. Estaban sangrando.

Fue rápidamente llevado al hospital y el diagnóstico fue confirmado por todos los médicos que lo atendieron. Sufría de síndrome de descompresión rápida. Le salvaron la vida gracias a que fue inmediatamente derivado a Mar del Plata, donde en la Base Naval de esa ciudad, fue tratado en la cámara hiperbárica. Lo que no se pudo solucionar fue la sordera total producida por la perforación de los tímpanos.

Tardó más de un año en empezar a recuperar la confianza necesaria para iniciar una nueva vida. Atrás quedaron sus sueños de pasar su vida en el mar. Dejó de ir al barco y se dedicó a escribir artículos para el diario local.

Fue él, entre todos los adultos de Santa Bárbara, el único que se dio cuenta de que algo extraño estaba pasando.

— Mañana a las diez  nos vemos en la casa de Carlos Núñez. El que vive cerca del colegio. Ayer nos vio en la playa y quiere hablar con nosotros— dijo Ale, ansiosa.

—Te paso a buscar con la bici, así no caminás tanto. ¿Viste cómo te cuido, no?— dijo Leandro, riéndose.

Era una mañana radiante. A pesar de ser temprano, el sol entibiaba la habitación. Ale se desperezó y encendió la radio. Por más que buscó, la F.M. local no trasmitía. Sólo se escuchaban descargas de estática.

Se dio un prolongado baño de inmersión, se arregló el cabello sujetándolo con una vincha negra, se vistió y perfumó.

« ¿A quién querés impresionar, Ale?», pensó.

Mientras esperaba, Ale trató de imaginar  cómo harían para entenderse con el señor Núñez.

Pero lo que en realidad le preocupaba era el motivo de esta cita.

— ¿Y la bici?—preguntó Alejandra, al ver a Leandro venir caminando.

—Tenía una goma pinchada. Si me ponía a arreglarla, no llegaba más— dijo Leandro.

— ¿Qué te parece que querrá este señor con nosotros? Mi papá no sabía por qué quería vernos.

Caminaron con lentitud durante unas quince cuadras.

—Es allá enfrente— dijo Ale, señalando una casa con las rejas de entrada pintadas de color verde.

Los dos titubearon antes de tocar el timbre. Por fin Leandro se animó y casi al momento un hombre sonriente les abría la puerta.

— Pasen, pasen, no se queden en la calle. Ya sé, se estarán preguntando cómo escuché el timbre y vine tan rápido. En realidad es muy simple, unas luces, distribuidas por toda la casa, me avisan cuando suena el timbre y el teléfono está conectado a mi computadora. Son más sencillas las cosas con algo de tecnología— dijo Carlos, sonriendo.

Carlos los acompañó hasta una habitación atestada de cosas.

—Les traigo un cafecito y vuelvo enseguida. ¿O prefieren una gaseosa?— preguntó.

Los chicos estaban tan nerviosos que se limitaron a asentir. Un inmenso escritorio dominaba el lugar. Por todas partes se veían libros, revistas y montones de carpetas. Tuvieron que sacar pilas de diarios viejos que estaban sobre unas sillas, para poder sentarse.

— Se estarán preguntando cuál es el motivo de ésta reunión. ¿Verdad?  Voy a ir derecho al punto, aún a riesgo de que piensen que estoy medio loco. Por favor no me interrumpan y si tienen algo que preguntarme, lo hacen después— dijo rápidamente.

Se quedó un momento callado, como si no supiera qué iba a decir. Tomó unos sorbos del café que ya se había enfriado y en voz muy baja, les contó una historia que los jóvenes ya conocían muy bien.

—... y al verlos en la playa ayer decidí llamarlos. Ustedes no son o no están igual que todos los demás chicos de este lugar. Los adultos están como ausentes. Nadie comenta las extrañas cosas que han estado sucediendo en Santa Bárbara. Además los dos investigadores que vinieron de La Plata desaparecieron— terminó diciendo.

— ¡¿Qué?!— gritaron los dos chicos, al mismo tiempo.

—Nosotros creímos que estaban trabajando en algún otro lado. Nunca pensamos que les hubiese pasado algo— dijo Leandro.

— En realidad no sé si les ha pasado algo. Ayer me tenían que venir a ver por un artículo que quería escribir para el diario, pero no aparecieron. Aparentemente dejaron Santa Bárbara sin llevarse sus cosas del hotel. En La Plata no saben nada de ellos. Yo ya notifiqué en la comisaría pero tienen que pasar 48 horas para considerarlos desaparecidos— dijo Carlos. Su voz era clara, pero por momentos tenía altibajos de volumen.

