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El mastil en la colina

Barragán, Eugenio

 

La brisa se cuela por la ventana abierta y mece las pesadas cortinas. La oscuridad me envuelve, me acaricia, como si fuera un susurro. Falta un par de minutos para las seis y espero tumbado sobre la cama, sin moverme, con la mirada perdida en el desconchado de la pared.

Pronto amanecerá.

No sé si podré aguantar, pero si me levanto, espantaré a la enfermera. Quiero que hoy, sea un día diferente, es especial. No quiero ni gritos, ni aspavientos de ninguna clase. Tampoco deseo que me inmovilicen o me encierren en el cuarto oscuro. Sólo tengo ganas de saltar por la habitación, pero me contengo. Si asusto a la enfermera, no podré celebrar nada. Todo tiene que salir perfecto.

Doy vueltas sobre el colchón y me abrazo a la almohada. Recuerdo aquellas dulces mañanas del 4 de julio. Padre golpeaba la puerta de la habitación hasta que conseguía despertarnos, a mí y a mi hermana. Madre preparaba el desayuno: beicon, huevos fritos y gofres con mermelada de frambuesa. Con los primeros rayos de sol, padre izaba la bandera en el mástil de la colina. Los vecinos de las casas de alrededor se congregaban para el acontecimiento. Para acción de Gracias y Navidad, hacía lo mismo. Eran los únicos actos que se salían de la monotonía en aquel pueblo perdido entre los extensos campos de cereales.

Los ojos de mi padre brillaban al iniciar el sermón. No entendía nada, con aquellas extrañas palabras. Hablaba deprisa, pero no tanto como yo.

 Padre apoyaba las manos sobre el jambón, cambiaba el ritmo del discurso, gesticulaba. Los ojos se le salían de las órbitas, las mejillas se enrojecían como los atardeceres de otoño, las gotas de sudor se precipitaban de su frente.

Era su forma de ser.

Cuando decía algo que consideraba importante, agarraba con fuerza el pulpito y se aflojaba el alzacuello. En cuanto arrojaba la lava que manaba de su boca, la vena del cuello se le hinchaba. Los parroquianos salían de la iglesia, alborozados, charlando entre sí. Padre los contemplaba con la ropa pegada al cuerpo por el sudor. Después, desaparecía para recuperar las energías que había transmitido en el ambiente festivo de la iglesia.

Volvíamos a casa. Un corto trayecto bajo el sol.

Yo, jugaba con los soldados en miniatura, en el porche. Padre hablaba con Joseph del Viet Cong, de los mosquitos, del agente naranja, de los demonios amarillos. Nunca había visto ningún demonio, ni quería matar a ninguno de un disparo en la nuca.

Hacía calor.

Joseph no hacía más que ajustarse las gafas de gruesos cristales, que continuamente resbalaban por su nariz. Los cristales siempre tenían marcas de sus grasientos dedos; como su ropa.

—¡A comer! —anunciaba madre, tocando con alegría la campanilla que colgaba del alfeizar de la ventana, tantas veces como fuera necesario para que todos se acercaran a la mesa.

Amontoné los soldados en la caja, pero, en aquella ocasión, faltaba uno. No podía hacerles formar y atacar. Si aparecían los demonios amarillos, ¿cómo podríamos defendernos? Estiré de la chaqueta a Joseph y señalé la caja.

—¿Seguro que te falta uno, TJ? —me preguntó Joseph, cogiéndome del hombro y sus gafas resbalaron. Me soltó para ajustárselas y me zafé de sus fuertes brazos para sentarme en la mesa. Nunca me ha gustado que me tocarán; no podía soportarlo.

Sofía, la esposa de Joseph, repartía la ensalada; madre la carne, y Sara y yo, veíamos como padre y Joseph bebían una copa detrás de otra, entre plato y plato, y todo giraba a historias de los demonios amarillos. Sofía y madre hablaban del resto de cosas, cosas que me hacían sonreír.

—No te preocupes, TJ —me dijo Joseph para romper un molesto silencio en la mesa—, falta poco tiempo para que pase el cometa y te devolverá el soldado

No comprendía nada, si aún no había pasado sobre el firmamento, cómo se lo podría haber llevado.

—Se habrá escapado —apuntó madre, mientras se escanciaba el vaso.

—O se te habrá perdido entre la hierba. ¿A qué sí, Angie? —añadió Sofía; madre no respondió.

—Cuando el cometa cruce el cielo nocturno, envuelto en un resplandor, pides un deseo y se te cumplirá —concluyó Joseph —y si no aparece el soldadito, te compraré un helado.

Joseph fijó su mirada, esperaba una reacción y sonreí.

Padre marcó otra fecha en el calendario festivo, para disfrutar con su compañero de batallas y su mujer: El paso del cometa. Nos reuniríamos en la colina e izaríamos nuestra gloriosa bandera. Sólo pasaba cada 115 años y había que celebrarlo.

