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El pastor de naves

Martínez, Felicidad

            Recuerdo el día en que todo cambió.

  Acababa de cumplir nueve años y creía, estúpido de mí, que estaba dando el primer paso para convertirme en adulto. Y aunque, en cierta forma, no estaba del todo desencaminado, el proceso no iba a ser, ni mucho menos, como esperaba.

Cuando aquel desconocido entró en casa y habló con mi padre de manera desapasionada, como quien da la hora en la calle, poco podía sospechar que sus palabras, sin sentido alguno para mí, marcarían mi destino para siempre.

—Los informes médicos son concluyentes —dijo—. El niño tiene el síndrome de Gerial. En unos años empezará a mostrar los síntomas. Antes de los veinte será improductivo y terminará por convertirse en una carga para esta colonia.
»Pero tiene suerte. Está en la edad adecuada y los marcadores de inteligencia son óptimos para la implantación. Será útil, después de todo.

—¿Cuándo está previsto que empiece el proceso? —replicó mi padre con los dientes y los puños bien apretados.

—Mañana por la mañana.

—¡Mañana! Eso es absurdo. Necesitamos más tiempo. Nos estáis pidiendo un desarraigo…

—Los preparativos ya están en marcha —interrumpió.

—Pues paradlos.

—Detenerlos supondría una pérdida de costes de producción que la colonia no se puede permitir.

—Pero es mi hijo.

—No. Ya no. Y cuanto antes os hagáis a la idea, mejor para todos.

No le dio a mi padre la oportunidad de seguir protestando. Se marchó sin más.

Cuando pregunté qué había sido todo aquello, mi padre se limitó a revolverme el pelo con afecto y sonreírme con tristeza.

Aquella noche, el llanto incesante de mi madre en su cuarto me acompañó en una extraña velada en la que mis tres hermanos mayores me trataron como nunca: con mimo y atenciones.

A la mañana siguiente, antes de que despuntara el alba, mi padre me sacó de casa con cuidado de no despertar a nadie y, sin mediar palabra ni mirarme a los ojos, me llevó a las afueras, hasta unas instalaciones que jamás había visto, cercadas por un muro de alambre y hierros retorcidos.

Tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando; tardé en comprender el significado de aquel simple «Adiós» dicho por mi padre con la voz quebrada. Y cuando quise reaccionar ya no había nada que hacer. Patalear, llorar, berrear… Todo fue inútil. Me metieron en la lanzadera y me despegaron, literalmente, del mundo. Sin explicaciones, sin un gesto amable. Sin nada.

Aunque ahora comprendo lo duro que debió de ser para mis padres el entregarme de esa manera a los intereses de la colonia, y aunque entiendo el porqué de ese trato desapasionado por parte de los técnicos que me atendieron, a día de hoy, una pequeña parte del niño que fui no podrá perdonarlos jamás.

A veces estoy convencido de que ese sentimiento es lo único que me permite seguir siendo humano. Pero la sensación pasa deprisa.


      
      El viaje fue aterrador. Seis horas de ascenso amarrado a un asiento sin poder moverme, aunque tampoco me atreví a intentarlo. El miedo me tenía preso, y las dudas y el rencor tampoco me dejaban pensar. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué me castigaban de esa manera?

—Lo siento. No lo volveré a hacer. Sea lo que sea, no lo volveré a hacer —repetí hasta la saciedad entre lloros y balbuceos.

De repente cesó el estruendo que me había estado acompañando durante horas, y una extraña sensación de vacío se me columpió en el estómago durante un buen rato. Tenía una sed brutal, y me dolía cada músculo y cada articulación de tanta tensión acumulada.

Entonces caí en la cuenta. La estrecha ventana, por la que apenas me había atrevido a mirar durante el trayecto, ya no mostraba las tonalidades anaranjadas rugientes, sino un negro uniforme que transmitía una calma perturbadora.

Me volví hacia ella, me atreví a mirar y, pasado un rato, la oscuridad quedó salpicada de estrellas. Ni en la noche más despejada recordaba haber visto un espectáculo tan hermoso y embriagador.

Poco después sentí un acelerón que me encogió las tripas, e instintivamente estrujé los reposabrazos del asiento y apreté mucho los dientes. En aquella ocasión, sin embargo, no aparté la vista de la ventana. Y así fue como vi al monstruo.

Al principio parecía una lágrima de metal oscuro y reluciente suspendida en mitad de la nada. Pero conforme el transporte se fue acercando empecé a apreciar no solo su enorme envergadura, sino también sus aristas y salientes, la media docena de tentáculos largos y retorcidos que estiraba y encogía con parsimonia para rascarse la tripa o la espalda, y los cientos de insectos metálicos que lo sobrevolaban como moscas alrededor de un moribundo.

Aquel monstruo fue creciendo más y más. De repente empezó a abrir, con horrenda lentitud, una boca descomunal, y yo comprendí que, por la trayectoria, iba directo a ella.

Chillé, pataleé, intenté soltarme, pero nada funcionó. Aquella bestia iba a tragarme.

