I
La noche estaba especialmente oscura sin la luz de la luna como guía en el cielo, la cual se había apagado en el horizonte unas horas antes. Las débiles llamas de las antorchas apostadas en las atalayas daban la suficiente claridad, sin embargo, para vigilar las inmediaciones en busca de errantes. Tanta oscuridad alarmaba un poco a Almandro. Pero cuando alzaba la vista, quedaba fascinado con la inmensidad del espacio, con sus pinceladas azul-violáceas y la miríada de puntos luminosos que lo pueblan, por lo que le gustaba esperar un poco antes de reavivar el fuego de sus antorchas. Extrañamente, aunque el cielo siempre había estado ahí, jamás le había prestado atención hasta ese momento. La vigilancia se había vuelto monótona y el suelo no ofrecía un paisaje demasiado atrayente. Además, lo conocía de sobra: escombros, fogatas, ratas y demás alimañas correteando de un lado a otro, más escombros… De alguna manera, Almandro se sentía más seguro y en paz allí arriba, a 30 metros de altura sobre un andamio de fierros oxidados, que en suelo firme. Allí estaba más cerca del cielo y de las imperecederas estrellas, y más lejos del inestable y derruido mundo que habitaba todos los días.
Cuando calculó que faltaba aproximadamente una hora para que terminara su turno, Almandro se irguió, tomó la leña, alimentó las antorchas para que brillaran más que nunca y empezó a actuar como si hubiera pasado toda la noche en absoluta guardia. De esa manera creía mostrar a sus superiores que hacía buena letra, cuando traían a su relevo. Sin embargo, para la O.L.A. seguía siendo un soldado entre muchos, un número más para hacer bulto y así asustar al Gobierno y disuadir a otros grupos armados de tomar el poder antes de que ellos lo hicieran. Todavía era de noche, pero Almandro podía sentir el sol acercándose al horizonte. Era un cambio sutil, pero se podía notar cómo el negro profundo se aclaraba lentamente.
A lo lejos, como a 500 metros, se veía difusamente un errante caminando a nivel del suelo. Era un hombre de unos treinta años que avanzaba a un metro sobre el pavimento, como en una plancha invisible. Aun en las penumbras era fácilmente detectable por su mancha de luz, que en este caso cubría completamente su hombro izquierdo y lo hacía brillar en un tono blanco amarillento particular. El resto de su cuerpo desnudo era del color grisáceo claro característico. A cada paso, dejaba un pequeño agujero donde había “apoyado” el pie, y cuando algo se le atravesaba, como un poste de luz antiguo, el objeto simplemente era desplazado hacia un costado, como si el hombre estuviera vestido con un manto invisible e intocable.
“Por fin uno que al menos corre los escombros que ocasionan los otros”, pensó Almandro, mientras el errante se abría paso entre un edificio derrumbado, creando un nuevo pasaje. Era todo un espectáculo, cuando no ponía en peligro la vida del espectador: el concreto, acero y vidrio eran empujados suavemente pero con una fuerza inmensa. La materia se molía a su alrededor a medida que avanzaba, y todo lo que estuviera por encima de su cabeza le caía con todo su peso, deslizándose para todos lados a una velocidad cada vez mayor. Al ver que la cantidad de escombros que disparaba el errante era considerable, Almandro se apresuró a sonar la campana una vez para indicar que existía una amenaza leve. Luego sonó cinco veces más para indicar que el errante se encontraba a 500 metros de su ubicación. Repitió el ciclo unas diez veces más hasta que el errante llegó a una zona despejada.
¡Echeverría! —gritó alguien desde el suelo unos minutos más tarde. Era su sargento—. ¡Tu relevo!
Almandro bajó con rapidez y habilidad por entre los caños del andamio. Cuando estuvo lo suficientemente cerca del piso dio un salto y cayó justo enfrente de su compañero vigía. Éste se limitó a estrechar su mano y a trepar la atalaya sin decir una sola palabra. El sargento Caretti lo miró ascender y cuando hubo llegado a su posición, se dirigió a Almandro:
—¿Amenaza de nivel uno a 500 metros?
—Sí, señor. Varón, treinta años, mancha en el hombro izquierdo, por lo que pude observar.
—Marque en el mapa su última ubicación conocida —dijo Caretti, a través de su espeso bigote, mientras sacaba un abultado rollo de cuero de su morral. Lo desplegó en el suelo y se puso en cuclillas.
—Avenida 5, calle 11.
—Bien —el sargento ubicó una hoja de tilo recortada rudimentariamente en forma de “F” entre las demás y quitó cuidadosamente el alfiler clavado paralelamente al cuero que la sostenía. Luego la pinchó donde Almandro había señalado y se volvió hacia él—. Ya está. ¿Usted es al que transfirieron hace poco, no? Le informo: éste es bien conocido. Le decimos “Franco”, por el hermano del cabo Pulqui, que dice que se parece de cara. ¡Qué despojo hinchapelotas! No hace más que dar vueltas e ir y venir entre sectores. En fin. Mejor tenerlo vigilado. Tiene buena vista, soldado. Buen trabajo.
Caretti enrolló el mapa de cuero, se puso de pie y gritó al hombre que ahora ocupaba el puesto de vigía:
—¡Monzón! ¡Manténgame informado del paradero del errante! ¡Mientras pise este sector, es responsabilidad nuestra!
—¡Sí, señor! —se escuchó la voz apagada desde el andamio.
—Bien, bien, bien. Voy a inspeccionar e informar a las patrullas. Y recién empieza mi día. Movidita la vida de soldado, ¿eh? —le dijo Caretti a Almandro, que se limitó a asentir—. Suerte la suya que su día ya terminó. Vaya, descanse pero esté atento. Puede que lo necesitemos para vigilar al errante.
—Sí, señor.
El sol comenzaba a bañar la avenida principal y ya se sentía que iba a ser un día caluroso y húmedo. Almandro caminaba hacia su tienda sin apuro. Estaba cansado pero le gustaba tomarse su tiempo para contemplar la escena que cada amanecer pintaba en aquella pila de escombros y chatarra en la que vivía. Cuando Almandro nació, los errantes habían llegado hacía rato, así que nunca supo cómo era la vida en las ciudades de antes. Sin embargo, siempre se entretenía imaginando las calles limpias, la gente yendo y viniendo, los edificios en una pieza y tan altos que no se llegaba a ver dónde terminaban… En el fondo, sabía que no debía ser así; que seguramente era todo una mierda igual, pero no le importaba. Le asombraba lo radicalmente diferente que era la vida en aquél entonces, considerando que habían transcurrido ya unos 150 años desde la singularidad. Siempre se detenía en una inscripción grabada en un pedazo de mármol que decía: “9 de julio” y pensaba qué pudo haber pasado en esa fecha para que valiera la pena escribirla en piedra. También se preguntaba si para sus antepasados aquel lugar tenía tanta importancia como para la O.L.A. ahora, que habían renombrado el camino como “Avenida 1”. Servía de punto estratégico vital para apostar andamios de vigilancia y para movilizar patrullas y recursos a lo largo del Centro de norte a sur; lo mismo que la Avenida 6 y la 10 en el eje este-oeste.
Al llegar a su tienda se desplomó sobre su manta sin siquiera saludar a sus compañeros, que recién se levantaban. Tampoco tenía mucho trato con ellos; sus horarios siempre iban a contramano de la mayoría, así que poco podía compartir con ellos más que el techo de cuero bajo el que dormían. Con quien sí tenía ganas de hablar era con María, la vigía del andamio 6/B. Día por medio le asignaban la cocina en el mismo horario que a él, aunque a veces estaban en secciones distintas. Habían charlado un par de veces mientras realizaban las tareas de la cocina (y en los recesos, mientras la mayoría jugaba al fulbo, usando a los errantes de arco móvil, o timbeaba con los dados, o trataba de adivinar su suerte con distintas formas de geomancia) y a Almandro le parecía una mujer fascinante y única, aunque ella no demostrara demasiado interés en él. Pero a él no le importaba; sólo estar con ella era suficiente para alegrar su día.
Pensando en ella se quedó dormido. Y con ella soñó, imaginando que la luz rosada del amanecer recortaba su silueta, mientras caminaba por el horizonte con los brazos extendidos para mantener el equilibrio.
***
Al llegar el mediodía lo despertó uno de sus compañeros de sector, Álvarez, metiéndole una cola de zorro en la oreja. Almandro reaccionó instintivamente y se pegó una fuerte cachetada que le dolió inmediatamente.
—Siempre el mismo vos —le dijo Álvarez, entre risas.
—Sí, vos también, hijo de puta —le contestó Almandro frotándose la cara, roja de ira y vergüenza—. ¿No te cansás nunca?
—Cuando te avivés te dejo de joder. Además te tenía que despertar igual. Así es más divertido.
Almandro no quiso seguirle el juego y se levantó sin decir más nada. Para sus adentros, puteó al superior que le asignó a Álvarez para que lo despertara. Pero también agradeció que la O.L.A. no le quitara tiempo a sus oficiales haciendo que estuvieran encima de los soldados constantemente. Esto, a la vez que le daba a Almandro una cierta sensación de libertad, también lo obligaba más efectivamente a estar pendiente de sus horarios para reportarse frente a sus superiores en tiempo y forma.
A lo lejos, en el cielo, pudo distinguir a una pareja de errantes (dos mujeres jóvenes tomadas de la mano) que había pasado muy cerca del techo de su carpa hacía unas semanas. Observó que cada vez estaban más lejos y más alto, y lo interpretó como una buena señal para ese día. Tomó su ropa y se dirigió a las duchas, donde el encargado le entregó un cuenco con agua y una barra gastada de jabón. Ante la mirada inquisitiva y quejumbrosa de Almandro, el encargado respondió:
—¿Cuándo creés que fue la última vez que llovió? Casi no hay reservas. Si querés darte un baño de inmersión, mirá, por allá tenés la Bahía de la Plata.
