—¿Y qué color te gusta más? ¿El azul cobalto o el rojo cobalto?
—Prefiero el cobalto. —Apunto a la silueta en el marcador de objetivos.
—Qué gracioso eres. Venga, dime.
—Mi preferido es el azul, a juego con tus ojos. —Disparo y el ilegal se desploma.
—Te quiero.
—¿Cuándo firmas? —Retraigo el cañón del arma y me pongo en pie mientras marco la ubicación del cuerpo en el sistema del Naglfar.
—Quiero pasar mañana, después de dejar a los niños en el colegio.
—Eres capaz de conseguir más descuento. —Consulto los sensores del área y todo parece tranquilo. Desconecto el sistema de camuflaje de la armadura para ahorrar energía.
—Voy a hacer la cena.
—Te quiero. —Programo el deslizador para que me recoja en el siguiente punto de control. La temperatura del traje es demasiado elevada y lo indico en el informe para los técnicos del proyecto.
El atardecer cae despacio cuando entra una llamada de Mike.
—¿Sigue en pie la barbacoa del sábado?
—Claro. —El movimiento potenciado funciona a la perfección y me desplazo por el bosque con seguridad—. Mi turno termina en unas horas y tengo muchas ganas.
—Tendrías que pedir un cambio de destino y venir a la costa. Nos veríamos con más frecuencia.
—Soy un tipo de secano. El agua me resulta insoportable y jamás iré a tu división.
—Pero si aquí el trabajo es rutinario: navío que cruza la línea, navío que hundimos. Todo es diversión.
—Negativo. —Se activa un sensor de minas. Envío un dron para obtener visual—. Lo mío es la tierra firme.
—Bueno, bueno, ya te convenceré el sábado. Seguro que tu mujer me apoya. Hasta luego.
Mientras avanzo, conecto la televisión.
—“…no los invitamos, por lo que rechazo cualquier responsabilidad…”
Cambio de canal. Click.
—“…los blandianos legales consideran que son demasiados…”
Click.
—“…un descenso en los intentos de atravesar los límites de la…”
Sí, claro. Qué me vas a contar. Click.
—“…gran ventaja de nuestras políticas de cuotas, ya que…”
Por supuesto. Click.
—“…existencia de la Marca es un atentado contra…”
Y contra mi tiempo en familia, también. Click.
—“…pelamos las cebollas y las caramelizamos despacio…”
Me quedo en el canal de cocina. Salgo del bosque; me dirijo hacia el otero que hay al sur. Recibo un correo en clave con las coordenadas y una cifra al final: ocho. Tres mil por ocho, veinticuatro mil. Mando un mensaje a mi esposa para que piense en un modelo de gama superior.
Entra una llamada del departamento técnico.
—Hola. Hemos revisado el informe.
Subo la ladera a toda velocidad: la unidad de procesamiento y los servos funcionan de maravilla.
—Lo mejor es que rompas la estanqueidad del traje y permitas la entrada de aire.
—Esa chapuza rompería los parámetros de Operaciones. —Llego a la cima de inmediato. En mi pantalla veo el deslizador: una silueta negra recortada contra el cielo azul rojizo del horizonte.
—Pero servirá para que no te ases de calor hasta que el prototipo vuelva al hangar. Además, ¿hay algún informe de ataques NBQ por parte de los blanditos que tratan de colarse?
—Ninguno. —Despliego el enganche imantado de mi brazo derecho—. Pero eso es intrascendente a la hora de valorar el desempeño táctico del equipo.
—Desde aquí es lo máximo que podemos hacer. Lo analizaremos en más detalle cuando devuelvas la armadura al laboratorio.
El gran deslizador con el equipo de camuflaje óptico activado despliega el cable y me engancho; conecto mi propio sistema y ahora somos invisibles. Partimos hacia las coordenadas de la detonación.
Llega la visual de la zona de minas: el dron espía enfoca lo que parece un blandito joven; resulta difícil decirlo por lo destrozado que está. Marco el punto en la ruta del Naglfar para que lo recicle. Entra una llamada de mi esposa.
—Cariño, me voy a duchar. Te dejo con los niños.
Pasamos sobre un pueblo abandonado. Los blanditos mantienen una distancia prudente porque los llenamos de trampas y detectores.
—Hola, papi.
—Hola, campeón. —Se activa un sensor de movimiento. Desvío la ruta para echar un vistazo al origen de la alerta.
—Hoy hemos ganado el partido y he metido un gol.
—Bien hecho. —El deslizador toma el nuevo rumbo: llegaremos en menos de un minuto—. ¿Y el colegio?
—Todo bien, papi.
El origen de la señal está bajo unos árboles, así que doy la orden para que el cable me haga descender.