El miedo me hizo perder la cordura. Solo podía pensar en las historias que me habían contado de niño, donde el jefe de un asentamiento ofrecía a su hija en sacrificio para aplacar la ira del monstruo. Y ese, sin duda, era yo. Arrancado de los brazos de mi familia para satisfacer el hambre del dios de los cielos nocturnos. Pero en esta ocasión no aparecería nadie para plantarle cara a la bestia, nadie acudiría al rescate.

Entre gritos y espasmos, envuelto en una oscuridad insondable, fui engullido. 


      
      La impresión fue tal que caí inconsciente, no sé durante cuanto tiempo. Solo sé que al abrir los ojos me encontraba peor de lo que recordaba antes de llegar y que, para mi sorpresa, no estaba amarrado al asiento ni al interior del transporte, aunque el cuartucho en que me encontraba era aún más claustrofóbico que el anterior. De hecho, me recordaba mucho el cuarto de la limpieza en el que una vez me encerró la maestra como castigo por una trastada.

Una luz roja cubría el habitáculo con sombras grotescas. Entre lo poco que veía y lo que palpé me di cuenta de que las paredes estaban forradas de estanterías llenas de cubos metálicos. Apenas quedaba un pequeño espacio en el que cabía tumbado y apretujado como un ovillo.

¿Cómo había llegado hasta allí? Ni idea.

¿Estaba muerto? Lo habría afirmado sin dudar de no ser por el hambre, la sed y el dolor que me laceraba el cuerpo.

Me puse en pie; intenté dar con una salida; lloré, pataleé, pero nada surtió efecto.

De pronto se oyó un crujido. Era el mismo sonido desagradable que emitía la radio de mi padre cuando los trabajadores de la fábrica empezaban a transmitirle algún informe.

—¿Has llorado suficiente? —dijo una voz metálica salida de todas partes.

—Quiero ir con mi padre —respondí sin demasiada convicción—. ¡Quiero ir con mi padre! —ordené mientras golpeaba lo que suponía que era la puerta.

—Cuando hayas llorado todo lo que tenías que llorar, informa.

—No. ¡No! —Pataleé la pared.

En respuesta obtuve silencio. Y así durante… ¿horas? Imposible calcular cuánto tiempo estuve encerrado.

Lloré sin descanso, destrocé todo lo que encontré, pataleé, me meé encima, me cagué, me hice un ovillo, y me estrujé y me estrujé el estómago mientras el hambre me agujereaba las entrañas. La sed me agrietó los labios hasta que sangraron y me sacié con el metálico sabor.

Ahora sé que estuve allí tres días.

Un infierno que jamás le haré pasar a mi sucesor. 


    
     —¿Has llorado suficiente? —preguntó de nuevo la voz metálica.

Abrí los ojos con dificultad y, con mucha más, conseguí ponerme en pie.

—Sí —respondí derrotado.

Una pared se desplazó lateralmente tras un bufido. Crucé el umbral a tientas, y a la salida me esperaba uno de aquellos cubos metálicos, que empezó a desplazarse con un chirrido muy peculiar por un estrecho pasillo.

Lo seguí como pude, arrastrando los pies y apoyándome en las paredes, mientras una luz rojiza se iba encendiendo durante el avance para apagarse cuando la dejaba atrás.

Recorrer el camino fue tan claustrofóbico como estar encerrado en aquel cuartucho. Enormes tuberías, conductos y cables lo cubrían todo; a veces incluso hasta parte del suelo, lo que dificultaba considerablemente mi avance entre tropiezo y tropiezo. De hecho, algunos tramos eran tan estrechos que dudaba mucho que un adulto pudiera atravesarlos.

Y cuando empecé a respirar con dificultad, debido a la angustia que me provocaba la prolongada falta de espacio, vi por fin una luz blanca al final de aquellas entrañas retorcidas.

Más por inercia que por las pocas fuerzas que me quedaban, conseguí llegar a la cámara. No era especialmente amplia, pero al menos podía ponerme en pie y estirar brazos y piernas sin tropezar con nada.

No había tuberías ni otros obstáculos, pero las paredes estaban cubiertas de monitores, cuadros de mandos, pulsadores de todos los tamaños, formas y colores, marcadores luminiscentes… En el centro había un enorme y aparatoso sillón que me recordó horrores mi última visita al dentista. Así que no me hizo mucha ilusión comprender que los pitidos del cubo que me había guiado hasta allí, más los golpecitos que se daba contra la base del sillón, me estaban indicando que tomara asiento. Asustado y desorientado por el hambre y la sed, al fin me decidí a trepar y arrastrarme con mucho esfuerzo hasta que conseguí acomodarme.

Como recompensa, a la altura de mis hombros salió de la nada un tubito transparente del que empezó a caer agua. Rápidamente me amorré y bebí hasta que, de tanta ansia, terminé por toser.