Almandro miró al sudeste, a donde el soldado había señalado con la cabeza, y se quedó pensando: “Malditos errantes que removieron todo y llenaron el río de porquerías… ¡Qué lindo haber nacido antes y disfrutar del agua antes de que se estropeara!”. Una vez que se limpió como pudo y se vistió, Almandro se presentó frente a su sargento para que le asignara las tareas del día. Éstas incluían: ejercicio físico de distinto tipo, prácticas de combate cuerpo a cuerpo y a distancia, reubicación de tiendas próximas a errantes, y confección y reparación de vestimentas.
A las cinco de la tarde le tocó, como ya sabía, las tareas de cocina y limpieza. Sin un minuto de sobra, fue corriendo a la cocina de su sector, una toldería alta sostenida por troncos y caños, con mesas a lo largo para preparar la comida y servirla en los cuencos de barro cocido y madera que se apilaban a un costado. Siempre esperaba que María estuviera allí, pero de todas formas no podía dejar de sorprenderse cuando efectivamente la encontraba al lado de su puesto de trabajo. Y esta vez no fue la excepción; la emoción de la posibilidad de intercambiar palabras y miradas con ella una vez más lo sobrecogió apenas la percibió a la distancia.
—Hola —le dijo Almandro cuando llegó a su lado, mientras se ponía el delantal, ignorando completamente a su superior.
—Buenas tardes, Echeverría —le contestó éste, detrás suyo, visiblemente fastidiado.
—Buenas tardes, señor. Lo lamento, señor —dijo Almandro, más tieso que la mesa que tenía al lado.
—Sí, laméntese, porque le va a tocar lavar los platos de toda la noche —dijo su superior. Luego se dio media vuelta y siguió con su rutina.
—Bueno, hace un par de minutos que no me cagan a pedos, así que la tuve que haber visto venir —bromeó Almandro, sacándole una sonrisa a María. Y esta simple victoria lo llenó de energía durante toda la noche—. Y bien, ¿qué hay que hacer?
—Cortá la zanahoria y después te digo qué más falta. No te quiero abrumar a ver si te me sobrecargás —le contestó ella, señalando unas canastas llenas de zanahorias muy pequeñas.
—¿Qué pasó con esta cosecha?
—Lo mismo que hace que todo sea una mierda: despojos. Un grupo de tres errantes semi-subterráneos masculinos y una femenina pasaron por el nuevo campo que habían cultivado en el sur, sector Santelmo. Si no fuera por las plantaciones en macetas nos estaríamos muriendo de hambre. Si tuviéramos el terreno de la antigua reserva ecológica... Pero no; está todo bajo el agua ahora. Antes de que aparecieran el río era mucho más bajo.
Había en las palabras de María un claro y profundo desprecio hacia los errantes. Y en algunas conversaciones, se dejaba entrever que su adhesión a la causa de la O.L.A. estaba impulsada por un odio visceral a la manera en que el Gobierno manejaba (o mejor dicho, no manejaba) la vigilancia, prevención y atención hacia la gente frente a la acción errante, algo que la O.L.A. llevaba a cabo impecablemente. La razón de Almandro para unirse al movimiento era más cobarde o egoísta: echado de casa por sus padres cuando nació su hermano y sin formación, experiencia o interés en trabajar en el campo o en alguna otra de esas tareas que sostenían a la sociedad (porque todas requerían un sacrificio enorme), fue deambulando por la ciudad hasta que un oficial de la O.L.A., en un reclutamiento, se percató de su excelente vista y le prometió comida y refugio a cambio de un trabajo relativamente sencillo. Pero esto era algo que Almandro trataba de ocultarle a María, por miedo, paradójicamente, a parecer un cobarde a sus ojos llenos de fervor ideológico.
¡Qué mierda, che! —se limitó a responder entonces Almandro—. Parece que lo hicieran a propósito.
—Estoy bastante segura de que lo hacen a propósito. Que nos castigan por algo —le dijo ella, mientras cortaba el último zapallo de su pila.
—Sí… —dijo simplemente Almandro, dejando una pausa mientras pensaba cómo decirle que no estaba de acuerdo de una manera amigable y articulada. Cuando finalmente encontró por qué no le convencía el argumento de María, respondió—. Aunque para castigar a alguien hay que hacerle saber que es un castigo y aclararle qué hizo mal, ¿no? Yo pienso que directamente disfrutan de cagarnos la vida o que están en su mundo y no tienen idea de lo que nos hacen.
Al principio María se había interesado por lo que Almandro estaba diciendo, pero el tema había removido recuerdos y sentimientos en ella que no quería discutir en ese momento.
—O no piensan y listo. Son como animales, o peor: son como la lluvia o un terremoto. Sólo pasan y listo —dijo.
Almandro se dio cuenta de que se había metido en un asunto sensible para ella y se maldijo por no haberlo previsto. Rápidamente entonces, cambió el curso de la conversación hacia caminos más seguros y conocidos: “¿Qué toca hoy, guiso de vuelta?”; “¡Cómo extraño la polenta! ¿Vos no?”; “¿Será que va a llover algún día?” Por suerte, María pareció recobrar el humor animado y sarcástico que tanto le gustaba a él. Cuando ella no lo veía, soltó un gran suspiro de alivio.
Unas horas más tarde, cuando la noche sólo era cortada por la luz de las velas y de algunas fogatas, mientras servían la cena, apareció un oficial escoltado por dos soldados uniformados. A Almandro le llamó mucho la atención cuando lo vio a lo lejos, puesto que la guardia no era necesaria a menos que fueran a cruzar o a acercarse a la frontera (y eso era poco probable; los oficiales de mayor rango jamás se alejaban demasiado de Comoropý). María notó que Almandro escudriñaba algo a la distancia y le preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Eh? Ah, eh… parece que viene un oficial para acá. Por las insignias creo que es un Teniente Coronel.
María se apresuró a limpiarse las manos en el delantal y a ordenar los restos de comida en la mesa. Almandro, por las dudas, hizo lo mismo, y ambos volvieron al trabajo sin decir una palabra.
—Buenas noches. Teniente Coronel Ernesto Sestián Castillo —dijo el hombre, con su escolta firme a su lado. Almandro estaba seguro de que servían para imponer presencia y nada más; cosa que lograban.
—Buenas noches, señor —cantaron los dos a coro, haciendo la venia.
—Espero no estar interrumpiendo mucho su trabajo. Es una labor encomiable.
—No, señor. Estábamos a punto de terminar, señor —contestó María, rígida.
—Bien. Acompáñeme un segundito por aquí —dijo, y apartó a María de Almandro y de los curiosos soldados que aguardaban su ración de comida—. De todos modos, no quiero ocuparla demasiado. El motivo que me trae hasta aquí es que estoy buscando reclutas para una misión especial y me han dicho que usted, señorita Oncocha, es una de nuestras más fieles soldados.
—S...sí, así es, señor —respondió ella, tan nerviosa que no parecía la misma.
—Me han dicho también que es muy astuta y conoce bastante bien el Cordón Medio. Si está dispuesta, venga a verme en cuanto termine sus tareas y le daré los detalles.
—¡Sí, señor!
Almandro, que había parado la oreja especialmente para oír lo que decían, estaba impresionado de la fama que se había hecho María dentro del movimiento. Se quedó paralizado, pero cuando vio que el Teniente daba la media vuelta para irse, algo dentro de él se disparó y le hizo decir:
—¡Espere... señor! —el oficial se le quedó mirando sin decir nada, pensando si esa forma de dirigirse hacia él contaba como insolencia o no—. Me ofrezco de voluntario para la misión, señor.
—Nombre y apellido, soldado. No todos tienen la fama de la señorita Oncocha, ¿sabe?
—Sí, lo lamento, señor. Almandro Echeverría, señor.
—¿Y por qué cree que lo vamos a reclutar? ¿Qué tiene de especial para ofrecer a la misión, además de ser un espía aficionado?
—Bueno… fui vigía nocturno en el andamio 9/A por dos años y diez meses. Y hace unas semanas me trasladaron al andamio 7/A.
—Tiene una vista realmente excepcional, señor —dijo María, para sorpresa de ambos—. Y lo conozco hace tiempo. Podría ser muy útil.
—Mmm… necesitábamos un cuarto recluta que actuase de vigía… —contestó pensativamente el Teniente—. Si está segura de sus capacidades y considera que puede estar bajo sus órdenes sin problemas, es suyo.
—Sí, señor —contestó ella—. Pero, si me permite, señor; no entendí por qué estará bajo mis órdenes.
—Porque usted comandará la expedición, señorita. Ha mostrado dotes de liderazgo en el pasado y confiamos en que, en sus manos, la misión será un éxito.
—Sí, señor. ¡Gracias, señor!
—Entiendo por lo tanto que acepta. Cuando se presenten en los cuarteles, les daremos el informe detallado. Hasta entonces.
Tanto María como Almandro hicieron la venia y vieron al Teniente alejándose rápidamente por donde había venido. Relajado, Almandro le sonrió a María, que a su vez le devolvió la sonrisa con el triple de alegría y entusiasmo.
II
—Muy bien, señores y señorita —comenzó a decir el Teniente Coronel Castillo una vez que estuvieron todos reunidos en su despacho. El lugar parecía por fuera como cualquier otra tienda de campaña, sólo que más grande. Pero por dentro, era mucho más amplio y tenía paredes de ladrillo, con una pequeña abertura como puerta. Era algo lo suficientemente precario como para reconstruir fácilmente frente al paso de un errante pero lo bastante lujoso para un oficial. Tenía incluso un escritorio de madera, dos sillas y una cama en la parte de atrás, levemente oculta detrás de una cortina. El Teniente se sentó de su lado del escritorio y le dejó la otra silla a María, que se quedó parada e inmóvil durante todo el informe—. Han sido elegidos para una misión de rescate dentro del Cordón Medio. De más está decir que es una operación que requiere de la mayor discreción y sutileza posibles —al decir esto, dirigió su mirada especialmente a Tito y Luciano, las dos “topadoras”, de las cuales los oficiales siempre desconfiaban—. A partir de ahora no podrán revelar a nadie los detalles de la misión. Su objetivo es infiltrarse en un perímetro donde creemos que tienen capturado a uno de nuestros oficiales, el Capitán Javier López Ibáñez. El Capitán fue capturado junto con algunos de sus hombres mientras supervisaba una entrega de provisiones hace unas semanas y no habíamos podido localizarlo hasta ahora. Es de vital importancia recuperar al Capitán sano y salvo. Y no se preocupen por los demás soldados; al Capitán Ibáñez seguramente lo mantienen vivo porque necesitan sacarle información, pero a los demás ya los habrán vendido como esclavos o como comida.