Las manos de Carlos temblaban tanto que terminó por derramar el poco café que quedaba en la taza.

—Disculpen mi torpeza. No me explico porque últimamente estoy tan alterado— dijo, mientras secaba el café del piso con una servilleta de papel.

— No tiene que disculparse. Nosotros dos también nos sentimos más nerviosos que de costumbre— se apresuró a  decir Leandro.

Un rumor grave, los sorprendió. Una tormenta comenzaba a formarse. El cielo, hace instantes despejado, presentaba un color gris uniforme. Los tres se asomaron por la ventana de la habitación y se quedaron mirando como una masa verde azulada envolvía al pueblo. Relámpagos fulgurantes salían de esa gigantesca nube y convergían en la torre de la radio. Los tres salieron a la calle corriendo. Había tanta electricidad en el ambiente que se les erizaba el pelo de todo el cuerpo. Ninguno se movía. No podían moverse. El suelo comenzó a temblar y un ruido ensordecedor hizo que Leandro despertara del trance en que se encontraban. Los empujó adentro de la casa.

Los tres recordarían claramente ese día como el principio del fin.

Ya hacía nueve días que esa nube monstruosa cubría el cielo de la ciudad. Alejandra se había pasado horas mirándola y la sentía como un ser vivo. Una gigantesca ameba que  crecía lenta pero inexorablemente. Ya no podía recordar cómo era un día despejado. Todo tenía ahora el mismo color verdoso de la nube.

Al principio las calles estuvieron desiertas. Nadie se animaba a salir de sus casas por temor al temporal que parecía avecinarse. La esperada lluvia, que haría que la nube se desgarrase y desapareciese, nunca llegó.

Las noticias del extraño fenómeno ocuparon la atención de los periodistas por uno o dos días. Pero nadie quería ir a Santa Bárbara a cubrir un reportaje. Todos se sentían enfermos luego de pasar un par de horas en el lugar y pronto dejó de ser noticia. Nadie parecía sospechar que algo anduviese mal, ni aun cuando los adultos comenzaron a desaparecer.

Primero fue Mónica, la mamá de Leandro. Se esfumó sin dejar ningún rastro. Simplemente desapareció mientras preparaba la cena. Ni siquiera apagó el horno, donde un pollo pasó a convertirse en un trozo de carbón. Lo mismo sucedió en casi todas las casas de Santa Bárbara. Nadie sabía si se habían ido caminando o si los habían secuestrado. La única persona mayor que no desapareció fue Carlos Núñez.

Al día siguiente se mudaron a la casa de Carlos. Ellos debían estar unidos si querían sobrevivir a lo que fuese que estaba pasando en el lugar.

Estaban aislados. Las comunicaciones telefónicas parecían interrumpirse cada vez que intentaban pedir ayuda.

José Luis Estevez, el padre de Leandro, estaba preocupado.  Hacía ya casi tres semanas que no tenía noticias de su hijo. Por lo general se comunicaban por teléfono todos los días, salvo cuando él viajaba. En realidad sus continuos viajes fueron el motivo de su divorcio. Pasaba mucho tiempo fuera de casa y no se dio cuenta de que su relación con Mónica había ido cambiando. Cuando lo advirtió ya era tarde. Mónica estaba saliendo con otro hombre. Fue un golpe muy duro ya que seguía amando a su esposa y adoraba a su único hijo.

Después de no haber recibido respuesta a sus correos ni poder comunicarse telefónicamente, decidió no perder más tiempo y viajar a Santa Bárbara anhelando que nada malo hubiera ocurrido.

Cuando llegó al pueblo, hacía casi quince horas que manejaba. Así que atribuyó el mortificante dolor de cabeza y el mareo que sentía, al cansancio.

Se extrañó de encontrar una Santa Bárbara cambiada. Casi todas las casas tenían sus luces apagadas y se veía muy poca gente en las calles.

Al llegar a su antiguo domicilio encontró una nota en la que Leandro le indicaba dónde estaba. Todo esto no hizo más que agudizar la sensación de que algo terrible había ocurrido.

La casa de Carlos Núñez ya no parecía la que él recordaba. Donde antes había ventanas y paredes, ahora había paneles plateados que la hacían parecer un gran pez deforme.