Poco después, el sillón se movió y pasé de estar casi tumbado a quedar sentado con la espalda bien recta. Seguidamente, del techo descendió una enorme pantalla. De un reposabrazos surgió un monomando, y del otro, un teclado numérico.

Tras un pitido y un parpadeo, el monitor se encendió y me mostró lo que no tardé mucho en identificar como un juego: una pelotita blanca salía de la esquina superior de la pantalla, rebotaba en el borde inferior y ascendía. Cuando desapareció por el lateral derecho, el sillón se sacudió acompañado de un sonido estridente.

La escena se repitió un par de veces más hasta que comprendí el funcionamiento de los controles de mi asiento. El juego consistía en mover las paletas laterales (dos rectángulos blancos verticales) para mantener la pelotita dentro de la pantalla.

Cuando superé el primer nivel obtuve mi recompensa: apareció otro tubo de la nada y de él empezó a caer una pasta blanca que olía a pollo con patatas, y que al comerla dejaba un regusto de manzana con trazas de caramelo. A pesar de la extraña combinación de sabores me supo a gloria, aunque solo pude darle un par de lametazos.

Sin embargo, cuando el juego se inició de nuevo no me hicieron falta más pistas para deducir que por fin podría saciar el hambre y la sed.

Poco podía imaginar que así sería el resto de mi vida.    


  
No sé durante cuánto tiempo estuve viviendo en esas condiciones. Acurrucado en el suelo, pegado contra una pared cuyas luces y procesadores me proporcionaban calor, orinando y defecando en un rincón que luego limpiaban los cubos metálicos, saciando el hambre y la sed con diversos juegos de dificultad creciente, internándome en los pasillos que comunicaban con la sala, a cual más tortuoso, en una búsqueda desesperada de la salida que nunca alcanzaba y que me sumía más y más en la desesperanza.

Sin ventanas al exterior, acompañado siempre de una luz artificial que gradualmente fue bajando de intensidad hasta alcanzar la penumbra sin que me diera cuenta, y sin horario de comidas, dado que podía jugar cuando quisiera para obtener la recompensa, las horas, incluso los días, no existían. Era una pesadilla continua que se prolongaba incluso durante el sueño.

Así fue mi espantosa rutina hasta que en cierto momento, consumido por la desazón, tuve un arranque de locura y empecé a golpearme contra todo aquello que encontraba. Tras abrirme la cabeza con un saliente, perdí el conocimiento.

Cuando desperté, la cámara estaba llena de cubos metálicos que se afanaban en recoger la sangre del suelo y el mobiliario; otros arreglaban los desperfectos y tres se dedicaban a cauterizarme las heridas abiertas. Menudo susto me pegué con estos últimos.

—No vuelvas a cometer una estupidez como esa —dijo la voz metálica que me había hablado aquella vez en el cuartucho.

—¿Y por qué no? —lo desafié.

Como obtuve el silencio por respuesta, cogí uno de los cubos metálicos y me puse a estamparlo contra el suelo.

—¡Basta! —rugió la voz.

—¡Pues contesta cuando se te pregunta!

—Porque el coste es inadmisible —replicó.

—¿Y qué es eso del coste?

—El gasto que se realiza para la obtención de un bien o servicio.

—¿Eso es lo que soy? ¿Un gasto?

—Eres un recurso.

—¿Y eso qué significa?

—Eres un medio para conseguir un propósito, y que a su vez consume recursos. La finalidad justifica el coste, pero si se encarece, hay que remplazar el componente. Y en este caso la inversión inicial pasaría a fondo perdido. Algo inadmisible.

—No entiendo nada de lo que has dicho —bufé con frustración.

De nuevo se hizo el silencio y, ante su prolongación, alcé otra vez el cubo que sostenía entre las manos, cuyas ruedecitas chirriaban sin cesar, e hice el amago de golpearlo contra el suelo.

—¡No! —ordenó la voz.

—¡Habla!

—No has formulado ninguna pregunta.

—Explícame qué hago aquí.

—Aprender.

—Aprender, ¿qué?

—Los procesos para ser el próximo pastor de naves.

—El ¿qué?

—Un bien y servicio para la colonia.

—¡No me da la gana!

—No tienes otra opción.

—Me da igual. Quiero irme a mi casa.

—No es posible.

—No me importa.

—Eso no tiene sentido.

—¡No me importa! Mi padre dice que querer es poder.

—Eso es refutable. Si no hay recursos…

—¡Pues los pinto!

—Eso es absurdo.

—¡Porque no tienes imaginación!

Para mi sorpresa, tras un breve e incómodo silencio, empezó a oírse un ruido que parecía una mezcla de estática y entrechocar de rocas. ¿Se estaba riendo, o rugía enfadado? Fuera lo que fuese, me puso la carne de gallina.

—Hagamos un trato —dijo—. Supera el último nivel del juego y pintaré los recursos.

—¿Y si no lo consigo?

—Morirás. Después de todo, ese habría sido tu destino de haberte quedado en casa. 