—Clara quiere hablar contigo. Adiós, papi. Te quiero mucho.
Cuando atravieso las ramas, veo la razón de la alerta.
—Papá, hola.
—¿Cómo está mi princesa? —Es un cervatillo, atrapado en una vieja trampa de cazadores; lucha por liberarse. La temperatura del traje vuelve a subir y desconecto el generador mimético. Al verme aparecer, el cervatillo casi se arranca la pierna.
—Bien, bien. Nos han pedido un trabajo sobre la ocupación de nuestros padres.
—Ya sabes que no puedo contar los detalles de lo que hago. —Le paso la mano por el lomo, con cuidado, pero el animal sigue muy nervioso. Activo el termofilo en mi puño izquierdo—. Solo me encargo de manejar los datos de los blandianos que devolvemos a su zona cuando intentan pasar nuestras fronteras.
—Ya, si lo sé, pero....
—Es muy aburrido. —El cervatillo tiembla mientras, con cuidado, corto la trampa con el termofilo—. Burocracia tecnológica.
—Vale, papá. Entonces ni te pregunto si podrías venir a darnos una charla, ¿no? —El animal corre hacia la espesura en cuanto se siente libre. Espero que, antes de desaparecer entre la vegetación, gire para mirarme por un instante; pero eso no ocurre y se aleja con rapidez.
—Es mejor que vaya un padre que sea bombero, periodista o algo más entretenido. ¿Alguno es escritor? —Me elevo otra vez, con el camuflaje encendido de nuevo, mientras el deslizador retoma el rumbo original.
—De acuerdo, papá. Te quiero. Mamá dice que te llama luego.
El color del cielo, cuando se pone el sol, es precioso. Tomo una foto y se la mando a mi esposa sin datos de geolocalización. Entra una llamada del comando central operativo.
—¿Cómo va todo por ahí? Bien, ¿a que sí? Me alegro.
—Afirmativo, señor. —Me aproximo a las coordenadas; suscribo las palabras del teniente coronel para no estropear su tarde.
—Escucha. Vamos a pasar el control de tus drones de apoyo táctico al sector sur, el de Lyndon. Hay mucho lío al otro lado de la Marca en esa zona y parece que los blanditos van a llegar en cantidad. Tú no tienes previsto bombardear grandes contingentes, ¿verdad?
—Negativo, señor. —Aterrizo y me desengancho del cable. La maldita temperatura vuelve a subir y tengo que desconectar el camuflaje otra vez.
—Perfecto.
Cuelga sin despedirse. Me apetece un café; programo la nodriza para que lo prepare. Subo un poco la concentración de estimulantes en mi cóctel endovenoso. El todoterreno de juguete está en las coordenadas previstas. Abro el maletero y están los veinticuatro mil. Tomo la tarjeta de memoria con la ruta prevista. Le doy al botón que devuelve el vehículo hasta el lugar desde el que ha venido. Leo la tarjeta. Desactivo los sensores y las defensas que se van a encontrar en esa ruta. Me fío muy poco de esos zorros, así que iré a echar un vistazo por mí mismo. Entra una llamada de mi esposa.
—Los niños ya están acostados. Te echan de menos.
—Y yo a ellos, pero más a ti. —El sensor médico del traje me indica que necesito un chute de glucosa. Permito la acción mientras contemplo el mapa para elegir dónde interceptar la ruta del zorro.
—¿Sabes? Podríamos tener otro, si tú quieres.
Pienso en las noticias, en lo que veo cuando estoy de servicio y en lo que me cuentan mis compañeros en otros escenarios de la Marca.
—Debemos pensarlo con calma. —Al otro lado de la Marca todo se va a la mierda y el cagadero se llena despacio. Un día, cada vez más cercano, rebosará; cuando llegue ese momento, cuando los blanditos se harten, mejor que seamos pocos en casa.
—Tengo ganas de ti. Te voy a comer cuando llegues.
—Yo comeré a ti. Buenas noches, mi vida. —Me vuelvo a enganchar al cable del deslizador y lo programo con destino al punto de intercepción. Vuelo en la oscuridad, suspendido en el aire.
Al llegar, me coloco en posición. Apago todos los sistemas innecesarios para mantener activado el camuflaje sin que aumente demasiado la temperatura. El registro indica que la huella de detección es cero. Vuelvo a encender la televisión mientras espero.
—“…un nuevo varapalo de la Corte Suprema a las demandas de los activistas por la…”
Click.
—“…ni uno más, porque nos quitan los trabajos y…”
Bobadas. Click.
—“…qué culpa tenemos nosotros de que en su planeta…”
Click.
—“…ojalá fuera tan sencillo como cerrar las puertas y ya está. Pero es mucho más complicado que eso”.