La última frase les había dado escalofrío a todos, por varias razones, pero nadie dijo nada. “Aunque nos duela dejar abandonados a compañeros del movimiento sólo porque para el alto mando somos desechables, lo que dice el Teniente es cierto”, pensó Almandro. “En el Cordón Medio todos deben cumplir una función y todos deben obedecer y servir a alguien o estar dispuestos a morir intentando escalar posiciones, para ser el que manda las órdenes. Pensándolo bien, tal vez la militancia sea lo mismo, pero por lo menos nos ayudamos entre nosotros cuando hay problemas. Allá, en cambio, cada uno se vale por sí mismo y para sí mismo”.
El Teniente continuó:
—La señorita Oncocha se encargará de supervisar la misión y coordinarlos a ustedes tres, que vienen a reforzar sus ojos, oídos y músculos. Arana y Palermo abrirán camino entre los escombros y la vegetación, siempre cuidando de hacer el menor ruido posible, o de disimularlo al menos. Echeverría se subirá periódicamente a algunos edificios que tenemos marcados como estables para hacer un reconocimiento de la zona. Acompáñenme al mapa; allí les indicaré exactamente por dónde deben avanzar.
Salieron de su despacho y fueron a otra carpa, un poco más grande que la del Teniente pero construida de igual manera. Almandro se sentía abrumado y nervioso por la responsabilidad que les estaban entregando y porque por fin parecía que iba a hacer algo importante para la O.L.A. “Y para colmo, voy a estar bajo órdenes de María en una situación muy peligrosa, así que tengo que estar bien despierto”, pensó.
La tienda estaba custodiada por un soldado de pie, arqueado y apoyado levemente con las dos manos sobre una espada liviana y notablemente filosa. Cuando vio que el grupo se acercaba, con el Teniente a la cabeza, se incorporó completamente, se cargó la espada al hombro e hizo la venia. El Teniente ingresó a la carpa sin siquiera saludarlo y el resto hizo lo mismo. Adentro había dos habitaciones cerradas separadas por una pared de ladrillos: una tenía un escritorio con un mapa de papel y varias figuras pequeñas talladas en madera; y la otra funcionaba como un archivo, con pilas y pilas de papeles clasificados con distintos colores dentro de grandes contenedores de plástico subidos a carretillas. En esta habitación se encontraban dos mujeres oficiales revisando uno de los contenedores, y cuando vieron que el Teniente traía gente extraña, decidieron bajar la cortina. Entraron en la otra habitación y Almandro se lamentó de no poder aunque sea hojear alguno de todos esos documentos históricos (muchos de los cuales contarían historias fascinantes, seguramente). El Teniente Castillo les hizo señas para que se acercaran hacia el escritorio y los cuatro quedaron fascinados con el tamaño y el nivel de detalle de aquél mapa. Superaba con mucho a los rudimentarios mapas de cuero que se usaban para los errantes, aunque, naturalmente, era mucho más difícil de confeccionar y preservar. Estaban frente a una verdadera obra de arte, en pocas palabras, pero no tenían tiempo de admirarla; lo que les interesaba en ese momento era la valiosísima información que contenía. El Teniente trazó la ruta más recientemente explorada y chequeada y les dio indicaciones a cada uno según su rol en la misión. Almandro tenía que memorizar especialmente el camino, ya que necesitaba conocer con exactitud dónde se encontraban las calles cerradas y los búnkers de las distintas pandillas para saber hacia dónde prestar más atención (por suerte esto último lo conocía María bastante bien también). Las topadoras tenían un trabajo más sencillo, en ese sentido: sólo tenían que preocuparse cuando les tocara remover escombros, ni antes ni después. Y a María le tocaba nada más ni nada menos que guiarlos a todos, decidir qué caminos alternativos tomar, ordenarles cómo proceder y asegurarse de que ninguno fuera visto.
—Parten el lunes próximo a las 0300 horas, vestidos de civil y cargados lo más ligeramente posible —concluyó el Teniente, luego de cerrar los últimos detalles de la operación—. Además de dos cerbatanas con veinte dardos envenenados y dos machetes para los cuatro, se les dará a cada uno la dotación estándar de tres cuchillos pequeños, así que cuídenlos bien, practiquen y recuerden su entrenamiento: todo objeto es una posible arma.
***
La arena del reloj en el campamento perimetral parecía caer muy lentamente esa noche, mientras Almandro, María, Tito y Luciano esperaban a que se hicieran las tres en punto. Nerviosos, miraban la hora desde la carpa que habían reservado especialmente para ellos, en la frontera. Cuando el último grano de arena terminó de deslizarse por el embudo de plástico del reloj, María se puso de pie y les hizo una señal con la cabeza a los demás para que se pusieran en marcha. Tomaron sus morrales con provisiones, se ajustaron las facas enfundadas alrededor de sus piernas, cintura y torso, y salieron. El soldado que estaba de guardia allí esa noche dio vuelta el reloj mientras los veía partir, al tanto de la misión; luego lo reportaría a Castillo. A lo lejos oyeron el ruido característico de los errantes destruyendo una pila de escombros o algún edificio todavía en pie, pero se sobresaltaron como si hubiera sido una granada. A partir de ese momento, debían desconfiar de todo.
—Amenaza nivel 2, a dos kilómetros de acá —dijo Almandro, después de asegurarse de que había oído bien las campanadas—. Al noroeste, por suerte.
Cuando volvió el silencio continuaron, cruzando el límite del territorio de la O.L.A. y adentrándose en el Cordón Medio a través de la densa oscuridad. La luna llena les daba la suficiente claridad como para no tener que prender antorchas, lo cual había sido especialmente calculado para que pudieran pasar inadvertidos. Aunque, al mismo tiempo, los ponía en un peligro mayor, ya que las pandillas estarían más activas que otras noches. Sin embargo, era un riesgo que debían tomar, ya que si tenían que mezclarse entre los traficantes, mafiosos y sicarios que manejaban la zona, era preferible hacerlo una vez adentro, sin haber llamado la atención de los vigías enemigos con una antorcha, lo cual delataría su origen y ubicación constantemente y desde el principio.
Caminaron durante una hora, sin encontrarse con nadie (excepto un errante niño, sentado con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en una mano) y con pocos inconvenientes con los escombros y la maleza. De fondo se oían gatos en celo o algún animal cazando ratas y palomas, lo cual les permitía disfrazar el ruido de su paso como sonidos comunes de la noche. Había algunos senderos marcados entre la vegetación, pero era mejor moverse evitándolos, aunque fueran sutiles, para no arriesgarse a cruzarse con alguien. María parecía conocerse cada rincón de cada lugar por el que pasaban, y parecía perderse en sus pensamientos aunque por fuera mostrara estar completamente alerta a todo su entorno. Estaban a mitad de camino y la luna se estaba cubriendo detrás de un velo cada vez más espeso de nubes, por lo que decidieron hacer una pequeña parada hasta que se despejara un poco. Cuando encontraron un edificio seguro, tomaron un pequeño descanso y evaluaron la zona. María les ordenó que hicieran un reconocimiento rápido y que volvieran para refugiarse. Almandro se trepó al punto más alto de la estructura semi-derruida y confirmó que el camino estaba libre y que iban en la dirección correcta, pues pudo distinguir las fogatas de la comunidad independiente a la que se dirigían, junto con su edificio más alto, que era tal y como lo había descrito el Teniente Castillo. Para cuando Almandro volvió al punto de reunión (el baño del departamento en el que se habían instalado), las topadoras habían hecho su trabajo, moviendo unos escombros que necesitaban correr para continuar, y estaban charlando con María sobre cómo habían llegado a la O.L.A.
—Después, fui buscador. El plástico era mi prioridad, más que el metal, y a todos nos entrenaban para reconocer lugares donde hay oro o joyas también. Y claro, siempre nos palpaban de arriba a abajo cuando volvíamos —estaba diciendo Luciano, con una risa exagerada al final de cada oración—. Ya no quedan cajas fuertes o lugares así sin abrir igual. Es al pedo seguir buscando. Todo lo que había ya se lo llevó la misma gente que lo tenía, o se lo robaron o necesitás un taladro gigante como dicen que existían antes, para desenterrarlo.
—¿Y cómo saben qué plástico usar? Eso siempre me dio curiosidad —dijo Almandro, entrando y sentándose en la ronda que habían hecho alrededor de una pequeña fogata en el rincón del baño. Luciano lo miró como si su pregunta hubiera estado desubicadísima, como si le dijera que no estaba hablando con él y que nadie lo había invitado. “Si creés que ella va a arriesgar su carrera militar por un tipo, esperá sentado”, pensó Almandro, sin profundizar en qué significaba eso mismo para él.
—Bueno —comenzó a responderle en un tono bastante soberbio—, es un pequeño secreto profesional de buscadores y herreros, pero no es nada del otro mundo. La gente de antes imprimía generalmente unos numeritos en el plástico para distinguirlos según el tipo de material que usaban. Porque ellos mismos fundían el plástico de cosas que ya no usaban para volverlo a usar. Y como generalmente no podés mezclar cualquier plástico con otro… Si te fijás —le dijo específicamente a María, mostrándole su tupper de provisiones—, nosotros también le ponemos numerito, por si tenemos que fundirlo de vuelta, ¿ves?
María parecía interesada, pero seguía con la mirada baja y las cejas ligeramente fruncidas.
—Claro… —dijo Almandro, tomando su tupper y observándolo desde todos los ángulos.
Tito, a su derecha, estaba callado, compenetrado en rascarse la oreja a fondo.
—¿Vos, Tito? ¿Siempre fuiste topadora? —le preguntó Almandro, para cambiar el centro de atención lejos de Luciano.