 

***

 

La enfermera golpea la puerta con los nudillos. Entra y me da un zumo de naranja con mis pastillas. Me prepara la bañera con mi patito de goma. Después, me da permiso para meterme en la bañera y me espera sentada en la silla, moviendo rítmicamente la pierna derecha. Apenas habla y, menos aún, sonríe. Es una buena mujer, pero no se fía de mí; yo tampoco lo haría.

Acción de Gracias y Navidad eran días diferentes. Tiritaba por el frío y la nieve. Sólo me bañaba los sábados, si había agua caliente. No podía jugar y tampoco nos reuníamos en el porche.

Por las mañanas, padre leía la Biblia; madre y yo alimentábamos a las gallinas, a los pavos y a los cerdos. Nunca podía agarrar a ninguna gallina; los pavos eran más fáciles. Los cerdos gruñían, corrían sobre el fango y olían mal.

Por las tardes, madre cogía las agujas y las madejas de lana que amontonaba al lado de la mecedora. Tiraba de la hebra del centro del ovillo y me tejía un suéter para regalarme por Navidad. Enseguida me aburría de jugar con los soldados; no era lo mismo. Y jugando con los botones de la radio, escuché una melodía: «Angie, eres hermosa. Pero ¿no es eso tristeza en tus ojos? Angie, aún te quiero» y no dejé de repetirla durante horas. Madre repetía monótonamente: —un punto al derecho y otro al revés.

Nuestras conversaciones molestaban a mi padre, pero no salía de su estudio. Golpeaba la pared con el puño, para que nos mantuviéramos en silencio. Bajaba la voz y sólo paraba, cuando comía helado de chocolate, con la cuchara de palo que tenía mis iniciales grabadas.

Algunas veces, me encontraba a Joseph por las calles del pueblo. Me decía que tenía la cabeza tan oscura, y que sólo podría entrar la luz de Dios. No sabía a qué se refería. Sólo sé que Papá Noel tenía una luz roja en la punta de su nariz. No sé si se sería eso.

Por las noches, me despertaban las peleas de mis padres en la habitación contigua. Un pequeño cuadro botaba sobre el cabecero de la pared. Sara me explicó que fabricaban un hermanito y que como se resistía a los intentos, hacían ese ruido. Cuando terminaran de hacerlo, sólo oiría llorar al bebé. A mí, me fabricaron en silencio; apenas hablaba, y cuando lo hacía, hablaba muy deprisa. Nadie me entendía.

No podía dormir y los ruidos me asustaban. Mi hermana me regaló una antigua muñeca. Así, no tendría miedo. Decía que ya era mayor para los juguetes.

Si mi hermana no se despertaba para tranquilizarme, cogía a la muñeca por el pelo y paseaba por la casa. Una noche me atrajo el resplandor que emanaba de la puerta entreabierta de la alcoba.

Me asomé.

Nunca olvidaré los ojos desorbitados de madre, con la mirada perdida en dirección a la puerta. Permanecí mudo mientras espiaba. Padre estaba encima, lamiéndole la cara como si fuera un helado. Así me los comía yo; estaban muy ricos. Madre me los daba de postre.

Padre dejó de jadear y se tumbó sobre la cama, boca arriba, tranquilo, resoplando. Madre se levantó con el gesto descompuesto, sus grandes tetas se zarandeaban con cada paso y cerró la puerta. Si padre me hubiera sorprendido, me habría castigado, No le gustaba que husmeara por la casa. Mi hermana también tenía tetas, más pequeñas, y no parecían pellejos como los de mi barriga.

 

***

 

La enfermera golpea la puerta y la entreabre. Me vigila. Me enjabono el pelo y sigo chapoteando sobre el agua. Recuerdo el último 4 de julio que celebramos. Hizo mucho calor, demasiado. Aquel día, las cigarras no paraban de dar la murga. Padre nos despertó temprano. Todo fue diferente, algo faltaba. Padre cocinó huevos revueltos para todos, en aquella vieja cocina que nadie limpiaba; en aquella casa donde no entraba el sol y las telarañas colgaban del techo.

En la colina, padre izó la bandera y depositó unas flores sobre la tumba de madre. Después, nos reunimos en el porche. Mi hermana cocinaba; Sofía servía; padre y Joseph bebían vino, una copa tras otra; como siempre. Padre decía que Sara ya tenía edad de merecer y pariría unos buenos mamones.

Estiré de la chaqueta a Joseph para recordarle que me faltaba un soldado. Pero aquella vez, no nombró el cometa. Se olvidó de él, no sabía qué hacer. Extendí el brazo y señalé alternativamente el cielo y la caja.

Joseph sólo dijo que emigraba del pueblo y volvía a la gran ciudad, apenas tenía trabajo como mecánico. Padre se encendió como un volcán y escupió lava. Parecía que estaba delante del pulpito, en pleno sermón.

Me puse nervioso y comencé a cantar: «Angie, Angie. ¿Adónde nos guiarás desde aquí? Sin amor en nuestras almas y sin dinero en nuestros abrigos». Me palmeé el pecho para acallar el martilleo salvaje de mis latidos y relajarme. Padre me pegó en la cabeza con el cucharón de hierro y me gritó: —Monstruo, deja de pronunciar el nombre de tu madre.