El debate parece interesante. Además, a esta hora han dejado de emitir programas de cocina.
—“¿A qué se refiere, profesor?”.
—“Verá: nuestras bajas cuotas de inmigrantes suponen una solución populista e injusta para con los blandianos”.
—“¿Por qué la califica de injusta? ¿Es que carecemos del derecho a decidir qué se hace en nuestro territorio?”.
—“Desde luego que sí lo tenemos; el problema consiste en que hemos ido mucho más lejos. Si bien los acogimos como refugiados y les dimos generosas áreas de asentamiento, nuestros gobernantes establecieron bloqueos a su integración en cuanto supieron de su tasa reproductiva y capacidades tecnológicas, incluso habiendo demostrado que son grandes conciudadanos si les damos la oportunidad. Además, comenzaron las tácticas discutibles: desde accidentes industriales hasta contaminación de ríos, pasando por sabotaje de obra civil e infraestructuras. Todo para que los blandianos tuvieran problemas a la hora de establecerse”.
—“El programa quiere aclarar, de nuevo, que las afirmaciones de los invitados no son la opinión de la cadena”.
—“Puede estar usted tranquila: he afirmado lo mismo durante mucho tiempo y nadie me ha llevado ante los tribunales. Como le decía, la injerencia en la zona blandiana continuó, pero hemos ido más allá”.
—“¿Qué quiere decir, profesor?”.
—“Además de abonar su inestabilidad, provocamos enfrentamientos entre ellos para dinamitar sus desarrollos. Por si fuera poco, controlamos la mayoría de sus recursos mediante empresas privadas que, en realidad, no son más que tentáculos de nuestros gobiernos y robamos tecnología mediante el espionaje de…”
Una señal de los sensores me salva del tedio. Click. El grupo aparece tras pocos minutos. Activo el marcador táctico y despliego el arma en mi espalda.
Delante, el zorro. Sigue la ruta pactada y pagada. Ha debido guiar blanditos por la Marca cientos de veces. El sistema reconoce su perfil y lo identifica. Sí, es el de siempre. Detrás de él, siguiendo su estela, los ilegales que tratan de pasar. En lugar de ocho, son diez. Me faltan seis mil en la cuenta. Tengo que dejar claro que así no se hacen las cosas. Marco los blancos, pongo el sistema de disparo en automático y lo activo. Mientras escribo un mensaje en clave reclamando los seis mil que faltan, mueren uno a uno con disparos limpios en la cabeza. Dejo al zorro para el final, con un lapso de doce segundos respecto al anterior disparo. Añado que, desde hoy, la tarifa sube a cuatro mil por cada blandito. El zorro debe pensar que saldrá de ésta. Se cumplen los doce segundos y ese será su pensamiento final. Marco el punto en la ruta del reciclador mientras comienza a llover. Envío el mensaje.
En dos horas termina mi turno. Compruebo que la nodriza esté preparando el litro de café bien cargado. Planeo caminar hasta allí, una tranquila patrulla a pie, cuando entra una llamada: es Lyndon.
—¿Qué tal todo por ahí?
—Fenomenal, a punto de tomar una semana de permiso.
—Pues por aquí un verdadero infierno. Me han pasado parte de tus drones y resultan insuficientes. Llegan en oleadas, ¿sabes? Parece que en su zona han empezado una guerra, un rebelde o algo así; ni idea. Pero no dejan de venir. Incluso caminan bajo nuestros bombardeos.
—Ánimo. —Me muero por una taza de café.
—Oye, necesito un favor.
La felicidad del permiso cercano me embriaga y le digo que sí antes de preguntar. Llueve con intensidad y las gotas repiquetean contra el casco. El sonido es molesto; hago un informe técnico para que los del laboratorio vean cómo insonorizarlo.
—Gracias, hombre. Mira: lo que pasa es que justo en el borde con tu sector, de mi lado, he recibido unas señales muy extrañas de los sensores. Iría yo mismo, claro, pero estoy sobrepasado con este asunto de eliminar intrusos en grandes grupos; a este ritmo me quedo sin bombas. ¿Echas un vistazo, por favor?
—Estaré allí en unos veinte minutos.
—Muchas gracias. —Manda el registro de señales y vuelve a su tarea. Supongo que su bonificación será sustanciosa este mes.
Me engancho al deslizador y vuelo hacia la zona indicada. La oscuridad se rompe cada poco tiempo por los rayos de la tormenta, una bastante grande. Reviso los datos de las señales: sí que son raros, intermitentes, de baja intensidad, sin referencias en la base de datos; merece la pena echar un vistazo.
Desciendo en el punto de destino. Llueve a mares. Nada en infrarrojos ni en otras categorías del espectro. Estudio las señales; erráticas, aunque todas en paralelo a la ribera del río. Dudo que sea casual.