 No alcanzó a tocar el timbre, cuando un Leandro muy delgado abrió la puerta y, de un empujón, lo metió dentro de la casa.

La alegría reflejada en los ojos de su hijo hizo que estuviesen recompensados el viaje y el malestar que sentía.

— ¡No lo puedo creer, papá! ¡Viniste!— dijo Leandro abrazando a su padre.

Carlos se acercó con un vaso de agua y dos aspirinas.

— ¿Cómo sabías que me siento mal? Desde que llegué apenas puedo pensar coherentemente por el dolor de cabeza— dijo José Luis.

— Es una larga historia. Cuando te sientas mejor te contamos todo lo que sabemos— dijo lacónicamente Carlos.

José Luis se frotó enérgicamente la cara con las manos.

 — Leandro ¿Y Mónica? No encontré a nadie en casa.  En realidad no encontré a casi nadie en ningún lado. Sólo algunos chicos—dijo José Luis.

—Su esposa desapareció.  Como también mi papá y todos los mayores de Santa Bárbara, con excepción de Carlos— dijo  Alejandra casi en un susurro.

—Todo comenzó, creemos, cuando llegó  la estación de radio. Al principio fueron hechos aislados pero ahora todo se precipitó. Desde el día en que nuestros padres se fueron... — el llanto hizo que no pudiera terminar de hablar.

Fue Leandro el que terminó de contar todo lo que sabían.

—...y así fue como nos dimos cuenta de que había algo en las transmisiones de la radio que afectaba a todos... salvo que tomaras grandes dosis de codeína— dijo Leandro.

— O que no pudieses oír, como yo— agregó  Carlos.

José Luis había palidecido. No dudaba que estuvieran contándole la verdad, pero no podía creer esa verdad.

Algo más calmada, Alejandra continuó el relato.

—Cuando comenzó a formarse la nube, ni siquiera con analgésicos podíamos combatir el malestar. Al dolor de cabeza que sentíamos en un principio, se sumaban zumbidos penetrantes y visión borrosa. Fue Carlos quien tuvo la idea de aislar ésta casa con paneles acústicos. Es como un estudio de grabación, pero al revés. Evita que penetre en la casa cualquier tipo de onda sonora. Pero ni Leandro ni yo podemos estar mucho tiempo afuera. Pero eso no es lo peor. No podemos irnos de Santa Bárbara— dijo Alejandra, volviendo a romper en llanto. Sus manos desmigaban un pañuelito de papel.

—No nos dejan irnos, tendrías que decir. Quisimos salir en el coche con Carlos, pero ellos no nos dejaron—dijo Leandro.

— ¿Quienes? ¿Los chicos? —pregunto José Luis, incrédulo.

— ¿Quiénes, si no? Si vos vieras a los primeros que cambiaron, nos creerías. Fueron más que amenazantes cuando intentábamos abandonar Santa Bárbara. Acá hay algo que no podemos terminar de entender y que creo que es muy importante. Mostrále la lámina de metal que encontraste en el barranco— pidió Leandro.

José se quedó mirando la placa que parecía de oro.

 — ¿Tenés Internet, Carlos?— preguntó José Luis.

— ¿Saben lo que creo que es esa placa que me mostraron?— dijo José Luis después de haberse pasado un buen rato frente a la computadora.

— Apenas la vi me recordó algo. No puedo asegurar que ésta sea la placa original, pero es idéntica a la que se envió en la sonda Pioneer F. Fue una idea de dos exobiólogos, Carl Sagan y Frank Drake. Ellos lograron que se incluyera en la sonda espacial un mensaje destinado a posibles inteligencias extraterrestres. La Pioneer F salió de Cabo Kennedy en marzo de l972 y seguirá viaje indefinidamente. Fue el primer objeto construido por el hombre que salió de nuestro sistema solar. ¿Quién sabe hasta dónde habrá llegado en estos cuarenta y ocho años?—

— ¿O quién la habrá encontrado?— agregó.

Las cosas empeoraban. Dependían de Juan Carlos para que los abasteciese de todo lo necesario para subsistir, ya que era el único que podía andar por la calle sin sentirse mal.

—No sé qué haríamos si no fueras sordo— dijo Alejandra, como al pasar.

Juan Carlos esbozó una sonrisa.

—Es la primera vez en mi vida que mi discapacidad es motivo de tanta alegría—bromeó.