      
Calculo que pasé tres años en aquella cámara. Y digo «calculo» porque desde aquella conversación empecé a contar los días en función del sueño. Cada vez que caía reventado añadía una muesca en el suelo cuando despertaba.

La mayor parte del tiempo la pasaba sentado en el sillón.

El juego no parecía tener fin. Cuando creía que lo había superado aumentaba el nivel de dificultad.

Llegué a controlar hasta cuatro monitores a la vez, y no todos mostraban el mismo juego. Estaba el de la pelotita, el de combinar formas y colores, el de las operaciones matemáticas y el de memoria.

Tampoco obtenía siempre la misma recompensa. Lo básico era papilla y agua, y más adelante pude combinar sabores, aromas, colores. También obtenía otras cosas, algunas necesarias como la limpieza en seco, los analgésicos para la fiebre, que el asiento se calentara y quedara totalmente horizontal para no tener que dormir en el suelo… y otras menos necesarias pero igual o más interesantes, como la posibilidad de abrir compartimentos e inspeccionar su contenido, o el desbloqueo de puertas en los pasillos que me conducían a otros pasillos, o el acceso a archivos que aparecían en pantalla y ofrecían lecturas densas sobre meteorología, materiales, recursos, gráficos de población de todo tipo… Aunque no entendía muy bien el contenido, lo devoré igualmente e intenté sacar mis propias conclusiones. Al menos así encontraba algo con que mantenerme entretenido.

Fue precisamente hacia la mitad del último año cuando empecé a tener problemas de movilidad. Primero comenzaron a dolerme las articulaciones; luego surgieron las molestias musculares. Los dedos de las manos, sobre todo, se llevaron la peor parte, lo que supuso una dificultad añadida para superar los distintos niveles del juego. Cada vez intentaba con más asiduidad combinar pantallas para obtener como recompensa los calmantes.

En ocasiones, pies y pantorrillas se me quedaban dormidos, y más de una vez me las vi y me las deseé para desandar el camino y volver a la cámara tras haber explorado un nuevo pasillo.

La incertidumbre y el miedo se apoderaron de mí. ¿Cuánto más iba a durar aquello? ¿Tendría que volver a casa a rastras? ¿Me quedarían fuerzas para intentarlo siquiera?

Hasta que un día, mientras intentaba superar tres pantallas complicadísimas empapado de pies a cabeza por el sudor del esfuerzo, sentí unas terribles sacudidas y todo emepzó a bambolearse a mi alrededor. No había cometido ningún error durante el juego, así que ¿a qué era debido?

De repente, los monitores se apagaron y desaparecieron en el techo; las máquinas que tenía delante avanzaron y a continuación se apartaron a un lado; la pared que las contenía se hundió en el suelo y dejó al descubierto una amplia sala contigua; el sillón se despegó de la base y empezó a moverse solo, en línea recta.

La habitación a la que accedí no era muy diferente de la que había dejado atrás. No había sillón en el centro, eso sí, pero en su lugar había una plataforma circular elevada donde supuse que se ajustaría el asiento móvil.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, este pasó de largo y apenas se detuvo mientras los ordenadores del fondo se apartaban y la pared se hundía en el suelo para allanar el camino a una cámara circular enorme con grandes ventanales que mostraban un firmamento plagado de estrellas y salpicado esporádicamente por explosiones de luz anaranjada que acompañaban cada sacudida.

Entre temblor y temblor llegué hasta el centro de la sala, donde un sillón, el doble de grande que el mío, giraba en semicircunfernecia hacia unas pantallas u otras colgadas del techo. En él había sentado un saco de piel y huesos unido a un cráneo que me pareció deforme, del que salían por todas partes tubos que conectaban directamente con el asiento.

—No es el lugar más seguro ahora mismo  —dijo la voz metálica que salía de todas partes. Supe, sin embargo, que se trataba de la persona sentada en el sillón, porque a pesar de no haber movido los labios, se giró hacia mí—, pero te necesito cerca. Tal vez tu movilidad sea útil.

—¿Qué está pasando?

—Nos atacan.

—¿Quién?

—Otra colonia.

—¿Otra colonia? ¿De dónde?

—De otro planeta. Y no preguntes de cuál, porque no lo sé. Mis exploradores no la detectaron.

—Pero ¿por qué nos atacan?

—Por favor, deja de hacer preguntas. Sé que llegamos a un acuerdo, pero no tengo tiempo para darte respuestas. Ahora no.

Obedecí. A pesar de que la voz metálica carecía de entonación, comprendí que no estaba de humor. Y no era para menos. Al activar la palanca de control pude acercarme a los ventanales y así observé lo que sucedía en el exterior: una lágrima de tamaño medio lanzaba fogonazos de luz contra nosotros mientras un enjambre de insectos metálicos atacaba a los del monstruo.

Era un espectáculo hipnótico. Las explosiones se sucedían sin descanso, como un castillo de fuegos artificiales, y los cascotes pasaban de largo o se estrellaban contra cualquier estructura con la que se topasen, provocando desperfectos.