—¿Yo? Sí, claro. Es algo sencillo pero que no lo puede hacer cualquiera, así que me gusta hacerlo —fue todo lo que dijo, y como no siguió, Luciano lo miró a Almandro y le preguntó:
—¿Vos, enano? ¿De dónde venís?
—Yo… siempre fui soldado raso y me quedé en la base, lavando, cocinando, haciendo guardias… Hasta que conseguí el puesto de vigía hace unos años, que es lo que más me gusta por ahora.
—¿Pero antes de enrolarte? —insistió. Parecía hacerlo sin mala intención, por simple curiosidad, pero era un tema que no le agradaba recordar demasiado.
—No es nada del otro mundo —se mintió Almandro—. No hay mucho que contar. Había corrido la bola en mi pueblo (soy de Merlo) de que había llegado alguien reclutando, y como quería irme de ahí lo antes posible y no sabía qué hacer, me anoté. Y la verdad que estoy mucho mejor y me siento seguro acá, porque todos nos cuidamos entre nosotros. Allá afuera todos se cuidan su propio culo.
Todos asintieron en silencio, mostrando que estaban totalmente de acuerdo y que habían pasado por situaciones muy parecidas.
—Faltás vos María —dijo Luciano—. ¿Cuál es tu historia?
—Prefiero no dar detalles personales de mi pasado.
—A nosotros no nos tenés que esconder nada —insistió Luciano—. Vamos, que acá todos estamos en la misma.
—Si quieren saber… Nací acá. Acá acá, en el Cordón. Mis viejos eran andinos peruanos y los persiguieron por todos lados, hasta que llegaron a las pampas y los persiguieron más todavía. Así que fueron a parar a Buenos Aires, donde les dijeron que en Vieja Capital había leyes y gente que los protegerían. Gente de mierda… Obviamente cuando llegaron casi los prenden fuego vivos (literalmente) y no tuvieron más opción que refugiarse en el Cordón, donde irónicamente la pasaron mucho mejor que antes. Tan bien la pasaron que me tuvieron a mí, sin ponerse realmente a pensar en lo que significa acá que un inmigrante tenga una hija, encima posible productora de más negritos cabeza… Porque si algo aprendí en el poco tiempo que viví en el Cordón es que acá podes zafar de la policía, el Gobierno, las leyes y todo eso, pero de los escuadrones maltusianos no zafás en ningún lado, excepto en la O.L.A., donde terminaron cayendo mis viejos. Llegaron corriendo al perímetro cuando tenía trece, pidiendo asilo porque alguien finalmente nos delató. Ahí aprendí a no confiar demasiado en nadie y a no contar alegremente por ahí de dónde vengo, porque te cagan, ya sea porque les gusta joderte o porque, como bien dijo Almandro, se cuidan el culo. La cuestión es que la O.L.A. los acogió, los puso a hacer tareas comunitarias y a mí me empezaron a entrenar. Yo estaba más que feliz por aprender a defenderme contra toda esa basura de allá afuera (o de acá, bah), y mis viejos me dejaron hacerlo encantados de tenerme lejos. Ah, porque no aclaré: la pasaron bien hasta que me tuvieron, y ahí la empezaron a pasar mal. Entonces preferían no verme y hacer de cuenta que nunca existí, porque así funciona, así es más fácil todo. Mi vieja murió algunos años después de llegar a la O.L.A. y mi viejo hace unos cinco años. Yo sigo en pie, mejor que nunca y preparada para morir, si es necesario, defendiéndome a mí y a los míos. Sigo prefiriendo mi vida a la de ellos, y por eso he estado sirviendo al movimiento en lo que pueda, desde la cocina hasta en misiones de atraco y recuperación de provisiones. Fin.
Las lágrimas corrían por las mejillas de María, pero en ningún momento se le quebró la voz. Almandro jamás había escuchado la historia completa; siempre había deducido gran parte de ella por pequeños comentarios que hacía María, pero esta era la primera vez que la escuchaba hablar tanto y con tanto dolor sobre su pasado.
—Ya tenemos que irnos —dijo finalmente, en medio del silencio que dejaron los pensamientos y la angustia del resto—. Debemos haber pasado una hora ya acá. Coman rápido sus raciones y guarden todo. No más descansos hasta que hayamos vuelto con el Capitán.
***
Las nubes no se habían dispersado mucho, pero la luna iluminaba lo suficiente como para seguir caminando lentamente sobre las pilas de ladrillos, carrocerías y postes que cubrían el suelo. De a poco, las grandes fogatas de las distintas comunidades fueron apareciendo en el horizonte y en algunos edificios comenzaron a verse luces entre los barrotes de las ventanas. También había muchas casillas y tiendas con techo de chapa (casi nunca de ladrillos) y paredes de barro y paja, con huertas en el fondo y algún que otro perro vigilando la entrada. El grupo iba en silencio, con María y Almandro al frente y las topadoras por detrás. En cada cruce miraban bien para cada lado, pero intentaban no llamar mucho la atención de la gente que empezaba a aparecer reunida en pequeños grupos alrededor de una fogata sobre ruedas de metal.
—La noche es traicionera acá —les había dicho María antes de seguir viaje—. La gente honesta, los refugiados e indigentes, generalmente se encierran o se tapan con una frazada antes de que baje el sol. Los que van a ver son narcos, matones y proxenetas, (que de día están igual, pero más tranquilos) que se ponen a hacer negocios generalmente en ronda con un fuego en el medio. Y es muy fácil saber cuán peligroso es un grupo: cuanto más grande sea el fuego, más peligrosos son. Porque la leña es carísima; la gran mayoría la traen de no sé dónde y obviamente hay una mafia enorme detrás de eso que hace que sólo ellos mismos puedan usarla. Y también se vuelve un símbolo de poder: los más ricos son los que más pueden desperdiciar, y más desperdician para mostrar cuánto más ricos son que el resto.
Las palabras de María resonaban una y otra vez en la cabeza de los demás, ya que las situaciones que describían se cumplían a la perfección. Almandro hasta llegó a ver (con el rabillo del ojo, para no delatarse) que en una fogata alta y brillante uno de los que conversaban llevaba un anillo brillante en el dedo mayor izquierdo y hasta un arma de fuego en la cintura, con la bolsa de pólvora colgando al lado, tal y como se imaginaba cuando le contaban de las pistolas del alto mando. Y muy frecuentemente se encontraban con un grupo de gente haciendo apuestas alrededor de un errante. Se apostaba, cuando el errante llegaba a cierta inactividad, sobre qué miembro movería (pies, brazos, cabeza, torso), qué acción haría dentro de los siguientes quince minutos (agacharse, pararse, caminar, detenerse) y, si se quedaba quieto por más de diez minutos después de cerradas las apuestas, ganaba la casa.
Siguieron caminando, apurando un poco el paso ante la mirada inquisitiva de algunos. Doblaron una esquina y cuando vieron que nadie los seguía ni podía verlos, se detuvieron.
—Acá estamos seguros. Rápido —dijo María en voz baja, y ambos procedieron según lo planeado en la tienda del Teniente: las topadoras sacaron unas sogas y les sujetaron las manos a Almandro y María por detrás.
—¡No tanto! —se quejó en un grito susurrado Almandro, sintiendo que la soga que le ponía Tito le cortaba la circulación.
—No te quejés —le respondió éste.
—Vos porque zafaste por ser gringo, sino no te gustaría una mierda.
—Puede ser —dijo Tito, riéndose en voz baja.
Luciano hizo lo mismo con María, pero con la soga mucho más floja.
—No suelten la soga o van a sospechar algo raro —ordenó María—. Y sujétennos bien con la otra mano. Vamos.
Siguieron caminando y la pantomima dio resultado. Cada tanto alguno les gritaba una puteada a los “cabeza”, recitaban los típicos lemas como “¡Menos es más!” o se burlaban de su situación. Uno llegó a gritarles: “¿Se los llevan de luna de miel a la parejita? ¡Que se los cojan bien hasta el fondo!”, a lo que Tito y Luciano tuvieron que reírse para disimular. A Almandro le causó gracia por un segundo que pensaran que fueran pareja, pero inmediatamente se dio cuenta del peligro en el que se encontraban e hizo el esfuerzo de actuar triste y golpeado. Actuar asustado le salió naturalmente.
Pasaron por cientos de lugares que María reconocía pero prefería olvidar, y por otros que, para su sorpresa, le sacaban una pequeña sonrisa en su interior. Sin embargo, empezó a notar (al igual que los otros), que el espacio por el que se movían era cada vez más abierto y llano, lo que hacía que estuvieran más expuestos y que hicieran más ruido cuando se abrían paso entre la vegetación con los machetes. Media hora más estuvieron caminando así, hasta que encontraron la señal de que estaban en el lugar correcto: el cartel destrozado de una antigua fábrica que ahora sólo ostentaba una A y una O de metal oxidado y retorcido. Era una estructura bastante amplia, de tres pisos, que se mantenía casi completamente entera, salvo por algunos muros derribados. Varias partes parecían reconstruidas con ladrillos nuevos, lo que les indicaba que era un lugar importante y seguro; tanto como para ser habitado y mantenido.
El grupo se aseguró de que nadie los veía y se ocultaron detrás de unas plantas enormes de penachos. Agachados, las topadoras desataron a María y a Almandro.
—Almandro —susurró María—, ¿ves algo desde acá? ¿Guardias? ¿Fogones?
—Sí… Hay tres fogones visibles; uno en cada punta del predio y otro en el medio. Calculo que del otro lado hay otros tres. Guardias hay uno en cada fogón, pero también veo dos que van caminando juntos de un lado a otro, en la oscuridad. Son los más peligrosos; tienen armas de fuego.
—Tenemos que esperar a que salgan —dijo María—. Estén atentos.
Allí estuvieron un tiempo, viendo cómo los guardias iban y venían, charlaban ocasionalmente y jugaban con sus cuchillos. De repente, vieron a un grupo de personas saliendo detrás de la antigua fábrica. Una persona alta y de espalda ancha llevaba a alguien al hombro, atado de pies y manos. Otro, de igual complexión, llevaba unas sogas, una maza y unas estacas gruesas y largas como bastones. Otras dos personas iban detrás, ambas con armas de fuego.
