El universo era infinito y el cosmonauta era insignificante.
Aquel doctor no fue consciente de lo poco que era para el universo hasta que llegó al espacio. No importaba que durante toda su vida hubiera hecho deporte, no hubiera bebido ni fumado y hubiera decidido que era mejor una velada estudiando que una de fiesta hasta el amanecer. Allá arriba nadie entiende de moral y lo que las hormigas hagan o dejen de hacer no simboliza nada.
No se dio cuenta de que él era nada cuando le propusieron ir al espacio.
No se dio cuenta de que él era nada durante las pruebas espaciales.
No se dio cuenta de que él era nada cuando el cohete huyó de su planeta.
Simplemente, se dio cuenta cuando el cohete se acercaba a la órbita de un nuevo mundo.
Nunca se asustó con facilidad. Siempre se consideró valiente, incapaz de cometer un error trémulo, porque un cobarde no puede hacer ciencia y la ciencia necesita héroes. Ahora, daba igual. Se encontraba respirando con cierta dificultad y no era por la entrada en la atmósfera. El sudor frío se desprendía por su cuerpo y flotaba por la falta de gravedad en la nave, convirtiéndolo en un seboso sapo que se hundía en su propia charca.
Y lo vio. Tuvo arcadas.
Allí fuera, en su trono invisible, girando en torno al todo, aguardaba el rey del infinito: el majestuoso planeta naciente. Era un pequeño señor de la guerra y el motivo de todo. Rojizo por los volcanes, tormentoso por las nubes de destrucción e imparable por convencimiento, en completa tranquilidad y poderío hegemónico frente a aquel espermatozoide metálico donde venía el miedoso. Si ese monstruo de la creación tuviera capacidad de raciocinio (¿y quién sabe? Puede que la tuviera), le hubiera interesado bastante poco la llegada de aquel trozo de hojalata.
Era aquel planeta un ser tan dantesco… Enorme, brillante, terrorífico, solitario hasta donde se sabía. ¿Qué podía hacer algo tan pequeño como aquel inocente viajero contra la magnificencia de un titán recién nacido? ¿Crear una civilización y destruirlo como toda su gente hizo con su antiguo hogar? No, aquel cuerpo naciente era diferente a su vieja y muerta casa, aquel era un dios devorador de hijos; sabría defenderse.
El astronauta empezó a reír, nervioso y aturdido, al percatarse de que pocos suelen preguntarse lo grande que es el universo, menos todavía en lo sobrecogedor que puede ser ver otro planeta. Pero ¿qué importaba lo que ellos creyesen frente a aquellos dioses que crepitaban y ardían en la pira del espacio infinito?
Los poetas y esos bohemios que se quedaban obnubilados mirando las estrellas y soñando con otros mundos, ¿advertían de lo magnas, poderosas e inconcebibles que eran? ¿Adivinaban en sus versos y sus obras de arte el misterio que encerraba cada uno de aquellos planetas suspendidos en la negrura eterna? Si así era, ¿cómo podían dormir en paz cada noche, sin ser siervos de un terror indómito?
El tripulante tragó saliva dos veces. Él era doctor. ¿No vio a aquella parturienta abriéndose en canal para que le quitasen a su hijo? ¿No ayudó a aquel desgraciado en cuyo cerebro se posó un avispón necrótico? ¿No tapó con sus manos la huella de un disparo de ballesta en la cara de un niño? ¿Por qué aquella mole le asustaba más que su especie? Precisamente por eso, quizás; porque no había nada de ellos, de sus fallos, de sus sueños rotos, de su imperfección.