— Lo cierto es que no podemos seguir encerrados, esperando cuál será el próximo paso que den. ¿Se dieron cuenta de que estamos como aletargados? No hacemos más que dar vueltas por la casa— concluyó diciendo Carlos.

José Luis salió del baño envuelto en una bata.

— ¿Han intentado comunicarse con ellos?—preguntó.

Alejandra se encogió de hombros. Estaba cansada; el encierro le estaba afectando. A veces sentía deseos de salir corriendo a la calle y que pasara lo que tuviese que pasar.

— Solamente al principio de esta pesadilla, cuando todavía no habían cambiado tanto. Ahora creo que ya ni hablan. Además tengo que reconocer que me dan miedo. Jamás pensé que podría llegar a sentir miedo de Cecilia. Siempre la consideré  como mi hermana. Pasamos tanto tiempo juntas que la conocía a la perfección. Me encantaba hacerle bromas, ya que ella nunca se daba cuenta de cuando yo estaba mintiendo. No entendía cuando yo hablaba en doble sentido y ahora…ya no la conozco— dijo Alejandra temblando. La angustia la estaba desmoronando.

José Luis se quedó callado, como si estuviera a kilómetros de distancia.

— ¿Te animarías a intentar engañarla  nuevamente?— preguntó José Luis. Si todavía hay algo de humano en ella, quizás  puedas lograrlo.

— ¡Ni lo pienses! ¿Y qué conseguiríamos después de todo? — gritó Leandro.

— Información sobre ellos y tal vez una manera de salir de este pueblo. Además no te corresponde a vos decidir si Ale quiere ir o no. ¿Son conscientes de que si seguimos aquí adentro es muy probable que muramos todos? Es solo cuestión de tiempo para que encuentren la manera de capturarnos o de hacernos desaparecer—dijo José Luis.

Alejandra se había puesto pálida. Con paso tembloroso se dirigió a la cocina y volvió al cabo de unos minutos.

— Voy a ir. Por lo menos es una oportunidad de hacer algo— dijo decidida.

Alejandra estuvo dos días saturándose de grandes dosis de codeína. Ya casi no tenían reservas de analgésicos y todos soportaron las molestias de no tomar nada para cedérselos a ella. Juan Carlos le hizo unos tapones con parafina, parecidos a los que él usaba cuando buceaba. Tenían en mente un plan, pero dependían de la reacción de Ale a las radiaciones sonoras.

Carlos y Alejandra salieron al mediodía, momento en el que parecía haber menos personas por las calles.

—Creo que les afecta el calor. Su piel es tan delgada que el sol debe molestarles bastante— sentenció Carlos.

No podían caminar demasiado rápido  a causa de Alejandra. Parecía como borracha y no coordinaba las palabras.

—Esto no va a funcionar—dijo la joven.

—Ya falta poco para llegar. Ya se ve el muelle. Menos mal que no se les ocurrió destruir mi barco. ¿Ves que no son tan perfectos? — dijo Carlos, en un intento por animarla.

Alejandra tuvo que sentarse a respirar una vez que subieron al barco.

—Pareciera que en el agua hay menos radiación, pero sigo sintiéndome mal— dijo Alejandra, sosteniéndose de una barandilla, para no caerse.

— Tenemos material para armar tres artefactos, dos más chicos y el grande para la cueva. Yo voy a ir a la estación de radio y cuando escuches las detonaciones, hacés explotar la cueva. Quedate tranquila. Va ha haber tanto revuelo en la ciudad que no vas a tener problema— dijo Carlos, acariciándole el cabello, para tranquilizarla.

Alejandra tenía los ojos llenos de lágrimas. Sabía que él se estaba arriesgando por salvarlos. Respiró profundamente intentando controlar el nerviosismo que sentía. Era consciente de que todo dependía de ellos dos.

Carlos la acompañó hasta la escalerilla del barco. Se abrazaron pero ninguno dijo nada. Al llegar a la playa, Carlos se volvió y le sonrió levantando el pulgar  de la mano derecha. Ella lo saludó igual.

No le costó trabajo manejar la embarcación. La acercó lo más que pudo a la cueva y se sentó a esperar. Por su mente pasaban imágenes de su familia, de Leandro y de su vida anterior. Nunca ya nada sería como antes. Todas las cosas que antes la desvelaban ahora le parecían tonterías. ¿Pudo realmente alguna vez preocuparse  por un examen o por lo que se iba a poner en una fiesta? Le parecían cosas tan lejanas y ajenas, como si le hubiesen pasado a otra persona.