Volví al centro de la sala con la emoción y el miedo trepándome por la boca del estómago. El sillón central giraba frenético de una sección de pantallas a otra. Estas vomitaban cascadas de datos, gráficos y mapas de situación mientras una secuencia de luz rojiza y anaranjada lo bañaba todo, y una estridente alarma me traspasaba los tímpanos cada vez que un monitor irradiaba un verde intenso.

Algunos de los cuadros de mandos de las paredes empezaron a soltar chispas después de una sacudida, y un enjambre de cubos metálicos salió de todas partes: unos para hacer reparaciones; otros para apagar los pequeños incendios provocados por los cortocircuitos. Yo mismo tuve que bajar de mi asiento, coger uno y alzarlo sobre mi cabeza para que pudiera espolvorear el humo blanco directamente en las llamas.

¿Cuánto duró la batalla? ¿Una hora? ¿Puede que más? Lo desconozco. Solo sé que terminó con una potente luz que travesó los cristales y bañó cada rincón de la enorme sala hasta cegarme, y que la acompañó una sacudida brutal en la que acabé dándome de bruces contra el suelo en un tremendo golpe que me dejó inconsciente.


        
—¿Qué ha pasado? —dije medio atontado mientras me dejaba acomodar en el asiento con ayuda de los cubos metálicos y unos brazos mecánicos que jamás había visto.

—Una batalla —replicó la conocida voz.

—Eso ya lo sé —gruñí—. Pero ¿por qué?

—Captación de recursos. Debe de tratarse de una colonia antigua y por tanto con las fuentes agotadas. O puede que el planeta en el que se asentaron no fuera tan provechoso como creyeron en un primer momento y ahora necesiten expandirse.

—¿De qué hablas? No entiendo nada.

—Estás cansado. Yo también. Lo mejor es que vuelvas a tu sala, te recuperes y sigas con el entrenamiento.

—¡No! —exclamé antes de dar un salto, ponerme en pie y sujetarme al asiento como buenamente pude antes de caer redondo por el sobreesfuerzo—. Te he hecho una pregunta.

El sillón que ocupaba el pellejo que mucho tiempo atrás debió de ser una persona se volvió hacia mí. Aquellos ojos enormes hundidos en las cuencas se clavaron en los míos. Yo, a pesar de la repulsión, le sostuve la cadavérica mirada.

—¿Cuándo vas a comprender tu papel? —replicó por los altavoces, sin mover los labios.

—Cuando me lo expliques.

—Aún es pronto.

—Y yo creo que es demasiado tarde, así que habla. No soy tonto. Está claro que no puedes levantarte, pero yo conservo la movilidad, así que, si quieres que vuelva a ocupar mi asiento, desembucha.

Tras un largo y tenso silencio, las pantallas del techo parpadearon y se apagaron todas menos dos. Una mostraba una esfera semitraslúcida que giraba sobre su eje, y en la otra se fueron sucediendo imágenes tridimensionales de lo que parecían ser los insectos y la lágrima enemiga.

—Nuestra colonia ha sido atacada por otra rival —empezó a decir—, probablemente con la intención de destruirla y apropiarse de los recursos del planeta. Mi misión, como pastor de naves, es impedirlo y hacer todo lo posible para que mis protegidos prosperen. Algo no muy distinto de lo que ha intentado el de la otra colonia.

—Pastor de naves… Recuerdo que lo mencionaste hace tiempo. ¿Qué es eso?

—Lo que ves.

—¿Y qué es lo que veo?

—¿Te refieres a mí?

—Sí

—Soy el corazón de esta nave, y ella es el cerebro del mundo del que procedes. Desde aquí controlo los cambios, estudio los yacimientos, las posibilidades de mejora y expansión, y doy instrucciones a los habitantes sobre dónde es mejor que construyan una mina, dónde deben instalar los campos de cultivo, qué animales son más aptos para la ganadería, cuándo deben resguardarse de un temporal, qué necesitan construir y dónde, qué oficios son más necesarios, qué tecnologías deben desarrollar…
»Los instruyo, les envío los datos a la consola principal de cada asentamiento y, con los recursos que solicito y que me mandan por lanzadera, erijo las defensas apropiadas, construyo exploradores para que cartografíen el espacio, localizo otras colonias y ataco a las que considero más débiles, bien para hacerme con sus recursos, bien para evitar que nos planten cara. Esa es la labor de un pastor de naves.

Llegó mi turno de quedarme en silencio y pensar bien lo que me acababa de decir.

—¿Eres humano? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

—Lo fui. Ahora soy una pieza integrada de esta nave.

—¿Y por qué estoy aquí?

—Porque el cerebro humano tiene una vida limitada y tampoco sabemos cómo prolongar su existencia fuera de un cuerpo. El mío se deteriora. En menos de una década seré un gasto más que una contribución, así que hará falta un remplazo: tú.

—¿Por qué yo?

—Porque estás enfermo.

—¿De qué?

