Le conocí en la cárcel, y aunque fui el único de allí a quien habló con algo parecido a la confianza, nunca acabé de acostumbrarme a él. Me aterraba cuando emergía silencioso y por sorpresa de entre las sombras. Mis nervios se deshacían con el sonido de su voz, entrechocar y roce de placas de pizarra ("Hola. Llámame Esssefoe. ¡Klaj! Esss un chissste mio. ¡Klaj, klaj!"). La mirada fija y atenta de esos ojos sin iris escocía, puedo jurarlo. Su cuerpo, bajo la seca, áspera y albina piel, no era más que un armazón de cables de acero que se contraían y estiraban con engañosa suavidad, como ocultando su fuerza prodigiosa. Pero sobre todo me horrorizaba el contraste de ese físico demoniaco con la inteligencia viva y sarcástica encerrada en su interior.
Quizá se acercó a mí por ser, como él, un elemento discordante dentro del conjunto de delincuentes comunes que poblaba el presidio. En mi caso la diferencia se debía a mi condición de infeliz sin ninguna relación con el mundo del crimen. Una vez pretendí ser más listo que nadie al participar junto a otros sinvergüenzas –más sinvergüenzas y más listos que yo- en un fraudulento negocio. Tal cual planearon, mis socios se embolsaron unos cuantos millones mientras yo, perpleja cabeza de turco, ingresaba en prisión para cumplir una larga condena.
Recién cruzado el portón pude percibir el enrarecido ambiente que se respiraba allí dentro. El pavor a la vida en la cárcel, que me dominaba desde el mismo día del fallo, creció y me hizo andar con mil ojos, atento a todos y a todo. Sin embargo tardé mis semanas en descubrir las causas de tanta tensión. Se trataba de un conflicto encubierto, pero había una guerra tras aquellas cuatro paredes. Los contendientes eran, por un bando, la práctica totalidad de la población reclusa; por el otro, Esefoe. Se manifestaba esta guerra en acciones aisladas: un día los presos del Pabellón C se despertaban con el estómago llagado a causa de la ingestión de algún raro veneno durante la cena. Al otro, medidas provocaciones privaban a Esefoe de sus salidas al patio durante un tiempo, lo que aprovechaba el enemigo para reorganizar sus fuerzas. Los funcionarios no intervenían, excepto alguno a nivel personal. Ya digo: se mantenían distantes, conscientes de que aquello no iba con ellos, satisfechos del orden implícito que se desprendía de la situación y les facilitaba el trabajo.
La ambición de Esefoe consistía en convertirse en el exclusivo administrador de toda la droga que entraba en la cárcel. Buscaba controlar en solitario el negocio, algo que no admitían los jefecillos de los distintos clanes, obligados a unirse para luchar contra el enemigo común. He de insistir en este punto: Esefoe estaba solo. No era el cabecilla de ningún grupo, no formaba parte de un clan, no tenía amigos, ni simpatizantes. Lo indiqué al principio: era un monstruo, y sus capacidades, sobrehumanas. No había quien no le temiera, aunque entre los directamente afectados por sus acciones -es decir, la mayoría de los reclusos- generaba tanto miedo como odio. Miedo más odio. De retorcido y canalla, daba la impresión de que buscara ese preciso efecto, cosa a la que yo no veía sentido. Cuánto más fácil le habría resultado hacerse el amo de la prisión sin aquel acicate de rabia que impelía a sus enemigos a superar el miedo y pasar al contraataque.
¿Cómo describir entonces la angustia que sentí al constatar que buscaba mi compañía? Aparecía de repente y me hablaba y hacía chistes: cotorreaba. Yo escuchaba y temblaba. Temblaba porque en su interés creía ver connotaciones sexuales. Temblaba además porque mi seguridad estaba amenazada como supuesto amigo de Esefoe. Pero ni éste demostró tener nunca inquietudes amorosas, ni el resto de mis compañeros aparentó ver utilidad alguna en mi muerte.
Tenía ahora, desde mi posición aproximadamente neutral y orientado por los comentarios que sobre el tema dejaba escapar, una nueva visión sobre su guerra. El objetivo que se había fijado no era el sometimiento del adversario. Esefoe avanzaba y retrocedía, entregaba terreno ya conquistado para volver a conquistarlo de nuevo. Se dedicaba a mantener el statu-quo, un delicado equilibrio cuya existencia dependía de toda su habilidad y dedicación. Era tan sutil, tan sumamente hábil, que nadie se percataba de la verdadera complejidad de sus maniobras. Era el maestro titiritero, que con planificación y esfuerzo controlaba todos los hilos.