Sabía porque sentía tamaña desazón. Tenía un pasado, como todos, pero su terror provenía de esa niñez. Sus padres se mudaron cuando tendría diez años, porque la nube de radiación cubrió la zona de la metrópolis donde vivían. En las afueras, en aquella nueva casa ajena que ahora era suya, no pudo dormir durante varios días pues en la oscuridad vio formas, en los chirridos de la madera escuchó susurros y en la duda saboreó el pánico. El terror le congelaba, pero lo peor era la sensación de nerviosismo, el no saber nada. ¿Quién vivió en esa casa antes de su familia? ¿Los antiguos huéspedes se marcharon o murieron allí? ¿Por qué dejaron atrás cosas como aquel soldadito de plomo en el sótano? ¿Por qué fueron capaces de arrancar todas sus memorias de aquel sitio que les cobijó, irse y dejarles atrás aquella parte de sí mismos a unos desconocidos? ¿Puede un animal morir decidiendo ser pasto de la carroña? Atrás, el niño dejaba todas las respuestas del antiguo piso de la familia, adelante solo la incertidumbre de aquel caserón. Fue horrible.
Ahora, el niño era un hombre, pero el pavor le devolvía a la infancia. Ni siquiera podía decir que se hubiera mudado de un barrio a otro o de un estado a un país o continente. No al menos según los estándares corrientes. Lo suyo había sido más grande, el gran salto, el salto de la velocidad luz. Ni siquiera estaba en el planeta donde nació.
El espanto se multiplicaba a cada segundo. Ni siquiera las conversaciones con papá en el porche o los vasos de limonada de mamá podrían calmarlo. Estaba solo ante la inmensidad. Desconocía la historia de aquel infierno que vislumbraba.
No sabía si alguien lo habitó, lo habitaba o lo habitaría.
No sabía cuántos conocimientos que daba por seguros se convertirían en una mera ilusión ante los hallazgos con los que se toparía.
No sabía si alguien había llorado o reído entre las nubes de gas.
No sabía si podía haber casas encantadas ni si podía haber planetas encantados.
Solo sabía que tenía miedo y que saltar a ese nuevo mundo le corroía como ácido, pero ahí estaba.
Apartó su mirada del ojo del cohete. Sentía hielo en sus venas y náuseas en su cuerpo. Titubeaba sobre si se sentiría mejor si se ponía su casco de explorador espacial, solo se notaba más asfixiado y más ridículo. Decidió dejarlo atrás y centrarse en los rápidos cálculos de la consola principal.
Buscó un pañuelo o algo para secar las lágrimas que le “caían” por el rostro y flotaban sin gravedad. Después, más arcadas.
La sensación de volar que tantos de sus congéneres habían deseado a lo largo de la historia, a él le resultaba tan extraña que prometió que, cuando regresase, no pensaba ir a ningún sitio de no ser andando.
Si regresaba, claro.
Reconociendo la futura derrota, el matasanos hizo una inspección por toda la nave. ¡Cuánto dolor y sufrimiento había costado que los suyos abandonasen su lugar de origen! Y no, no lo habían dejado queriendo, por el deseo de aventuras o colonizar otros planetas como en los viejos cuentos de ciencia ficción. No, lo habían tenido que abandonar porque su planeta natal estaba moribundo.
Contaminación, guerras, una mentalidad putrefacta… Esos eran los trofeos en la meta, en la carrera de los prejuicios, que servían a aquel salvaje dios conocido como dinero y falso futuro. Así fue como su sociedad, que había sido el hogar de todos, se convirtió en una residencia infecta e inhabitable. La única solución fue la añeja idea de buscar otros planetas para empezar de cero, la propuesta más imposible y la única a realizar. Convertir un paraíso en un vertedero, huir del vertedero a otro paraíso que destruir… Y así por siempre jamás. Qué historia.
Abandonó los pensamientos sobre aquel pasado para pensar en su presente y cómo debía curarse a sí mismo de aquella fobia. ¿Por qué no serviría? Había sido elegido como doctor del resto de la tripulación del buque espacial.
Porque sí, hubo más pasajeros allí: unos cuatro.