Activo los focos del deslizador y la escena se ilumina. Lo programo para que me siga mientras avanzo. El río ha crecido con la tormenta y va lleno de ramas de árboles. Busco huellas, pero las grandes gotas de lluvia deforman el barro.
Reviso los matorrales al borde del río y no encuentro nada; pero sé que algo hay por aquí. Cuando me aproximo a un recodo del cauce, el suelo cede.
Caigo en el río, de pie, junto a barro, rocas y ramas. Intento moverme: estoy atrapado. El agua entra por los malditos accesos abiertos. Algunos sistemas empiezan a fallar. La potencia del traje disminuye muy deprisa.
Intento guardar la calma. Las piernas permanecen estáticas y la bajada de potencia hace que los servos sean incapaces de amplificar mi fuerza lo suficiente. El brazo izquierdo está metido en el barro, entre ramas, y no lo puedo sacar. La lluvia arrecia y el agua ya me llega a la barbilla dentro de la armadura.
Tengo el brazo derecho libre, así que lo saco del agua, despliego el enganche y acerco el cable del deslizador mediante el control remoto: saldré de esta situación. Luces rojas en la mayoría de los sistemas. La impermeabilidad interior brilla por su ausencia; tendré que informar del asunto. Siento mucho frío. Cuando el cable está a menos de diez centímetros del enganche, las comunicaciones dejan de funcionar. Amanece.
Estiro los dedos de la mano derecha, sin éxito; el cable está ahí mismo, pero como si estuviera al otro lado del planeta. Grito, pero nadie me oye. El agua llega hasta el labio inferior. ¡Maldita sea! Intento hacer palanca desplegando el arma de mi espalda, pero se hunde en el lodo. Qué manera más tonta de morir. Tengo miedo. Las cámaras del deslizador deben estar grabando toda la escena. Las imágenes y los registros de mi armadura servirán para que el departamento técnico arregle este tipo de fallas; seguro que le pondrán mi nombre a la actualización, como un homenaje. Quiero ver mi coche nuevo, azul cobalto. ¡Quiero vivir!
Algo choca contra el hombro del traje. Giro la cabeza todo lo que puedo y hay una figura sobre mí, en la orilla del río. Un blandito me tira piedras. No, a mí no: tira piedras al cable. Intenta acercarlo a mi enganche de la mano con un golpe de alguna piedra. Pero el blandito es invisible a cualquier sistema activo de sensores que todavía funcione. ¡Apunta bien, blandito, apunta bien! Surgen otros dos. Parecen adultos; intentan llevarse al otro. ¡No, no! ¡Quedaos, tirad piedras! El agua llega a mis labios. Cierro la boca. Se resiste y vuelve a tirar piedras. ¡Sí, sigue, sigue! El agua se acerca a mi nariz. Una piedra da en el cable. Es un milagro. Se desplaza unos centímetros hasta mi enganche magnético. Tomo control manual del deslizador y retraigo el cable para salir del río.
Cuando estoy a salvo, vomito dentro del traje. Compruebo los sistemas y pocas cosas funcionan. Los tres blanditos me miran, en silencio, bajo la lluvia; ningún sensor los detecta. Me aproximo a ellos, despacio. Llevan al cuello algún tipo de artefacto. ¿Creará interferencias? ¿Engañará a los sensores? ¿Es una tecnología como el camuflaje de la armadura? El termofilo sí funciona y termino con ellos. Marco el lugar en la ruta de reciclaje del Naglfar y tomo los artefactos para su posterior entrega al departamento de investigación. Programo el deslizador para que me lleve hasta la nodriza.
Por el camino, me llama mi esposa.
—Hola, cariño, he estado pensando: ¿verdad que el rojo cobalto es más elegante?
—Sí, mucho más. —Consigo que la voz tiemble poco.
—Pues pediré ese color. Te quiero.
Cuelga. El vuelo es corto. Mi reemplazo de turno ya está en posición. Entro en la nodriza y los sistemas retiran el traje; a mis pies, un charco embarrado. Permanezco bajo la ducha unos cuantos minutos. Cuando salgo, voy directo a la cafetera. Me tomo una taza de dos tragos: delicioso; me sirvo más. Los sistemas vuelcan datos de la armadura.
Hago un informe sobre los artefactos que llevaban los intrusos y clasifico el material. Bebo más café. Abro una incidencia acerca de los problemas de calor del traje y sobre el desastre que causa el agua en los sistemas internos. Tres tazas después, he terminado. Faltan un par de horas para la vuelta a casa; decido echar un sueño.
Doy vueltas, despierto. Me gusta más el azul cobalto. No consigo dormir. Pienso en el cervatillo. ¿Habré tomado demasiado café?