Primero supuse que en tanta intriga no veía más que un gran juego, estricta diversión para su naturaleza morbosa. Pero a medida que me iba entregando su confianza -¡que yo no pedía, por cierto!-, iba revelándome sus recuerdos, sus secretos. Supe de ellos que Esefoe no siempre había sido la odiosa alimaña blanca que me hacía enfermar con su sola presencia, y al reconstruir a base de fragmentos la historia de su vida comprendí la necesidad que le empujaba a crear y conservar su particular estado de las cosas. Con todo, no he llegado todavía a compadecerle. A su perversa manera era feliz, más que ningún otro individuo a quien haya conocido.
Nació sin sangre. El líquido que le corría por las venas era rojo, espeso y cálido; tenía en su composición hematíes, leucocitos y plaquetas; transportaba oxígeno en una dirección y devolvía por la otra dióxido de carbono; funcionaba como sangre, vaya, pero no lo era. Imposible explicar de otra manera su carencia de empuje, dinamismo y ambición; su abulia, su desgana, su infinita apatía.
Por suerte la madre era una mujer luchadora. Al darse cuenta de que su hijo había heredado, afinados y aumentados, los peores rasgos del difunto padre, consagró su vida a evitar que la del chico se hundiera a plomo en aquella abismal desidia. Siempre detrás suyo, suplió con palo su falta de energía. Fue una labor agotadora y constante que acabó dando sus frutos. Sólo por evitar esos nudillos pelados y, más mayor, la terca e irreducible insistencia de la viuda, estudió hasta obtener el título de bachiller.
Entre el trabajo que le daba el muchacho y el del comercio que llevaba a medias con una amiga, a la briosa mujer se le estropeó la salud. Alarmada por cómo le menguaban las fuerzas, aprovechó la primera oportunidad que tuvo para proporcionar a su hijo un empleo fijo, haciendo que concursara en unas oposiciones a la administración del estado. Hacer que aprobara el examen de ingreso se convirtió en su última y más desesperada batalla. Nada más enterarse de que le habían adjudicado un puesto en una oficina cercana a casa murió exhausta, consumida.
De modo que nuestro huérfano quedó así: con un piso, un empleo y un dinerillo por la parte del negocio correspondiente a la madre. En las primeras semanas la conmoción por el fallecimiento y las exigencias del trabajo, toda una vuelta al calcetín de su vida, bastaron para mantenerle activo. Poco tardó, sin embargo, en retornar a su habitual estado de letargo melancólico, del que no le era posible escapar por sus propios medios. Una mañana en la que estaba especialmente abatido se sintió incapaz de seguir un minuto más tras la mesa de atención al público. Ante el asombro de sus compañeros abandonó el edificio y se fue a casa. No se acordaba de que aquel día estaría allí la chica de la limpieza, mujer joven que faenaba en la vivienda un par de horas por semana desde hacía ya unos años, cuando la madre decidió que no podía con todo: trabajo, hijo, hogar. Al abrir la puerta le sorprendió, pues, un olor dulzón y algo picante. Extrañado, siguió el rastro del aromático tufo. En la cocina encontró a la asistenta apoyada en el fregadero con un cochambroso y retorcido cigarro entre los dedos: se estaba fumando un porro de marihuana bien cargadito. Observó con qué deleite aspiraba el denso humo, y pensó que no sería mala cosa probarlo. La muchacha se llevó un buen susto al notar una mano inesperada sobre el hombro. A petición del chico lió un nuevo pitillo y se lo ofreció. El efecto que le produjo le sorprendió. Se sentía fuera de sí. Oía sus pensamientos como murmullos ajenos, ecos devueltos por paredes intangibles. Era cautivante. Tras la calada final miró los restos del cigarro, miró a la mujer, y le pidió más.
Al día siguiente volvió al trabajo. Aceptó sin una queja la reprimenda. No importaba. Ya sabía dónde comprar hierba. Había pasado la tarde anterior liando canutos, y en la pitillera llevaba una provisión para pasar la mañana. En lugar de comer bocadillo, fumó; en lugar de tomar el cafelito, fumó; en lugar de ir a por una Pepsi, fumó; en el lavabo, fumó. Y así sería durante las jornadas siguientes. Pero la novedad se convirtió rápidamente en rutina. Pronto volvió a estar como siempre: desencantado y deprimido. Ni la marihuana ni el hachís le ofrecían más consuelo. No es de extrañar pues que, igual que en la fábula que todos los padres cuentan a sus hijos adolescentes, diera un paso -o un traspiés- adelante y probara nuevas y más peligrosas sustancias. Se repitió el ciclo del ánimo y el desánimo. Con una salvedad. El eclipse de la fascinación no le dejó esta vez vacío. De repente, un poso de química en las entrañas empezó a tirar de sus tripas con fuerza insostenible. De repente, una necesidad artificial, de dimensiones cósmicas, cubrió el cielo y se convirtió en su mundo.