—Ya has empezado a notar los síntomas. Las articulaciones no te responden como antes. En un año, tus huesos no soportarán el peso del cuerpo y los músculos no te responderán. Tal vez puedas realizar acciones sencillas, pero poco más. Tu movilidad quedará condicionada al uso que des al sillón, pero tu mente quedará intacta, encerrada en un cuerpo atrofiado.
»Ahí abajo, en el planeta al que tanto deseas regresar, nadie invertirá recusos en ti porque el coste de manutención es demasiado elevado para alguien que no es productivo. Aquí, sin embargo, tu motor, el cerebro, es indispensable y ha demostrado de sobra que es viable. Si lo ejercitas correctamente, me sucederás. Es lo que hay.

—Pero… Pero…

—He pintado los recursos. Casi nos cuesta la aniquilación. He mandado a los exploradores, pero sigo sin saber de dónde venía el ataque. Puedo usar la lanzadera modificada para llevarte sano y salvo al planeta y recoger al próximo niño elegido, y trabajar en él a pesar de los años de retraso para la implantación; o puedo reutilizar las piezas y empezar a fabricar las defensas que hemos perdido durante la batalla. A fin de cuentas, nada nos asegura que no habrá una segunda ofensiva, y ahora mismo estamos desprotegidos. Pero tú decides.

Me mordí el labio y apreté los puños. Tenía la maldita sensación de que intentaba hacerme sentir culpable, y en cierta forma así era. Aunque no quisiera mirar hacia ese lugar incómodo, sabía que él tenía razón por mucho que las tripas siguieran tirando de mí hacia el hogar. Al fin y al cabo, ese había sido mi propósito durante los últimos años, mi razón de vivir, así que no iba a tirar tanto esfuerzo por la borda, sin más.

—¿Puedo pensarlo? —respondí con inseguridad.

—¿Qué tienes que pensar? La elección es fácil: morir sin dignidad ahí abajo, rodeado de tu querida familia mientras ves en sus ojos como poco a poco el atenderte se convierte en una carga tediosa , o morir con un propósito aquí arriba, ser útil a la colonia, protegerla mientras puedas.
»¿De verdad es una decisión tan difícil de tomar?


        
  Lo fue. Lloré durante días antes de darle una respuesta. Desde el minuto uno supe que quedarme era la mejor opción, pero necesitaba tiempo. No para pensarlo, sino para asumir las consecuencias de aquella decisión.

Jamás volvería a ver a mi familia; jamás disfrutaría de la compañía de otros; jamás podría soñar con tener una vida normal, equivocarme, aspirar a algo más… Acabaría confinado en aquel enorme sillón sin más compañía que mi sombra.

Y cuando más se impacientaba él, pidiéndome cada poco una respuesta, más ganas me entraban de madarlo todo al garete y exigir que me dejara marchar.

No me atreví al final, claro, pero me arrepentí durante mucho tiempo y desde el mismo instante en que, cuando accedí, lo primero que conseguí fue que el sillón me llevara a la sala intermedia y descendieran cinco pantallas del techo. Sin preámbulos, sin explicaciones.

Año y medio después, mi vida estaba atada al sillón. Además de las durísimas pruebas que acaparaban cada vez más mi atención, había perdido ya la movilidad, tal como me advirtió el pastor. Ni siquiera era capaz de utilizar los mandos. Controlaba las pantallas con el parpadeo, el movimiento de los ojos y un tubo flexible situado cerca de la boca. Tampoco el día en que la colonia enemiga nos volvió a atacar pude acceder, como en aquella ocasión, a la sala principal. ¿Para qué? Ya no podía levantarme del asiento y ayudar a los cubos metálicos a apagar incendios.

—¿Qué sucede? —pregunté tras la primera sacudida.

Las pantallas parpadearon y pasaron de mostrarme los diversos juegos a vomitar cascadas de datos, gráficos y mapas de situación. Después de un vistazo rápido comprendí que la cosa no pintaba bien.

—¿Estás seguro de que es la misma colonia que la otra vez? El diseño de algunos de sus insectos es diferente.

—Porque son naves tripuladas.

—Y eso, ¿qué significa?

—Que no las dirige un pastor de naves.

—Entonces, ¿quién las controla? ¡Espera! —Caí en la cuenta, horrorizado—. ¿Me estás diciendo que hay gente ahí dentro? ¡Estás matando personas!

—No puedo permitir que lleguen a la atmósfera del planeta. Si esas naves consiguen aterrizar, masacrarán a los colonos.

—Pero ¿por qué querrían hacer algo así?

—Porque yo preoveo de información a la colonia, y si no pueden anularme desde aquí arriba, intentarán cortar la transmisión de datos desde abajo.

—¿Cómo?

—Conquistando las instalaciones en las que se encuentra el ordenador de enlace con esta nave. En cuanto la colonia esté a ciegas, podrán atacar desde cualquier punto sin anunciarse.

—¿Y si eso sucede…?

—No puedo seguir respondiendo a tus preguntas. Me restas capacidad de reacción. Esto no es uno de tus juegos. Imagínate el peor escenario y ayúdame a solucionarlo. Sé útil por una vez.