—¡Ése es el capitán! Vayamos despacio —indicó María—. Tenemos que acercarnos lo más posible.
Luciano y Tito dejaron los machetes para ir más ligeros y hacer menos ruido, y recordaron el lugar para recogerlos más tarde. Mientras los cuatro avanzaban por entre la maleza y algunos escombros, se escuchaban lentos y perturbadores mazazos a la distancia. Ya sabían lo que iba a pasar (porque pasaba todas las noches, según el informe) pero no podían hacer nada hasta que no fuera el momento exacto para atacar.
El hombre musculoso dejó al prisionero en el piso. Éste estaba tan golpeado y torturado que ni podía moverse. Mientras tanto se volvieron a escuchar los mazazos, esta vez para la segunda estaca, a tres metros de la primera. Finalmente, mientras los otros dos observaban (un hombre gordo y bajito y una mujer con una figura escultural, ambos muy bien vestidos), los matones ataron las manos del prisionero a una de las estacas y sus pies a la otra, estirando un poco su cuerpo. La cuerda no estaba ni muy tensa ni muy floja: el torturado tenía que sufrir un tiempo antes de empezar a ser desmembrado.
A unos diez metros se encontraba un errante niño, de la mano de la que parecía su madre, ambos acercándose lentamente al torturado. El niño tenía una mancha de luz en la coronilla pelada; la madre, de unos 50 años de edad, muy bajita, la tenía alrededor de todo su cuello, el cual era tapado parcialmente por su larga cabellera. De todos los errantes que estaban rondando la zona aquella noche, éstos eran los que menos habían llamado la atención de Almandro y los demás, precisamente porque parecían los más inofensivos. “Pero claro”, pensó María, “son todos igual de destructivos, los muy hijos de puta”. Los matones se dispusieron al lado de cada estaca, con la mirada rígida, esperando la orden.
—Mirá, ya nos tenés hartos —dijo de pronto la mujer, mientras se acuclillaba para hablarle al prisionero de cerca. Éste hacía el esfuerzo por mirar a otro lado, pero ella le giraba la cabeza magullada y la sostenía, con sus dedos pulgares muy cerca de sus ojos—. Ésta vez no zafás. Si no nos decís cuáles son las rutas de escape de tu grupito de amigos, te dejo acá para que te despedacen de a poquito y te rompan los huesos uno por uno.
El Capitán Ibáñez lloraba desconsoladamente, pero no emitía ni una palabra. Su cuerpo le dolía terriblemente, aún estando quieto, tirado en el suelo.
Como el Capitán no respondía, la mujer se puso de pie, se sacudió el polvo del borde de su vestido y comenzó a hablarle a los errantes:
—Ay, ay, ay, Paquito, Mariquita —dijo, poniéndose las manos en la cintura—. ¿Qué haríamos si ustedes no pasearan tanto por acá? Yo sé que no pueden escucharme, pero quería darles las gracias. Su ayuda es invaluable y estoy convencida de que lo seguirá siendo para el futuro de nuestra nación. Porque no nos van a abandonar, ¿no? No… ¡si ustedes han caído del cielo para erradicar las alimañas del mundo!
—¡Lucía! —le espetó el hombre gordo—. No perdamos el tiempo, haceme el favor.
La mujer, un poco ofuscada, se dirigió nuevamente al prisionero, esta vez sin agacharse:
—Ibáñez, última oferta. ¿Nos va a dar la información sobre las rutas de escape, sí o no? Mirá que acá estamos nosotros solos. Es información muy valiosa y delicada la que tenés. Aprovechá que somos más benevolentes que otros —y como el Capitán seguía quejándose en silencio, continuó, dándose la vuelta y mirando a los errantes, que estaban cada vez más cerca—. Bueno, siempre está la posibilidad de que de repente nos escuchen la señora y su hijo y se compadezcan de vos. A ver: señora… ¡Señora! ¡Va a matar al pobre señor Ibáñez! ¡Peor: lo va a despedazar, a separarle la carne de los huesos, a triturarle los huesos y recién ahí se va a morir! ¡Por favor, deténgase!
La mujer dio media vuelta y miró nuevamente al Capitán:
—¿No ves? No quieren hacer caso. No puedo hacer más. Excepto liberarte, pero es un delito grave liberar a un convicto que encima es un enemigo de estado porque tiene información vital para el resguardo del pueblo bonaerense. Claro que si nos das la información, ya no serías más un delincuente y podríamos liberarte legalmente. Pero depende de vos. Yo ya te di toda la ayuda posible.
A continuación, la mujer dio una señal con la cabeza a los matones y éstos sujetaron firmemente las estacas. El hombre gordo dio media vuelta y se fue, simulando que dejaba al prisionero a su suerte, cuando en realidad se quedó frente a la puerta, ahora cerrada, por donde habían salido. La mujer, luego de mirar al Capitán a los ojos en busca de alguna respuesta, hizo lo mismo.
María dio la orden silenciosa a Tito y Luciano y éstos comenzaron a unir los segmentos de las cerbatanas para lograr el mayor largo posible sin revelar su posición entre la maleza. María puteó por dentro, ya que no había forma de eliminar a los cuatro de un solo golpe. Los objetivos principales eran los torturadores, pero como no se habían acercado lo suficiente, debían hacer que los matones cayeran primero. María hizo señas para indicar esto mismo, haciendo que Luciano apuntara a uno y Tito al otro. Inhalaron profundo y esperaron la señal de María, que había desenfundado un cuchillo arrojadizo, al igual que Almandro. Éste estaba aterrado; nunca había matado a nadie, ni había estado tan cerca de hacerlo. Pero prefirió no pensar demasiado y dejarse llevar por la excitación y el embotamiento que los nervios estaban ejerciendo sobre él en ese momento. María le preguntó con la mirada a Almandro si estaba listo, y Almandro no supo qué le contestó, pero imaginó que le decía: “Creo que no lo voy a estar nunca, así que hagámoslo de una vez”.
Las manos de María se posaron suavemente sobre los hombros de las topadoras, cuyas miradas estaban fijas en los objetivos. Inmediatamente se escucharon dos soplidos tan sincronizados que parecieron uno solo. El sonido hueco de las cerbatanas le dio un repentino y efímero escalofrío a Almandro, aunque no sabía por qué. Las topadores entonces se apresuraron a dejar rápida y cuidadosamente las cerbatanas en el suelo para prepararse para el próximo paso. Sacaron sus cuchillos arrojadizos y se pusieron en posición. Mientras tanto, del otro lado de la maleza, a unos treinta metros, los matones tocaban su cuello y comenzaban a tambalearse mientras seguían empujando las estacas, incapaces de comprender lo que les estaba ocurriendo: los dardos habían dado en el blanco, depositado su veneno mortal y ahora yacían en el suelo, ocultos en la semipenumbra gracias a la torpeza instintiva de sus víctimas. Entonces, cuando uno de los matones estuvo a punto de desplomarse, María lanzó unas piedras hacia una pila de escombros, del otro lado del patio, hasta que una dio en una chapa que alertó a los torturadores. En ese preciso momento y sin perder un segundo, María se puso de pie y comenzó a correr con todas sus fuerzas. Luciano y Tito la siguieron y Almandro quedó último, tanto por su reacción tardía como por su velocidad al correr. Mientras dejaban a los matones atrás, cayendo de cara al suelo y retorciéndose levemente, los cuatro arrojaron sus cuchillos a los torturadores. El de María golpeó al hombre gordo en el cuello, justo por encima de donde se juntan las clavículas; el de Luciano dio en el pecho de la mujer; el de Tito pegó con el mango en el estómago del hombre gordo y el de Almandro falló por muy poco la pierna izquierda de la mujer. Todo había pasado tan rápidamente que los torturadores no habían tenido tiempo de reaccionar eficientemente frente a lo que estaba ocurriendo. Una vez que estaban cara a cara con ellos, todos menos Almandro tomaron sus cuchillos de combate cuerpo a cuerpo: Tito sacó su facón ancho, mientras que María y Luciano optaron por la daga reglamentaria, más liviana y manejable. El hombre gordo se estaba desangrando por la herida en la garganta, por lo que no podía pedir ayuda ni hacer nada más que apoyarse contra la pared y caer al suelo hasta morir. Almandro se quedó congelado en el lugar donde estaba, mientras los demás se abalanzaban sobre la mujer. Ésta quiso gritar, pero inmediatamente Tito le puso una mano en la boca mientras María le cortaba el cuello y Luciano la apuñalaba repetidas veces en el pecho.
—¡Almandro! —le dijo María, luego de comprobar que la mujer había muerto—. ¡El Capitán!
Almandro se dio vuelta, todavía sin saber cómo sentirse, y miró a Ibáñez, todavía tendido y con los errantes empujando levemente su cuerpo. Los matones yacían con todo su peso sobre las estacas, y aún si no hubiera sido el caso, éstas habrían resistido lo suficiente como para hacer del Capitán una muñeca de trapo partida a la mitad.
—La puta madre… —dijo María, frente a la inmovilidad de Almandro. Salió corriendo hacia el Capitán y comenzó a cortar una de las sogas a toda velocidad. Almandro, al verla, volvió en sí y se dirigió a hacer lo mismo con la otra.
Las topadoras, mientras tanto, habían recogido sus cuchillos, tomado las pistolas de los torturadores y escondido sus cadáveres en un rincón oscuro, tapados por chapas y barriles carcomidos por el óxido. Luego, hicieron lo mismo con los matones.
Los errantes (el niño sonriendo y la mujer con mirada pensativa) empujaban más y más el cansado y dolorido cuerpo del Capitán, hasta que María logró cortar la soga. Almandro seguía cortando la otra con todas sus fuerzas, y finalmente lo logró poco después que María. Las topadoras, habiendo escondido todos los cuerpos, se reunieron con ellos y tomaron al Capitán por los pies y las axilas. Luego, los cuatro pasaron por donde habían dejado las armas, guardaron las cerbatanas en sus morrales, se colgaron los machetes del cinto y empezaron a correr.