Naturalmente perdió el trabajo. Subsistió una temporada con el finiquito y el dinero de la tienda hasta que gastó la última calderilla en la penúltima dosis. Luego no le quedó más opción que buscarse la vida en las calles, a lo que saliese.
Y qué triste. Como tantos otros, se iba a hundir en un cieno de lágrimas y polvo de asfalto que le asfixiaría hasta apagarse, hasta morir. ¿Verdad? Pues no. De hecho, todo lo contrario. En lugar de acabar con él, la droga le transformó. Una vez aclimatado, esto es, cuando dejó de resultarle ajeno el territorio en el que ahora se encontraba y pasó a parecerle extraño su antiguo mundo, reconoció en la dosis diaria un estímulo antes que un castigo. La necesidad surgía de su interior de forma tan imperiosa y persistente como para no darle respiro, y le sabía a gloria. Si bien de una manera alterada, por fin estaba motivado. Por fin la existencia tenía un sentido.
En la lucha diaria para calmar el hambre artificial que le hostigaba y a la vez le hacía fuerte halló placer malsano. Se volvió peligroso y feroz, egoista e inmoral hasta rebasar todo límite. Al mismo tiempo que perdía sus escrúpulos iba perdiendo humanidad, literalmente: en un proceso único su metabolismo, tan marciano como su propio temperamento, reaccionó a la droga y a la vida rapaz transformándole poco a poco en la criatura temible que se llamaba a sí misma Esefoe (un guiño a su pasado, representado por los tebeos con los que su madre, por la vía amable, trataba de excitar su interés hacia el mundo); una criatura sin pelo ni vello, de piel rasposa a fuerza de arrastrarse a través de alcantarillas angostas; decolorada por vivir de noche u oculta en las sombras; correosa y seca, nervuda, casi cadavérica de comer sin ganas sólo lo justo; y sobre todo vigorosa, rápida y ágil como una rata arborícola, habituada a colgarse, trepar, saltar de edificio en edificio, escapando de la policía o persiguiendo a cualquier yonqui.
Este modo de vida colmaba y agotaba a Esefoe a partes iguales. Desgraciadamente carecía de la omnipotencia que sus víctimas le atribuían. Se veía obligado a cambiar continuamente de escondrijos y estrategias, siéndole imposible retirarse, desaparecer y descansar. Debía mantenerse siempre en movimiento, pues tanto o más vital que la droga le resultaba el esforzado proceso de conseguirla. La búsqueda. Era éste el motor y combustible de su voluntad, la esencia de su renovado ser.
Así que elaboró sus planes y se dejó atrapar por la policía. En prisión tendría todo controlado. Sabiendo quién entra y quién sale podría hacer y deshacer a su antojo. Encerrado en un escenario definido por sus propios límites dirigiría la obra que representarían para su solaz unos actores inconscientes de serlo. La droga, circulando a cuentagotas, le aseguraba la tensión y las confrontaciones que le mantendrían activo.
Actuando con inteligencia ante los tribunales evitó el internamiento en un hospital siquiátrico, a lo que parecía abocarle su aspecto deshumanizado. Logró, por lo tanto, que le trataran como el ser humano que ya no era y dio con sus huesos en la cárcel, tomando de inmediato posesión de ella.
Esefoe seguía reinando allí cuando al término de mi condena abandoné el centro. Las noticias de los recientes desórdenes en la prisión, saldados con numerosos muertos y reclusos fugados, me han hecho recordar, por último, sus proyectos para el momento en que se cansara de estar tras las rejas. Hablaba de la costa cantábrica, del contrabando y los grandes capos del narcotráfico. Sonreía evocando persecuciones nocturnas por el mar embravecido: lanchas de la policía aduanera cargando contra las planeadoras de los traficantes, imágenes golosas que despertaban sus descarnados apetitos. Sin duda ahora está fuera, descansado y codicioso, listo para enfrentarse de nuevo contra todos. Sólo espero, rezo por ello, que antes de tomar camino del norte no se le ocurra pasar a visitar a los antiguos amigos.
Alboerto Moreno Pérez, autor del número 53 de la colección Espiral Ciencie Ficción "La edad del vuelo", y tambien es autor de otra novela autopublicada en Amazon "Dentro / Fuera" ( http://www.amazon.es/DENTRO-FUERA-Alberto-Moreno-P%C3%A9rez-ebook/dp/B00J2EIVCY/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1401210654&sr=8-1&keywords=Dentro%2FFuera ).