Ellos se prepararon desde niños para aquel enorme salto hacia las estrellas. No fueron a escuelas normales. No fueron educados como gente normal. No comían como las personas normales. No pensaban como gente normal… Era una élite preparada para ser la esperanza.
Y, de pronto, perdieron la razón.
Uno de ellos dijo que mataría a los demás.
Luego, el resto se amenazó entre sí.
Y todos ellos brillaban. Cada poro de su piel deslumbraba como el diamante, convertidos en hijos de las estrellas.
Y, al final, la sala de emergencias se quedó sin morfina y sin anestesia...
¿El miedo que sentía aquel desgraciado médico sería igual si hubiera tenido más gente a su lado? Porque era un temor arcano, radicado en cada parte de su ser, un ruido constante que quizás las voces y actos de otro hubiesen acallado. Pero no había nadie más y lamentaba que fuera así la manera en que la mente de los otros estalló, se fundió y se quemó.
Pobres compañeros de viaje…
En ningún momento se arrepintió de matarlos.
Bueno, mejor dicho (o eso era lo que se repetía), de dejarles morir.
Quizás, todo hubiera sido diferente con ellos. Tal vez, los hechos hubieran sido mejores si él se hubiera muerto con ellos. El problema es que él no lo había pensado hasta entonces. No había cabida en su mente para la idea de que el contagio hubiera sido mejor que la vida.
Sí, el contagio. Aquel virus sin nombre había convertido a todos en ángeles. O algo similar. Refulgían como un sol porque las estrellas les envenenaron. Tanto tiempo escudriñando fuera hizo que sus ojos se disolvieran y su piel relumbrase mientras buscaban matar a los demás. Las estrellas eran putas que pedían las vidas de sus clientes a cambio de algo de placer por mirarlas; ellas aprovechaban para pegarles la peor enfermedad posible.
Esos pobres astronautas… Eran cuatro brillantes seres, demasiado luminosos. Literalmente.
Y quedaba él, el único vivo, pero en su soledad tenía pensamientos extraños. Al principio, creía escuchar a sus compañeros (pero solo era una mentira para sentirse menos solo). En otras ocasiones, pensaba que los había asesinado sin más. En multitud de momentos, creyó que quizás él se inventó la enfermedad de las estrellas. Sea como sea, todo se había sumado a aquella fobia al universo que acababa de descubrir.
Los últimos días o meses habían sido complicados para el tripulante solitario. A veces, charlaba con los cadáveres. Alguno de ellos le echaba en cara diferentes versiones de la verdad que hacían que cuestionase todo lo que le rodeaba. ¿Había llegado a salir de su planeta acaso?
La paranoia era un estado normal de la mente cuando se atravesaba el espacio. El hombre razonó sobre si los antiguos exploradores sufrirían estados similares cuando descubrían nuevas tierras… Pero lo suyo era peor. No iba a descubrir la última frontera del mundo donde nació y se crió, sino a trazar una nueva que partiese el infinito universo si eso era posible.
Pero había una pregunta, una cuestión que no le dejaba respirar, forzada por sí mismo, pero que no quería pronunciar en alto. No obstante, ahí estaba, como una enfermedad que se desconoce portar, pero no tarda en hacer estragos, como un cáncer, como algo mil veces peor. Doliente, pero él era el único que lo sabía… La cuestión era: ¿daría el primer paso?
Eso era todo. ¿Era capaz de comenzar él solo una página de la historia? ¿La escribiría con pulso o temblando? ¿Sería un borrón, un capítulo o una nota a pie de página? ¿Quedaría alguien que le recordase?
Sabía que su raza moría, pero ahora pensaba ¿sería capaz de dar el salto? ¿De quebrar las antiguas creencias y concebir unas nuevas? ¿De abrir el camino? ¿De escribir su nombre en las infinitas crónicas?
Delante de él, estaba su futuro.