***
El grupo corría hacia el este con extremo cuidado para no llamar la atención. Cuando la maleza comenzó a ser menos densa, María dio la orden de detenerse. A unos veinte metros, un errante mujer, de unos 20 años, caminaba a la altura de sus cabezas, descendiendo lentamente como si bajara unas escaleras invisibles. Alrededor de sus pies el pasto alto se curvaba, intentando escapar de la presión que lo terminaría aplastando. Una fina franja de luz le recorría su delgado cuerpo, por debajo de los senos.
—Almandro —susurró—, la choza de nuestro contacto está por allá, ¿verdad?
—Sí… em… —respondió jadeando y limpiándose el sudor de la frente—. Sí, por allá.
—Bien. Quiero que te concentres y cada vez que nos detengamos mires alrededor por si nos persiguen —Almandro asintió—. ¿Llegás a ver a los guardias desde acá si te asomás?
Almandro sólo llegaba a distinguir dos fogones, un guardia calentándose las manos y el niño y la señora errantes, que ya habían dado la vuelta y ahora miraban para su lado. Si habían descubierto los cadáveres, no podía saberlo.
—Veo uno, que no hace nada. Pero nada más.
—Bueno, sigamos entonces. Tito, cargate al Capitán al hombro. Luciano, agarranos del cuello por atrás a Almandro y a mí. Y si preguntan, decí que es un asunto de la Martínez; no van a preguntar más. Cuando vean los machetes y las pistolas no creo que pregunten mucho igual —dijo María, esbozando una sonrisa de victoria que a Almandro lo puso nervioso en vez de tranquilizarlo. Luciano intentó no pensar en lo suave que se sentía la piel de María y obedeció.
Así fueron recorriendo las calles de tierra y los escombros, ocultándose en lo posible detrás de algunas chozas y edificios que empezaban a poblar la escena. Las calles estaban desiertas, pero debían tomar todas las precauciones. Siguieron un poco más, con el Capitán todavía semi-inconsciente por la fatiga y el hambre, hasta que Almandro vio a la distancia una tenue pero llamativa humareda saliendo del patio de una tienda de chapa.
—¡Allí! —gritó en voz baja, señalando con el dedo.
Llegaron hasta el lugar y vieron que la puerta de metal estaba entreabierta. Robles, un espía de la O.L.A. que se había infiltrado en el Cordón Medio hacía un año y medio, los miraba desde dentro con ojos cansados que se ocultaban detrás de un pelo largo y grasiento.
—¿Robles? —preguntó María, con el cuchillo en la mano.
—¿Oncocha? —respondió el hombre.
—Rey rata —respondió a su vez María. El hombre, reconociendo el nombre en código de la misión, abrió la puerta por completo y los dejó pasar.
—Rápido, rápido —dijo, cerrando la puerta detrás de Tito, que casi se golpea la cabeza con el techo—. Allí están las carretillas. Yo voy a apagar el fuego.
Robles salió de la tienda, cerró la puerta detrás suyo y tomó la pala para tapar con tierra la fogata. Los demás se dispusieron a vaciar una de las carretillas (que tenían mantas, sogas y palas pequeñas) para meter al Capitán Ibáñez dentro. Tito lo colocó suavemente en el fondo de la carretilla, lo envolvió con una manta y le hizo morder un trozo de soga.
—Es por su bien, Capitán —le explicaba María mientras lo amordazaban—. No nos podemos arriesgar a que sus quejidos nos delaten. Ya falta poco. Está en buenas manos.
Luego lo taparon con otra manta más fina, las sogas y las palas.
Cuando Robles volvió a entrar, el grupo ya estaba listo para continuar.
—Buena suerte —les dijo, estrechándoles la mano a cada uno.
—Su ayuda es invaluable. Gracias —respondió María.
Se aseguraron de que nadie los viera y partieron. Almandro y María empujaban las carretillas, que aun con las ruedas aceitadas hacían un ruido espantoso a través del accidentado terreno. María empujaba la carretilla donde se escondía el Capitán, y aunque hacía un esfuerzo muy grande, lo disimulaba bastante bien. Tito se colocó detrás de Almandro, sujetándolo del cuello con una mano y sosteniendo el machete que colgaba de su cintura con la otra; Luciano hizo lo mismo con María. Así comenzaron el tortuoso regreso, dando un rodeo para no pasar de nuevo por donde ya los habían visto. Evitaron hacer contacto visual con algunos grupos que seguían reunidos alrededor de los fogones y, tal como había predicho María, frente a las preguntas de algunos curiosos, simplemente nombraron el escuadrón Martínez y las preguntas se respondieron solas. Almandro comprendió tiempo después que se había disfrazado de condenado, y que lo que llevaba en la carretilla eran los instrumentos que supuestamente le obligaban a transportar para su propia tortura: las sogas ya había presenciado cómo se utilizaban, aunque se imaginó muchas otras formas de uso que luego prefirió no haber pensado; las mantas, se enteró más tarde, servían para enrollar a la persona dentro (en un día caluroso, al rayo del sol) tan ajustadamente como para que se cocinara y asfixiara lenta y dolorosamente; las palas eran, evidentemente (aunque en ese momento no se percató de ello), para que cavaran sus propias tumbas, las cuales terminarían usando, confesaran o no.
***
La luz de la luna se había ido y en su lugar reaparecieron las espesas nubes que preceden siempre a una intensa lluvia. Todavía en la parte habitada del Cordón, el grupo vio cómo las personas comenzaban a apagar los fogones (excepto los de las atalayas) y a refugiarse. Muchos extendieron telas en donde tuvieran lugar, formando una concavidad donde recoger el agua de lluvia. Y los que no lo habían hecho aún lo empezaron a hacer cuando fueron despertados por las campanadas que prevenían a la población para que aprovechase el regalo del cielo.
El regreso se hizo cada vez más lento y agotador. Sus cuerpos y mentes estaban exigidos al máximo: los músculos de los brazos y las piernas pedían a gritos un descanso; había que apartar varios escombros para pasar con las carretillas; en todo momento los asaltaba el temor de ser descubiertos; cada tanto debían asegurarse de que el Capitán estuviera todavía vivo y tomara algo de agua; y, para colmo, con el cielo cubierto, la oscuridad era casi total y ni siquiera podían utilizar las estrellas como referencia, por lo que sólo Almandro, que iba primero, podía distinguir a grandes rasgos por dónde estaban yendo. Por suerte, habían aparecido varios errantes al nivel del suelo y sus manchas de luz servían de guía a través de las ruinas y la maleza. Pero la suerte no les duró mucho, ya que, a unos dos kilómetros antes de llegar a la frontera con la O.L.A., comenzó a llover torrencialmente. La poca visibilidad se volvió casi nula, incluso para Almandro, y el grupo tuvo que seguir a tientas, tropezando y resbalándose constantemente, con las carretillas trabándose cada vez más mientras se abrían paso por el barro y los juncos. Almandro intentaba distraerse y no pensar en el dolor ni en el frío hasta que estuvieran a salvo, a tal punto que llegó a considerar que la lluvia cayendo sobre los errantes se veía maravillosamente bella. En especial le llamó la atención un errante cojo de la pierna izquierda, hombre, mancha de luz en la calva, con abundante pelo en el pecho y la espalda, que miraba inmóvil hacia las nubes, arrodillado sobre la nada, a diez metros del suelo. Era la primera vez que veía a un errante mutilado, y no pudo dejar de asombrarse y de pensar que jamás llegaría a comprenderlos.
Unos minutos más tarde, la lluvia dio un respiro y Almandro alcanzó a ver el fuego de las atalayas aliadas. María ordenó que se apresuraran y todos parecieron sacar nuevas fuerzas frente a la promesa del feliz retorno a casa. Los zorzales, los teros y otras aves comenzaron a cantar, anunciando el amanecer que se acercaba en pocas horas. El cielo seguía cubierto pero poco a poco se iba despejando, pasado el chaparrón. Cuando finalmente llegaron a la frontera, una vigía sonó la campana y un grupo especializado fue a recogerlos. Dos soldados tomaron al Capitán y lo llevaron a los cuarteles del alto mando. Otros cuatro acompañaron al grupo, que estaba empapado, a una carpa reservada para ellos. Adentro los esperaban cuatro camas de paja con sábanas y almohadas, ropa limpia y seca, comida, agua y dos médicos que los revisaron de pies a cabeza. Una hora más tarde, el Teniente Castillo se presentó ante ellos, con los primeros rayos del sol iluminando el terreno mojado y lodoso.
—Descansen, soldados —dijo, con una gran sonrisa inusual en él que revelaba una fila de dientes de madera—. Hicieron un excelente trabajo. Cuando despierten serán condecorados como merecen.
III
Almandro soñó más que nunca esa noche, pero cuando despertó no pudo recordar nada de lo que había soñado. Había dormido unas nueve horas (tres más de las usuales) y aun así seguía exhausto. El que lo despertó fue Luciano, sacudiéndolo con el pie:
—Arriba, che. Tenemos la ceremonia.
—¡Nunca dormí en una cama tan cómoda! —respondió Almandro, desperezándose.
Del otro lado de la tienda, Tito también se acababa de despertar. Como si el día anterior hubiera sido igual a cualquier otro, se levantó, no dijo nada y salió despacio para orinar. María se había levantado hacía unas horas; había dormido poco, de a ratos, presa de la emoción por ser reconocida y admirada por sus compañeros y sus superiores.
Una vez bañado y cambiado, Almandro se reunió con los demás para el almuerzo. Cuando llegó a la mesa, un grupo de gente rodeaba a cada uno de sus compañeros mientras contaban las peripecias del día anterior. Mientras tanto, ninguno se había servido comida, excepto Tito que se había colocado estratégicamente lejos para engullir el puchero de paloma sin ser molestado. Almandro pasó por la cocina para tomar su plato y decidió hacer lo mismo. Cuando se sentó junto a él, se limitó a señalar a la multitud con el pulgar y a sonreír. Tito levantó la mirada y sonrió también, sacudiendo su cabeza.
