Recuerdo perfectamente el verano de mi décimo cumpleaños.
Si cierro mi ojo derecho, mi ojo sano, puedo ver. con mi ojo ciego, todo lo que ocurrió entonces.
Mi ojo inútil. El ojo que el Venancio me cegó de un cantazo cuando yo tenía nueve años.
Venancio la había tomado conmigo, no sé por qué, quizás porque yo era pequeño y flacucho, quizás porque nuestros abuelos habían tenido problemas de lindes, quizás porque tenía que elegir una víctima y me tocó a mí. El motivo poco importa, lo que importa es la terrible inquina que yo le despertaba y a causa de la cual, mi vida era un tormento.
Venancio me perseguía, me preparaba emboscadas, me zurraba allí donde me encontrase y el pueblo era tan pequeño que era imposible no encontrarlo en cualquier lado y a todas horas.
Aquel verano, el verano de mi noveno cumpleaños, gracias a Venancio dejé de ser “el nieto de la señá Engracia” y pasé a ser “el tuerto”, el “un ojo”, incluso hubo quien, aquejado de un curioso ataque de cultura clásica, llegó a llamarme “cíclope” o “Polifemo”.
Aquel verano el odio hacia el Venancio -la mala bestia que llevaba tantos veranos torturándome- alcanzó sus cotas máximas.
Fue el verano en que, por vez primera, le planté cara al Venancio e intenté defenderme. En plena refriega logré darle una patada en la entrepierna y salir corriendo. Cuando el Venancio logró recuperarse me buscó por todo el pueblo. Estuve días sin atreverme a salir de casa, aterrado hasta que, finalmente, mi madre me obligó a salir casi a empujones.
En cuanto el Venancio supo que yo había salido de mi madriguera, corrió en mi busca... y yo corrí también. Siendo mayor que yo y mucho más alto, no tardó en darme caza. Me tiró al suelo de un guantazo y allí comenzó a golpearme. En un momento dado, llevado por la furia, echó mano a un canto, en el forcejeo, el canto acabó golpeando mi ojo izquierdo y yo quedé tan aturdido que no recuerdo nada más hasta llegar a casa y oír el grito asustado de mi madre.
Aquel mismo verano comencé a ver a esos... seres, esas cosas, esos monstruos. Comencé a verlos a Ellos.
Con mi ojo tuerto.
Primero fueron sombras reptantes. Formas indefinidas que se movían lentamente ante mí y que yo creía que eran residuos de mi vista.
Luego, poco a poco, fueron tomando consistencia y ganando realidad.
Los veía con mi ojo enfermo. Si miraba con el ojo bueno no veía nada. Por eso sabía que nadie más podía verlos.
Habitaban en las cuevas cercanas al pueblo, unas cuevas que yo había utilizado cientos de veces como refugio sin que su presencia me fuera revelada hasta el momento en el que el Venancio me descalabró el ojo.
No sé por qué decidieron dejarme vivir. Nunca les pregunté. Ante seres como Ellos uno no se plantea por qué lo dejan con vida, te limitas a dar las gracias porque así sea.
Ellos -serpenteantes, viscosos, pegajosos- me enseñaron las cuevas, los túneles donde habitaban.
Y yo les hablé de Venancio.
Ellos -oscuros, escurridizos, terribles- me hablaron de su hambre.
Y yo me ofrecí a llevarles alimento.,,
Fue sencillo atraer al Venancio hasta las grutas. No cuesta nada cegar de ira a alguien que te odia tanto como el Venancio -la mala bestia del Venancio- me odiaba a mí.
En cuanto me vio corrió tras de mí y yo salí corriendo hacia donde ellos -ansiosos, hambrientos, anhelantes- esperaban.
Es fácil recordar si cierro mi ojo bueno y me permito verlo todo con mi ojo ciego. Como lo vi entonces.
Los veo, como si estuviera ocurriendo ahora mismo, rodear al Venancio, que no puede verlos y se adentra sin temor en los oscuros túneles.
Puedo ver cómo, aún sin verlos, tal vez presintiéndolos, se estremece sin saber por qué.
Sí, con este ojo que él me dejó ciego contemplé, contemplo aún, su cara de horror cuando notó el primer pegajoso apéndice rodeando su cintura.
Veo con claridad cómo se retuercen sus miembros y aquellos viscosos órganos succionando y devorando su cuerpo y su alma.
Lo último que vi del Venancio fueron sus ojos aterrados y llenos de dolor. Y lo último que vieron sus ojos fueron mi ojo ciego, mi mano diciéndole adiós, mi sonrisa satisfecha.
Cuando recuerdo aquel verano siempre vuelvo a verlo todo con mi ojo apagado.
Tengo suerte. A mí me queda un ojo para ver el mundo.
El Venancio –el pobre Venancio, la mala bestia de Venancio-, en cambio, jamás volvió a ver nada.