¿Por qué tan terca, tan fiel memoria me ha dado el cielo?
Rosalía De Castro
Jonás había decidido mudarse.
Su nueva casa, fabricada con la mejor madera, estaba alejada de todo. Bien oculta para que nadie pudiera perturbar su tranquilidad.
Jonás quería huir, más que de los otros, de sí mismo. Sobre todo de sí mismo y de sus recuerdos.
La mudanza era su último recurso para huir de la maldición de los recuerdos.
Pero, de momento, Jonás aún recordaba…
Hay quien suspira por tener una buena memoria. Hay quien se queja continuamente de su incapacidad para recordar datos, fechas, nombres, rostros o acontecimientos. La mayoría de la gente opina que no hay nada más horrible que perder la memoria. En cambio, Jonás… Jonás suspiraba por la paz del olvido.
Porque Jonás no olvidaba.
Nunca.
Nada.
Podía, a lo sumo, intentar ocultar un recuerdo bajo otros recuerdos, como quien oculta el polvo que barre bajo la alfombra, pero, ante el menor estímulo (un leve olor, un atisbo de color, el eco de un sonido lejano…) la memoria se ponía en marcha y Jonás recordaba. Todo. Absolutamente todo.
Durante un breve periodo de su niñez, Jonás fue feliz con su don. Su impresionante memoria hacía las delicias de sus padres, abuelos y tías, que presumían ante todos de su maravillosa capacidad. El niño era el centro de atención de cada reunión familiar. El gran protagonista que maravillaba a todos con sus proezas memorísticas. Durante esa excesivamente corta época, Jonás se sintió especial.
Pero entonces llegó la escolarización y, con ella, el contacto con otros niños. Y Jonás no tardó en descubrir que, entre los niños, el especial se suele transformar en el “bicho raro”.
Los niños no perdonan el pecado de la diferencia y desde el preciso instante en que los demás se dieron cuenta de su talento, Jonás se convirtió en el blanco de todas las burlas pasando, casi de golpe, de las amables risas de su familia a la risa cruel de sus compañeros.
Con los profesores, quienes deberían de haber sido su escudo, las cosas no fueron mucho mejor. No les resultaba fácil aceptar que aquel mocoso los corrigiera y los atrapara en contradicciones.
Así las cosas, Jonás buscó refugio en los animales… y gracias a ellos descubrió que, a su pesar, la naturaleza le había concedido otro “maravilloso don”: convertirse en el Testigo de la Muerte. Esa era su misión vital: estar presente en la muerte de otras criaturas.
Y la primera a la que tuvo que asistir fue a la de su propio gato atropellado por un conductor distraído.
Luego siguieron más animales. Otros gatos, perros, pájaros de diversos tamaños, ratones, ratas...
Su madre (creyente ferviente) le repetía que Dios, que amaba incluso a la más pequeña de sus criaturas, le había concedido ese don para que hasta los animales más insignificantes tuvieran a alguien que nunca olvidara su despedida del mundo. Jonás fingía aceptar esta explicación por contentar a su madre y no darle más disgusto. Pero si aquello era un regalo divino, pensaba, tenía motivos sobrados para odiar a Dios.
Jonás siguió viendo morir animales: culebras, lagartos, lagartijas…
Y luego, a medida que iba creciendo, animales mayores: caballos, vacas, cerdos…
Y un día llegó el momento de ver morir a un ser humano.
El primero de una extensa lista.
La muerte llenó la memoria de Jonás, lo acompañaba en la vigilia y lo perseguía hasta sus sueños.
Sus recuerdos estaban repletos de sangre, dolor, llanto y sufrimiento.
Quería parar todo ese horror. Dejar de recordar. Dejar de ver.
Intentó tomar drogas, pero no sirvió de nada. En cuanto pasaba el efecto, el recuerdo regresaba. No podía pasarse el día entero inmerso en el limbo de los estupefacientes.
Probó con hipnosis y terapias varias, pero nada lograba borrar sus recuerdos. Nada conseguía detener las muertes.
Por eso Jonás decidió mudarse.
Abandonar todo cuanto conocía.
Su nueva casa de madera estaba lejos de todo y de todos. Sin duda, allí podría olvidar.
Se tumbó plácidamente.
Contempló durante largo rato el cielo y las nubes que pasaban, sonrió al sol y aspiró con deleite el aroma de los pinos.
Y se sintió feliz.
Al fin dejaría atrás los recuerdos.
Al fin olvidaría el día en que lanzó a su gato contra aquel coche.
Olvidaría el rostro de su primera víctima humana, y el de todas las demás.
Olvidaría el miedo que vio en sus ojos.
Olvidaría la culpabilidad que lo perseguía hasta sus sueños.
Olvidaría el impulso que, a pesar de todo, le llevaba a matar para poder cumplir con su obligación de ser testigo de todo el proceso.
Olvidaría cómo las mataba y cómo disfrutaba con su dolor.
Por fin.
Jonás entró en su nueva casa y cerró la puerta.
Bajó sus ojos preparándose para el sueño, dando la bienvenida al olvido, dejándose arrullar por el rumor de la tierra que el volquete que había dejado preparado vertía sobre él, sepultándolo a dos metros bajo tierra.
Y, por fin, por vez primera en años, Jonás pudo descansar y olvidar.