El ruido de una explosión la sacó de estos pensamientos. Se preparó a bajar del barco. En realidad tendría que nadar hasta cueva y ahí fue cuando escuchó una segunda explosión acompañada de un sonido que la hizo estremecer más que el agua fría. Era como el grito de un animal herido, pero que gritaba con voces humanas. No se detuvo a analizar qué era. Sus únicos pensamientos eran llegar a la cueva sin ser vista y tratar de que no se estropease la bomba.

Trepó unas piedras y se adentró en la caverna. Todo estaba como cuando la habían visto con Leandro. Puso el explosivo encima de la  máquina, que seguía funcionando, y se alejó con rapidez. Pero no fue lo suficientemente rápida. La onda expansiva de la detonación la hizo volar por los aires. Su último pensamiento, antes de ser sepultada por las piedras que volaban, fue para Leandro.

José Luis y Leandro oyeron las explosiones y corrieron a la calle. Vieron a  sus amigos y conocidos que boqueaban como peces sacados del agua.

—Ya no pueden lastimarnos. Se están muriendo— dijo José Luis.

Llegaron hasta la emisora de F.M. y vieron a Juan Carlos agonizante. Sangraba por los oídos y la nariz. Un grupo de chicos lo había atacado después de la primera explosión. Lo habían despedazado. Pero, aún sangrando por las múltiples heridas que tenía, pudo activar el segundo explosivo.

Leandro lo tomó en sus brazos  y acunándolo le  murmuró  palabras de consuelo. La sangre de Carlos iba tiñendo de rojo los jeans de Leandro. Lo abrazó aun más fuertemente.

—Les ganamos. Juntos pudimos—fue lo último que dijo Carlos, antes de morir.

Llorando, Leandro le cerró los ojos y sus pensamientos se dirigieron hacia Alejandra.

Corrieron hasta la playa, a la gruta. Al principio no la vieron. Lo que había sido la caverna, era ahora un montón de piedras desparramadas. Fue José Luis quien encontró a  Alejandra  bajo una capa de escombros.

— ¡Aun respira, está viva!—gritaba, llorando y riendo a la vez.

Rápidamente la llevaron hasta el hospital de Costa del Sol, la ciudad más cercana a ellos. Alejandra seguía inconsciente cuando ingresó.

—Si algo le pasa no podré perdonármelo—dijo Leandro.

— No puedo decirte que no te preocupes, pero ella es joven y fuerte— dijo José Luis, abrazando a su hijo por los hombros.

Cuando Alejandra se despertó estaba nuevamente enyesada. Aunque ahora no era solamente su pierna, sino también su brazo derecho y tenía un cuello ortopédico que le impedía moverse mucho.

—Parecés una momia, ja, ja, ja — bromeó Leandro.

Visiblemente dolorida, Alejandra preguntó por Carlos.

—El murió en la explosión—le dijo José Luis. Omitió darle detalles de la horrible suerte corrida por su amigo.

—Ahora tenés que pensar en vos, mejor dicho en nosotros—dijo Leandro, con una sonrisa.

Cuando salió del hospital, Alejandra fue a vivir con Leandro y su padre. Eran los únicos con los que podía compartir su vida. Y sus pesadillas.

Solamente cuando Alejandra le dijo que estaba embarazada decidieron casarse.

—No querrás ser una madre soltera— bromeó Leandro abrazándola.

— No pienso pelearme con vos por eso—dijo riendo Alejandra. Pero te aseguro que sí pienso elegir el nombre del bebé. Se llamara Carlos si es nene y si es mujer será Cecilia.

Alejandra y Leandro temían por su bebé, ahora todo les daba miedo.

Pero se tranquilizaron al saber que el único problema que había es que no era uno sino dos los hijos que iban a tener.

— ¡Mellizos! Cuando yo hago algo, lo  hago en grande— dijo Leandro, ufanándose.

Poco a poco fueron olvidándose de los acontecimientos pasados. En realidad ninguno hablaba del tema para no hacer sufrir al otro. Las heridas de sus corazones empezaban a sanar.

Ninguno de los dos olvidaría el día en que nacieron los gemelos.

Los bebés tenían  grandes ojos rasgados y un horrible color gris verdoso en la piel.

La verdadera invasión extraterrestre, había comenzado.