A pesar de que sus palabras carecían, como siempre, de entonación, se me antojaron como una bofetada que escoció con un enorme sentimiento de culpa. Estaba actuando como un niño y se suponía que había dejado de serlo desde que acepté mi papel.

Pero ¿qué podía hacer? No estaba preparado. Aún no. ¿Cómo iba a ponerme a «jugar» con el destino de toda esa gente? ¿Cómo iba a ayudarlo a matar?

—Te acabo de transferir parte de los procesos de control de la colonia —me dijo—. Analiza la información que te estoy enviando y transmite las órdenes que consideres oportunas.

El corazón me latía a mil por hora. Me costó calmarme y encontrar sentido a aquella oleada de datos que cubría las cinco pantallas. Los segundos iban pasando y me sentía incapaz de reaccionar, lo que acentuaba la terrible sensación de que mi indecisión podría provocar la muerte de colonos y, al mismo tiempo, si hacía algo podría cometer un error irreversible.

—¡Reacciona! —gritó.

Parpadeé y me imaginé sacudiendo la cabeza. Seguidamente mordisqueé el tubo de goma y empecé a informar a la colonia de lo que estaba pasando antes de empezar a transmitir órdenes.

Calculé los posibles puntos de entrada de las naves tripuladas, reforcé las defensas de las instalaciones principales, mandé hacer acopio de armamento y munición, dispuse las milicias, aconsejé a los civiles que se refugiaran en los edificios que consideré más seguros ante un ataque, y estudié la orografía para localizar las zonas hacia las que empujar a las fuerzas atacantes y situarlas en una posición desaventajada en caso de que alguna nave llegara a aterrizar.

Una vez cogida la dinámica, todo se convirtió en un juego, impersonal. Los colonos pasaron de ser personas a simples efectivos, recursos; las muertes se volvieron meras estadísticas; el cambio de estrategia del enemigo, un nuevo nivel de dificultad.

Seis horas nos costó derrotar a las fuerzas invasoras, y vencer al enemigo final, dieciséis más. Y es que en aquel año y medio el pastor de naves había estado enviando insectos de ataque a la colonia rival. Yo mismo lo ayudé a coordinar el ataque simultáneo en ambos frentes.

Destruimos a su pastor; dejamos a sus colonos ciegos, y menos dos años después, nuestras naves tripuladas alcanzaron el planeta enemigo y lo conquistaron. La partida había terminado.

Hasta que me puse a estudiar con atención los datos que estábamos recibiendo sobre las características de nuestra nueva adquisición no comprendí el porqué de aquel ataque a la desesperada por parte de nuestro rival. Con toda la información recopilada recompuse una historia que difería de la que yo creía, lo que me provocó una picajosa desazón.

—¿Alguna vez has establecido comunicación con otro pastor? —pregunté sin darme cuenta, mientras corroboraba por tercera vez el resultado de mi estudio.

—No. ¿A qué viene esa pregunta?

—¿Siempre es así?

—¿El qué?

—Cuando los recursos son escasos, ¿se intenta tomar por la fuerza los de otros?

—Siempre.

—¿Por qué?

—Porque no hay otra manera.

—¿Por qué? ¿Nunca has intentado negociar?

—¿Negociar?

—Mira los gráficos. Podríamos habernos evitado el enorme coste de esta guerra de haber llegado a un acuerdo. Tenemos suelo fértil de sobra. Podríamos haber cambiado parte de nuestra comida por recursos energéticos. A poco que lo pienses, hemos tenido suerte. Si hubiesen retrasado el ataque otro año, habrían construido naves de sobra para aniquilarnos.

—Su pastor de naves se impacientó. Mejor para nosotros. No le des más vueltas.

—Pero… debe de haber otra manera. Si hubiéramos colaborado tendríamos una nave más y a su pastor perfectamente entrenado. Dos colonias unidas, por fuerza, deben de ser más eficaces que una. Imagina las posibilidades. Los demás insisten en seguir en solitario, pero si nosotros...

—Como dijiste una vez —interrumpió—, no tengo imaginación. Cuando me sucedas, actúa como creas conveniente. Pero cuando llegue ese momento hazte la siguiente pregunta: ¿estarás dispuesto a correr el riesgo y poner en peligro a toda la colonia solo para averiguar si es posible un entendimiento que ningún otro pastor ha intentado jamás?

«Sí», pensé sin dudarlo.

 

  Seis años después, mientras aprendía a controlar dos sectores de pantallas, la pared del fondo se hundió en el suelo, y el sillón se despegó de la base y me llevó a la sala principal.

Estaba hecha un desastre.

Muchos de los ordenadores estaban apagados y de tanto en tanto se acercaba a ellos un cubo con alguna pieza para incorporársela o soldársela. Otro destripaba un cuadro de mandos y se llevaba algún compenente fuera de la sala, tal vez a algún otro aparato que necesitase reparación.