Mientras comía y veía a María contar con orgullo sus proezas de guerra, Almandro comenzó a reflexionar acerca de la noche anterior. De repente sintió como si hubiera sido un simple espectador en aquel horror en el que se había metido, como si María hubiera sido la única presente en la misión. “Tal vez signifique que es una excelente líder. Al final, si no fuera por ella no habríamos logrado mucho. Y yo no me hubiera movido de acá seguro”. Pero el recuerdo del cuerpo deshecho del Capitán Ibáñez y, especialmente, la sangre de los torturadores brotando por sus cuellos, mientras sus rostros se contorsionaban con miradas de inimitable terror… Almandro se preguntaba si ahora era más maduro, sabio y fuerte por haber presenciado tal cosa y, sobre todo, por haber contribuido a que ocurriera. No tenía una respuesta clara, por lo que se concentró en comer y prepararse para la ceremonia de condecoración.
***
María, Almandro, Tito y Luciano se encontraban de pie en medio de Comoropý, rodeados de oficiales y subalternos que les estrechaban la mano casi religiosamente. El sol estaba especialmente fuerte esa tarde y hacía que las medallas de hierro que colgaban de sus cuellos y las insignias en sus ropas brillaran con cada movimiento. A lo lejos se escuchaban las campanadas usuales de los vigías y en la costa se podían ver los distintos navíos anclados de las fuerzas mayores del alto mando, incluido el bergantín del Teniente General Fransese, quien fue el primero en saludar y estrechar manos con el grupo de rescate (seguido por el Almirante Oroño y un extasiado Teniente Coronel Castillo). El predio estaba ominosamente custodiado por cuatro rascacielos que milagrosamente seguían de pie (dos a 500 metros de distancia entre sí, en la parte noroeste del sector; uno al noreste y otro al sudoeste). Todos sus vidrios habían sido cuidadosamente desmantelados o rotos, como medida de seguridad, lo cual les daba el aspecto de esqueletos gigantes, con sus huesos oxidados y sus piernas atadas con enredaderas. Con más de cuarenta pisos cada uno, tres de ellos servían como atalayas extraordinarias y uno funcionaba como cárcel, con el piso 15 sellado y una única polea como toda comunicación con el mundo. Almandro siempre había visto de lejos semejantes monstruos, imaginándose lo terrible que sería vivir allí arriba en servicio durante meses, con una simple tabla de madera sujeta por poleas como única vía de escape si el edificio comenzara a derrumbarse. Aun teniendo un compañero de guardia se le hacía algo muy solitario, peligroso y monótono. Pero súbitamente la idea le pareció estimulante; le atraía la idea de estar tan cerca del cielo, usar los telescopios y espiar al enemigo, las fronteras, el río y las estrellas. “Tal vez ahora tenga más chance de conseguir el cargo”, pensó, mientras seguía estrechando manos y respondiendo preguntas automáticamente. María y Luciano aspiraban a puestos más importantes, pero también pensaban en ascensos. Y hasta Tito no pudo evitar pensar en que era una buena oportunidad para conseguir un trabajo menos pesado y con más comodidades.
La ceremonia terminó rápidamente, después de los saludos. Todos volvieron a sus obligaciones y parecieron olvidarse para siempre de la hazaña del día anterior. Una vez que los cuatro fueron despachados a sus sectores respectivos, Almandro se concentró en reacomodar su cabeza a la rutina. Para eso, debía reportarse con el Sargento Caretti, pero decidió primero tomar una pequeña siesta en la hora y media que le quedaba hasta las cinco, cuando debía prepararse para retomar su turno en la cocina. “Si controlo la hora cada tanto, no creo que me pase”, pensó, arriesgándose a quedarse dormido y a tener que dar veinte vueltas al sector como castigo. Su carpa, junto con otras, había sido reubicada unos metros por culpa de un errante niña que caminaba cerca de allí mirándose las uñas, azorada. Almandro se quejó para sus adentros por tener que caminar de más, pero en cuanto llegó a su cama (despojada nuevamente de sus lujos) sacó el reloj de arena de una hora de su morral, lo puso al lado de donde apoyaría la cabeza y se acostó.
Pero no mucho tiempo después, antes de que pudiera dormirse del todo, escuchó unas campanas con un timbre distinto al normal y con un ritmo mucho más frenético. Se levantó inmediatamente para ver qué sucedía, pues era la primera vez que oía una alarma así, y lo único que se imaginaba que podía estar pasando era que una torre se venía abajo. Salió de la carpa y vio que todos miraban hacia las oficinas del alto mando, de donde venían las campanadas. Nadie sabía qué hacer, pero el pánico comenzó a apoderarse de los soldados y hasta de los suboficiales que andaban por la zona. A lo lejos, distintas personas corrían desde el norte por las avenidas advirtiendo desesperadamente a quien encontrasen de un peligro evidentemente real e inminente. Algunos soldados corrían hacia el origen del caos para enterarse qué estaba pasando y otros corrían en dirección opuesta para salvarse, fuera lo que fuere. Almandro se quedó frente a su tienda, sin saber qué hacer, hasta que una mujer alta y robusta llegó hasta un grupo de soldados cercanos, se detuvo y dijo, jadeando:
—¡Nos atacan! ¡Y el alto mando huye por mar! ¡Corran la voz!
Almandro creyó que estaba soñando. “¿De dónde nos atacan? ¿Desde el norte? ¿Por qué no se ordenó una contraofensiva?”, pensó. Los barcos del alto mando se divisaban todavía en el este, pero estaban cada vez más lejos de la costa, sin intención alguna de regresar. Algunos suboficiales comenzaron a reunir a sus divisiones, aparentemente por iniciativa propia, con la intención de mantener un poco de orden en la retirada. Almandro buscó a Caretti pero no pudo encontrarlo por ninguna parte, por lo que decidió subirse a un andamio cercano y ver con sus propios ojos qué ocurría en el norte. Desde la altura pudo distinguir a todo el cuerpo de la O.L.A. tomando sus cosas (o lo que pudiera transportar) y huyendo hacia el límite oeste con el Cordón Medio; esto le indicó a Almandro que debía tratarse definitivamente de algo muy serio. Pero lo que más le llamó la atención fue que no se veían enemigos por ningún lado, en ninguna dirección. Y fue entonces cuando vio a María y a Luciano corriendo juntos hacia las oficinas del alto mando, no muy lejos de donde se encontraba él. Bajó del andamio a los saltos y empezó a correr como nunca. Gritó tanto como pudo, pero sus compañeros estaban muy lejos como para oírlo en semejante caos. Decidió entonces aumentar la velocidad, mientras esquivaba la gente que iba de un lado a otro como si fueran errantes acelerados. Luego de unos minutos encontró de repente un rostro conocido: el Sargento Firpo, que le estaba hablando a un pelotón reunido a su alrededor.
—...sé hasta el momento es que un avión del Gobierno se dirige a toda velocidad hacia nosotros, con bombas.
Almandro se quedó helado y frenó en seco. Le pareció una ridiculez, puesto que hacía un siglo que nadie había podido pilotar un avión por más de unas horas, con tantos errantes caminando por el aire. O eso le habían contado. “No puede ser… per evidentemente es un peligro muy real, o el alto mando no hubiera huído tan rápido”, pensó, y siguió corriendo hacia el norte.
***
Almandro comenzaba a cansarse, pero en ningún momento pensó en detenerse. Cada tanto perdía de vista a María y a Luciano, ahogados por el tumulto y la desesperación general de los soldados (que no tenían a quién obedecer más que a su propio instinto ciego de supervivencia), pero siempre volvía a encontrarlos a la distancia. Luego de casi una hora, llegó finalmente a las inmediaciones de Comoropý, al pie de una de las torres. Cuando levantó la mirada, observó con tristeza que uno de los vigías pedía ayuda agitando desesperadamente su camisa para llamar la atención. Evidentemente, había bajado a su compañero por las poleas pensando o habiendo pactado que luego éste haría lo mismo por él. Pero no había nadie cerca y Almandro tenía miedo de que, agotado como estaba, no tuviera las suficientes fuerzas para bajarlo los cuarenta pisos sin que se les suelten las sogas. Por lo tanto, decidió que lo mejor que podía hacer era pedirles ayuda a María y a Luciano, una vez que los encontrara. Continuó recorriendo el lugar, deteniéndose únicamente una vez para tomar un poco de agua de un barril que quedaba sano en una despensa. Entró en todas las tiendas que encontró para ver si había alguien, pero no tuvo suerte, hasta que por fin vio a una doctora (con la cruz roja bordada en su pecho) saliendo de una carpa enorme y angosta. La mujer, de unos treinta y cinco años, se agarraba la cabeza y se pasaba las manos por los cabellos mientras iba y venía nerviosamente, sin saber qué hacer. Cuando Almandro llegó hasta ella, se estaba mordiendo las uñas y miraba inquisitivamente a unos pocos errantes que caminaban por el cielo.
—¡Doctora! Necesito ayuda —le dijo, jadeando.
—Todos… —dijo en voz muy baja.
—¿Qué?
—Nada… ¿Qué tenés? No se te ve muy mal.
—No, yo no. Un vigía. De una de las torres. Necesito alguien que venga a ayudarme para bajarlo.
—Mirá, yo no puedo moverme de acá. Ya me la jugué y me tengo que quedar con los pacientes, y sólo tengo un compañero ayudándome; el resto se rajaron. Pero hay un chico y una chica que llegaron hace poco… Entrá y preguntales.
—Gracias —dijo Almandro y entró en la enfermería. Adentro de la carpa estaban dispuestas varias camas de paja, una al lado de la otra, casi todas ocupadas. La gente que no se retorcía de dolor ni estaba profundamente sedada hablaba entre sí, quejándose del alto mando y de su destino incierto. Muchos tenían las piernas entablilladas o amputadas, y en algunos se notaba una clara dificultad al respirar cuando hablaban.
Finalmente, en el otro extremo de la tienda Almandro encontró, para su sorpresa, que el chico y la chica a los que la doctora se había referido eran Luciano y María, que discutían del lado de afuera, en voz baja, para que no los escucharan los demás.
