No sé dónde lo leí, llevo una temporada confusa. Unos treinta o cuarenta años. Pero sé que leí que alguien vivía junto al mar; alguien que, camino del trabajo, recorría a diario el paseo marítimo. Decía que nunca se cansaba de las vistas, de la plenitud, de la paz transmitida por las mareas.
Es mentira.
La primera semana sí. La primera semana el mar se presenta nuevo, con esos destellos que el sol provoca sobre su superficie ocultando todo lo demás. A partir del octavo día el olor a pescado muerto y los detritos arrojados a la playa por las olas terminan con el arrobamiento. A veces una tormenta eléctrica rompe el cielo encapotado para que la lluvia limpie el ambiente. Entonces parece que las cosas han cambiado siquiera un poco. Esa sensación tampoco dura.
Roberto y yo nos casamos descalzos en la playa. Él llevaba unos pantalones de lino a la altura de los gemelos y una camisa con mangas más anchas en la muñeca que en la sisa, de corte medieval, decía. Yo escogí un vestido de color crudo, vaporoso, y unas camelias enormes que apenas se sostenían sobre mi cabeza. En las fotografías se nos ve felices porque lo éramos. Felices, jóvenes y llenos de ilusión. Ya llevábamos algunos veranos trabajando en la isla, habíamos visto el apartamento que queríamos alquilar, conocíamos a los dueños porque eran clientes del spa de Roberto y, de vez en cuando, yo les regalaba entradas de paseo para el parque temático que me pagaba por hacer fotos a los turistas. Todo estaba listo para que nuestra vida de adultos comenzara.
Es decir, todo excepto yo.
No es lo mismo vivir a salto de mata comprando ropa barata que desechas a la quinta puesta porque vale más reponerla que plancharla, que hacerse cargo de un pisito mono con sus muebles de mimbre, su terrazo que barrer y su balconcito lleno de arena de playa traída por el viento. Nunca he sido una buena ama de casa. No me interesa. A mí me vale con tener una cama donde quedarme dormida y una taza para el café de la mañana. Roberto era igual, que yo supiera, pero la rotundidad con que mi barriga se puso a competir con los globos de helio que los sudamericanos vendían en el paseo le cambió. De repente el frigorífico debía estar siempre lleno, el suelo reluciente y que Dios nos pillara confesados si las sábanas no olían a suavizante a diario. Total, para que el niño naciese muerto dos meses antes de tiempo.
No soy una mala persona. Al contrario. Sé que no estaba preparada para ser madre. A lo mejor la naturaleza también lo sabía. A lo mejor ese fue el motivo de que mi útero se rebelara contra mí. Sucedió con rapidez y sin dolor. De ninguna clase. Podría fingir que se me abren las carnes cuando pienso en ello, pero fue Roberto quien se llevó la peor parte. Para empezar, le cambió el carácter; desde su punto de vista todo estaba mal y lo que peor estaba era yo. A sus ojos me convertí en una irresponsable incapaz de peinarse por las mañanas; cuando siempre le había encantado mi cabello loco. También pasé de ser una mujer poco apegada a lo material a merecer el calificativo de derrochadora con alergia a las lavadoras. Cuando ya no pude más le llevé a mi parque. Le llevé al reino de la felicidad.
En La Isla Park existía una única regla: todos debían ser felices. Por lo que sé, todavía es así. Muchas de mis horas de trabajo las pasaba ocupándome de hacerles monerías a los niños para que sonrieran. El resto las ocupaba disparando mi cámara en los rincones más encantadores. Mi preferido era la Cascada de Hielo Primaveral. Ya, el hielo es más cosa del invierno, pero al departamento de marketing le debía de parecer que, mientras el hielo en primavera refleja la luz y la dispone en arcoíris perfectos, en invierno suele servir más para provocar accidentes de tráfico. Así que la Cascada de Hielo Primaveral consistía en un montón de cartón piedra pintado de azul pastel con nieve artificial y flores salpicadas al pie. Las parejas babeaban, a veces literalmente, al ver a sus hijos retozando entre los capullos de plástico.
Roberto no hizo ningún esfuerzo por mostrar una bonita sonrisa a la chica que me sustituía junto a las puertas giratorias, en cambio yo me abracé a su cintura e incliné la cabeza mostrando todos los dientes como si me acabase de tocar la lotería. Marga, la suplente, negó con la cabeza. La contesté encogiéndome de hombros, pero en realidad sabía que tenía razón. Al final del día es responsabilidad de los empleados que los visitantes se vayan con la idea de que jamás han sido más felices, de que jamás han pasado un día mejor que ese en toda su vida. Nadie debe abandonar La Isla Park sin una intensa sensación de felicidad. Porque los clientes felices regresan y dejan su dinero en los puestos de comida, en las tiendas de recuerdos y en las casetas de los adivinos. Al menos, digo yo que será por eso.
Pero mi marido no puso mucho de su parte. Yo le pellizcaba, le besaba en la nariz… Hasta le compré algodón de azúcar, la verdad. Pero la cámara automática, la que se disparaba a la salida del tercer tirabuzón del Arco Iris de Ida y Vuelta, nuestra montaña rusa más retorcida, demostró que no había ni un ápice de alegría en todo su cuerpo. Hacia el final de la tarde no me dejaba tocarle siquiera, se soltaba de mi mano si tomaba la suya. Eso no impidió que mi rostro se volviese más y más risueño a medida que el suyo se descolgaba hacia el suelo con una mueca mucho peor que taciturna. A mal tiempo…
A la salida del laberinto de espejos, la que hasta entonces había sido su atracción favorita, le esperaba mi compañero Rubén. Sonreía, por supuesto, y le anunció con toda la pompa con la que el parque hace sus avisos, que había obtenido un billete gratuito para la única barraca de pago del recinto: el Tren de la Felicidad de Felicity Happiness.
—Usted no puede viajar, señorita.
No protesté, claro. Conocía las reglas. Había visto cómo la entrada del túnel de Felicity, flanqueada por dos enormes bastones de caramelo blancos y rojos, se tragaba a los visitantes más hoscos durante tres veranos seguidos. Mientras, sus acompañantes les esperaban a la salida con la esperanza de que el nombre de la atracción tuviera algún poder sobre sus estados de ánimo. Durante todos esos periodos de vacaciones había visto cómo los acompañantes regresaban a sus casas, la felicidad pintada en el rostro. Un poco confusos, quizá, pero contentos. Como si hubieran dejado atrás alguna especia de lastre. Así me encontré yo, de vuelta en la puerta giratoria, comprendiendo que era una pena que no hubiese fotografías de mi visita y aceptando el vale por una gratuita para la próxima vez.
Nunca he sabido muy bien lo que sucede. Si no trabajas en el Tren de la Felicidad no te lo explican. Cada puesto tiene su manual del empleado eficiente y ya es bastante aprender el propio. No, no sé qué es lo que hacen en ese tren, pero sí que comprendo por qué cada vez lo visitan más parejas.