Había machas oscuras, de impacto, e incendios por todas partes. De los enormes ventanales del fondo, tres estaban sellados con chapas metálicas.

Recordé lo que el pastor me había dicho la otra vez. Aquella sala no era la más segura en una batalla. Lógico por otro lado. Si se consigue destruir al pastor, todo lo demás viene rodado. Así que aquel día el coste fue más alto de lo que había calculado.

Al llegar al sillón central descubrí el cadáver.

Estaba cubierto de feas cicatrices, probablemente producto de las quemaduras provocadas por los cubos para cauterizar las heridas. Me asombró que aquel maltrecho saco remendado aguantara tantos años e intenté no imaginarme el terrible dolor que debió de acompañarlo todo ese tiempo.

De repente, los tubos se desacoplaron del cuerpo con un silbido, se abrió una trampilla a los pies de la base, el sillón empezó a inclinarse y el pellejo se escurrió hasta desaparecer por el agujero. Tan en silencio como había muerto.

Seguidamente aparecieron unos brazos robóticos que me levantaron del asiento y me acomodaron en el nuevo trono.

Una hilera de agujas salieron de la nada y me taladraron de pies a cabeza.

En menos de un minuto había caído inconsciente.

Al despertar tenía el cuerpo cubierto de tubos y una sensación de poder descomunal. Las pantallas se activaban y desactivaban acordes a mis caóticos pensamientos. No tardé mucho en comprender que se me había transferido el control total de la nave.

Chorros de información aparecían ante mí; cientos de procesos solicitaban mi aprobación. La sensación era abrumadora.

Estaba claro que el anterior pastor de naves había muerto antes de que terminase mi entrenamiento. Tenía que ponerme al día cuanto antes o sería fatal para el bienestar de la colonia.

Pasaron horas antes de que encontrara treinta segundos solo para mí, y consumí veinte en asimilar lo que me había sucedido y las implicaciones.

Me imaginé sonriendo con tristeza.

—Nunca supe tu nombre —logré decir antes de agotar mi último segundo de descanso.


  
Han pasado veinte años desde que me convertí en pastor.

Veinte años en los que apenas he tenido tiempo de pensar en otra cosa que no sea recopilar datos, entrecuzar información y transmitir órdenes.

De tanto en tanto me he permitido unos segundos solo para mí.

Ya no sé si echo de menos la compañía humana, el consumir valioso tiempo en comentar trivialidades.

Ya no recuerdo la cara de mis familiares y me sorprendo a veces pensando que es irrelevante.

¿Lo es?

Mi cuerpo, eso sí, empieza a resentirse.

He solicitado un remplazo.

En breve estará aquí.

Es curioso. Jamás me he preguntado cómo empezó todo ni por qué se estableció así.

No he encontrado ni un solo archivo que hable de historia.

Nada sobre los pastores de naves, nada siquiera sobre la colonia.

Tampoco de lo que recuerdo que llamban arte o literatura, ya que estamos, pero eso es irrelevante.

Ah… Lo he vuelto a decir.

La maldita palabra.

Pero ¿de verdad lo es?

¿Irrelevante?

Tengo todo lo que necesito saber. ¿Verdad?

Lo justo y necesario para salvaguardar la colonia y cumplir mi función.

Entonces, ¿por qué estoy archivando estos pensamientos?

Apunte: Estoy cansado.

Anotación: Usar frases cortas. Consume menos tiempo.

Anuncio: El remplazo ya ha llegado.

Añadido: Debo hablar con él.

Un pastor de naves, eso es lo que soy.

Un servicio. Es como me consideran los de abajo.

Pero sé la verdad. Vosotros sois los recursos. Yo controlo vuestra vida.

Información entrante: Detectada colonia rival.

Reviso los últimos datos recopilados.

Estamos en una época próspera; he mejorado las defensas considerablemente.

Calculo los costes.

Puedo correr el riesgo.

Llamada entrante: Quiero irme a mi casa. ¡Quiero irme a mi casa!

No tengo tiempo para contestar al remplazo.

Debo establecer contacto con la otra colonia, poner a prueba mi teoría, establecer comunicaciones.

Llamada entrante: ¡Dejadme salir!

Devolver llamada: Cuando te calmes, hablaremos.

Orden: Silenciar llamadas internas.

No puedo distraerme. Ahora no.

Soy un pastor de naves. Mi tiempo es valioso.

Orden: Ejecutar llamada a colonia rival.

Orden: Dar de comer y beber al remplazo.

 

 

Felicidad Martínez ha publicado El mito de la Caverna publicado en la revista Axxón nº 159 ( http://axxon.com.ar/rev/159/c—159cuento2.htm ) y Maldito, seleccionado para Visiones 2007. En 2012 publicó la novela corta La textura de las palabras en la antología Akasa-Puspa, de Aguilera y Redal, también incluida en Terra Nova vol. 2: Antología de ciencia ficción contemporánea, además es autora de las novelas  Adepta y Horizonte lunar, ambas publicadas por Sportula.