—¡María! ¡Luciano! ¡Acá! —les gritó, sobresaltándolos.
—¿Qué hacés acá? —le preguntó María, sorprendida.
—Lo mismo que ustedes. Quiero saber qué está pasando y por qué se fue el alto mando. ¿Dónde está Tito? —preguntó Almandro, sin saber exactamente por qué; Luciano y María eran del mismo sector, por lo que era lógico que estuvieran juntos, pero Tito pertenecía a otro, más al sur, donde seguramente ya estaría huyendo, con o sin ayuda.
—No sé. Vení —dijo Luciano, tomándolo del brazo y llevándolo lejos de la enfermería—. Nos acabamos de enterar de algo jodido.
—¿Qué? ¿Lo de las bombas? —contestó Almandro, asombrado—. Pensé que ya todos sabían por estos sectores. Yo me enteré porque lo decía gente que viene de acá y...
—Sí… —interrumpió María, con el ceño fruncido—. Pero hay algo más. Peor… es una bomba atómica —Almandro no supo cómo reaccionar porque nunca había escuchado tal cosa y no podía imaginarse por qué podía ser peor que una bomba común—. Es una bomba. ¡No necesitan más porque la explosión es igual a la de mil bombas!
—¿Y cómo saben eso? —preguntó Almandro, más confundido que asustado.
—Nos lo dijo el Capitán Ibáñez, antes de morir —dijo Luciano, y señaló un cuerpo envuelto en una sábana al costado de la enfermería—. Se enteró mientras lo torturaban; parece que los tipos se divertían contándole cómo nos iban a borrar del mapa. Le avisó a alguien del alto mando y claro; se fueron todos a la mierda en cuanto pudieron.
Almandro no dijo nada, pero por dentro empezaba a invadirlo el terror y la desesperación que nunca sintió en la vida. Su corazón latía descontroladamente y sus ojos buscaban instintivamente cómo escapar de aquel lugar condenado a la inminente destrucción total. En ese instante cayó en la cuenta de por qué los torturadores preguntaban al Capitán por unas rutas de escape. Eran las rutas marítimas y fluviales que el alto mando usaría (y usó) luego de que la bomba pulverizara el Centro.
—Bueno… vine para saber qué estaba pasando… y ahora lo sé. ¿Ustedes qué hacen acá todavía?
—¡Hay que reunir a los que quedan y evacuarlos en orden al límite del Cordón Medio! Después, cuando haya explotado la bomba, nos reagrupamos y preparamos un contraataque —dijo María, señalando al oeste con una mirada furiosa.
—¡No tiene sentido! —gritó Luciano, y luego bajó la voz—. Ya está perdido todo esto. No va a quedar nada. No podemos reconstruir todo de cero y empezar de vuelta. Nos van a hacer mierda si volvemos. Más sin el alto mando.
—Lo que no entendés es que tenemos la oportunidad de ser nosotros el alto mando ahora. Los compañeros nos van a seguir más si somos los propios soldados los que tomamos la iniciativa y defendemos el territorio.
—Yo no quiero gobernar, y menos así. Y en realidad, hace rato que pienso que nadie quiere gobernar; lo que queremos es tener comodidades y estar mejor que el resto. Lo demás son excusas.
—Las jerarquías son lo único que permite un cierto orden interno. Mirá el caos que se armó ahora sin los generales.
—Sí, pero para afuera lo único que da orden es tener el último pedacito de tecnología que nos queda, para tener mejores armas que el enemigo. Y en este momento el acceso a las mejores armas lo tiene el Gobernador, así que no sirve de nada perder más tiempo acá.
—¿Nos traicionás? —dijo María, indignada, mientras apoyaba lentamente la mano en la empuñadura de su machete.
—No… hago la mía. No me voy a aliar al Gobierno, pero tampoco me voy a quedar acá. La O.L.A. ya no existe. Si querés hacer algo, hacé algo nuevo. Seguro hacés algo mucho mejor, pero no cuentes conmigo. Estoy harto de esto.
Sin esperar la respuesta de María o la de Almandro, Luciano se dio media vuelta y comenzó a trotar hacia el Cordón Medio. María cayó de rodillas al suelo y comenzó a sollozar. Almandro se acuclilló a su lado y la abrazó, igualmente angustiado.
—¿Vos qué pensás hacer? —le preguntó María, esperando que se fuera corriendo igualmente.
—Bueno… la verdad no lo sé. No sé —respondió él, e inmediatamente se acordó del vigía atrapado—. Por ahora, necesito tu ayuda. Hay un vigía en la torre sur que no puede bajar porque su compañero lo abandonó. Necesito que me ayudes con las poleas.
María se secó las lágrimas y se puso de pie. Almandro la siguió.
—Vamos —dijo ella.
Mientras corrían, Almandro trató de ser optimista y dijo:
—Tal vez ni llegue el avión, ¿no? ¿Cómo puede evitar a todos los errantes desde Bahía Blanca hasta acá?
—No creo que tengan aviones en la capital. Sería muy llamativo y peligroso. Deben haber logrado construir uno cerca de acá, pero lo suficientemente lejos como para que nadie se haya avivado del plan. Debe estar todo muy bien orquestado… si no, no se hubieran arriesgado a tanto.
Almandro pensó que tenía razón, pero que aun así la probabilidad de que el avión chocara con un errante era muy grande.
Cuando finalmente llegaron al pie del rascacielos, buscaron al vigía en el techo pero no encontraron ningún rastro. Sólo cuando dieron la vuelta hacia la cara del edificio donde estaban las poleas lo encontraron: su cuerpo inerte yacía desparramado en el suelo, con una gran mancha de sangre todavía fresca a su alrededor. Almandro no soportó mirar la escena más que unos segundos.
—¿Es él? —preguntó María. Almandro asintió con la cabeza, llevándose una mano a los ojos—. Hicimos lo que pudimos. No teníamos forma de evitarlo.
Las palabras de María lograron consolarlo un poco, pero la angustia, el hastío y la impotencia frente a toda aquella situación lo desbordaba.
A lo lejos, antes de que pudieran pensar en qué hacer a continuación, se empezó a oír el motor del infame avión. Almandro levantó la vista, buscando confirmación visual del horror que les esperaba. María hizo lo mismo, y cuando por fin lo divisó, señaló con el dedo sin decir una palabra. Almandro calculó que debía estar a más de 4000 metros de altura. Asombrados por ver un pedazo enorme de metal refulgente flotando en el aire a tanta velocidad, ambos se quedaron inmóviles, hasta que María dijo:
—Tenemos que irnos lejos de las torres, para el sudeste.
Almandro volvió en sí y juntos echaron a correr como nunca, sin mirar atrás hasta que estuvieron muy lejos, fuera del radio de dispersión de escombros de la torre. El ruido de sus cuatro hélices era cada vez más fuerte y ensordecedor; un zumbido constante y monótono. Había pasado la frontera, esquivando hábilmente cada errante que amenazaba derribarlo. El día estaba completamente despejado y al sol (que envolvía al avión por detrás) todavía le faltaban unas horas para ocultarse. No había nada que decir, así que Almandro y María se limitaron a observar en silencio, tapando el sol con una mano para poder ver mejor. El piloto, que evidentemente no pensaba volver, comenzó a descender en picada hacia ellos, a toda velocidad. Esquivó un grupo de errantes gordos, sentados en ronda, a una errante anciana, que se rascaba el pie y a un errante niño que caminaba con la cabeza gacha. Las alas del avión se inclinaban velozmente para un lado y para el otro, con una gracia que Almandro sólo había visto en las golondrinas cuando cazan insectos al vuelo. Pero a unos 1500 metros del suelo, como salido de la nada, un errante bebé, con una mínima mancha de luz en el dedo meñique derecho, se interpuso entre el piloto y su objetivo, estirándose y bostezando profundamente. Con un repentino e impactante destello de luz, el avión desapareció detrás de una enorme bola de fuego que crecía rápidamente, derramándose sobre sí misma. Era como si un segundo sol se estuviera creando de la nada frente a sus ojos, traído en las garras de un ave legendaria. Era terrible y fascinante a la vez. La onda de choque subsiguiente los hizo tambalear y caer, y a lo lejos tanto la atalaya noreste como la cárcel, a su lado, comenzaron a derrumbarse lánguidamente. Almandro y María se miraron, atónitos, sin saber qué hacer. Luego se abrazaron
—¡Estamos vivos! —gritó Almandro en el hombro de María.
Ésta se echó a reír y comenzó a gritar y a insultar al ahora pulverizado avión y al Gobierno. Cuando dejaron de abrazarse, dijo:
—Mataron a sus propia gente encarcelada, los muy estúpidos. Sólo espero que no haya muchos de los nuestros cerca de allí.
A lo lejos, sobre los escombros de los rascacielos, se empezaron a formar unas nubes anilladas alrededor de la explosión. Las nubes se hicieron cada vez más densas, hasta que envolvieron completamente la bola de fuego y causaron una fina lluvia negra sobre la zona. María miró a Almandro y, tomándolo de las manos, le dijo:
—La O.L.A. ya no existe, pero podemos hacer algo nuevo. Tenemos otra oportunidad.
—Sí… Algo nuevo —dijo Almandro, preguntándose si eso significaba un futuro mejor o peor.
Federico Andrés Caivano nació en 1990 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, donde reside. Es Profesor y Licenciado en Filosofía por la UCA. Pertenece al taller 'Los clanes de la luna dickeana' y tiene cuentos y pequeños ensayos publicados en los blogs talleralfabeto y litterulae. En septiembre de 2013 se publicó su cuento 'Dragón' en PROXIMA n°19, revista trimestral de fantasía y ciencia-ficción. En septiembre de 2014, se publicó su cuento 'Música incidental para helecho y cuarenta comensales', co-escrito con Facundo Córdoba, en Axxón n°258, revista digital de ciencia-ficción. http://axxon.com.ar/rev/2014/09/axxon-258-septiembre-de-2014/
Su blog: http://simpletranquiloyautentico.blogspot.com.ar/