—Un minuto para comenzar la maniobra de apertura de la puerta principal. Recomendamos cálculo de contacto, proceso de mentalización, conexión con el plan auxiliar, traje espacial… Recomendamos…
La voz chillona del navegador de la nave sobresaltó al gusano de aquel cadáver de metal que era la nave. Siempre pensó que los robots de a bordo serían buenos compañeros para jugar al ajedrez o tener algo de conversación, pero solo eran voces que repetían frases vacías… Como todos.
Fue entonces cuando el tripulante solitario tuvo que admitir para sí mismo algo evidente: no notó que habían aterrizado.
¿Podría pisar aquel nuevo mundo sin que fuera consciente de ello? Lo intentó.
Cuando las puertas iniciaron su apertura, el corazón del cosmonauta se encontraba en su puño, aplastado y hecho una sustancia gris, como la que vomitaron sus compañeros cuando les suministró el electroshock.
Y con una mirada llena de luz, como la enfermedad de las estrellas, el viajero se dejó caer hacia delante.
Cada paso que acometió no era deseado, pero siguió adelante y descendió la rampa principal.
Nadie dijo nada, porque no había quien dijese algo.
Solo él y sus pasos.
Uno tras otro y tras otro…
Al final, cayó de rodillas ante la nueva tierra, llena de cenizas de una misteriosa formación que no había hecho más que comenzar.
En el horizonte, gigantes con forma de volcán en erupción, llenaban de azufre el ambiente que era su campo de batalla. A su alrededor, el planeta era un recién nacido sanguinolento y el llanto era aquel ruido salvaje que emanaba. Era el principio de un lugar sin vida donde quizás se pudiera acoger a los hijos de otro mundo.
Y entonces el ser de las estrellas sonrió por dar el primer paso.
Y se maldijo porque fuese el último.
No se había puesto el traje espacial. No tenía la conexión hidráulica para las escamas. No tenía el sistema respirador. No tenía la escafandra para evitar el óxido. No tenía la tela capaz de frenar el impacto de las cenizas. No tenía el equipo para sobrevivir a los vendavales tóxicos. No tenía nada más que un pensamiento efímero.
Y, mientras se asfixiaba, solo decía para sí…
—Qué hermoso…, es… Este mundo es… Hermoso. Deberían llamarlo… Tierra.
Y fue sepultado por el nombre que dio a aquel enclave de vida y muerte, bajo la luz de las estrellas y el fuego de un miedo sin nombre. Fue el último viaje del tripulante solitario.
“Ciertas cosas no descansan fácilmente ni siquiera cuando están muertas. Sus huesos gritan desde el suelo”.
STEPHEN KING.
Soy Carlos J. Eguren. Escribo novelas, relatos, guiones, reportajes, microrrelatos… Historias. Adoro las historias y me considero un juntaletras.
En 2011, nació Maverick la Mil Veces Maldita, mi antiheroína steampunk cuyos relatos han aparecido en diferentes publicaciones, hecho del que enorgullezco (de lo contrario, Maverick me volaría la tapa de los sesos). En 2013, quedé finalista en el IX Concurso de Relato Breve de la Universidad de La Laguna con Prisionero de un mundo feliz, suceso del que me alegro bastante al ser una obra de ciencia-ficción.
En otros apartados, he escrito y dirigido el corto No quiero verte ni muerta, el cómic breve ¿Desea actualizar? (El Arca de las Historietas), diferentes relatos para el portal Action Tales, varios cuentos para Ánima Barda y he colaborado con revistas como Axxón o Minatura.
También he publicado en diversos compendios, entre los que destaco Antología Pulp (Dlorean Ediciones) y Qué ha sido eso (ed. Ánima Barda).
A finales de 2015, se publicará mi novela Hollow Hallows tras su paso por las redes sociales de lectura gratuita.
Para más información
https://www.goodreads.com/author/show/7409976.Carlos_J_Eguren
¡Gracias por leerme! ¡Te debo una historia!