Padre se levantó de la mesa y tiró la radio por la ventana, al grito de: —¡Malditos Rolling Stone! Todo lo pudrís, como vuestras mentes. Sois escoria.

—Déjalo, está nervioso —dijo Sofía. Padre se volvió a sentar junto a Joseph.

—¿Qué haremos si nos invaden los demonios amarillos? —preguntó padre, más tranquilo, con su mirada penetrando en los cristales repletos de manchas.

Joseph se limitó a trazar un círculo sobre la sien con el dedo índice y el gesto serio. A mí, también me hacían ese gesto, pero padre se encendió aún más y me escapé en dirección a los descuidados campos que rodeaban la casa. No quería saber nada. Odiaba aquellas celebraciones, entiendo que Joseph se marchara. Ya nadie compraba helado.

Fue la última vez que celebramos el 4 de julio. Sara se marchó a la universidad y nunca más nos reunimos con Joseph y Sofía.

El tiempo pasó. No tenía expectativas. Sólo esperaba que pasase el cometa o mi hermana regresase de vacaciones, para que me hiciera compañía. Me sentía solo en las paredes de aquella casa.

Durante aquel tiempo, tuve otras madres. A Mary Sue Hellen siempre se le quemaba la comida. Padre le castigaba con los brazos apoyados sobre la pared, encima del cabecero de la cama. Padre empujaba con fuerza a Mary y los dos chillaban. No sé cuántas veces, el cuadro se cayó al suelo.

Me gustaba jugar con los tirabuzones pelirrojos de Mary, cuando tomaba el sol en el porche; siempre reía, con aquella cara bobalicona.

A Molly, le hacía rezar de rodillas y padre gritaba, como si diera un sermón. Con Peggy se peleaba sobre la cama: unas veces ganaba padre; otras, Peggy.

Algo pasaba, ninguna duraba lo suficiente como para fabricar un hermanito. Pero si hubiera aparecido en la cuna, no le podríamos haber bautizado. Padre tapió las puertas de la iglesia.

Todas cocinaban fatal.

 

***

 

El patito de goma navega sobre la espuma. El espejo está empañado. El agua se ha entibiado. Ya han pasado 600 segundos. Salgo de la bañera y me seco con la suave toalla. Es lo mejor de bañarme. Ya nadie me acaricia, ni me abraza.

Padre me encerraba en el calabozo cada vez que le sorprendía. Otras veces, sin que me portase mal, me confinaba igual. No había pavos, ni gallinas, ni cerdos; sólo yo entre los barrotes.

La última noche que pasé encerrado. Me levanté del suelo, di un paso. Sólo faltaban cuatro más para llegar al otro extremo. Las piernas me pesaban. Trescientos treinta ladrillos formaban la pared. Algunos sobresalían; otros estaban desgastados y los del rincón, donde crecía el musgo, no podía trazar una muesca con la piedra.

Cada vez que me encerraba, dibujaba las rayas más pequeñas para que me cupiesen. Perdí la cuenta.

La última noche, me envolvía la oscuridad. Abracé la muñeca. Recordé, que Sara me confesó que era mágica, si la arañaba, yo sentiría el dolor. Mullí la dura almohada e intenté dormir. Apoyé la muñeca sobre la pared. Cada vez que me giraba, me incomodaba la mirada fija de sus ojos saltones y la coloqué bajo el camastro.

Me despertaron unos gruñidos. Unos rasguños aparecieron sobre mi pecho. Examiné la muñeca detenidamente. Su ropa estaba hecha jirones; como la mía. Temblé, sólo pensaba que el monstruo había introducido sus garras entre los barrotes y me había arañado. Sara no me dijo, qué pasaría, si el monstruo me atrapaba entre sus fauces. Pero antes de que pasase nada, antes de que pudiera pasar nada, padre me liberó.

Los enfermizos rayos de sol se filtraban con dificultad por las nubes que tapiaban el cielo. Caminamos hacia la colina y rezamos sobre la hierba. Solo canté en voz baja: «Angie, Angie, ¿cuándo desaparecerán aquellas nubes? Para que todo se elevara como el humo». Me limité a mirar la tierra removida por las fuertes tormentas. Estábamos solos, junto al mástil tan erguido y desnudo sin la bandera. No había nadie en el pueblo.

El cielo se oscureció, comenzó a llover y las luces del porche nos sirvieron para regresar a nuestra casa, hogar de sombras y silencios, largos silencios.

 

***

 

Me pongo el mismo traje que en la anterior celebración; no tengo otro. Nunca salgo de aquí para comprarme ropa. La enfermera abotona la camisa. Me peina y me perfuma con una loción. Accedo, aunque me irrita la piel y hago esfuerzos para no estornudar.

Bajo las escaleras. Salto con los últimos peldaños. Sara me espera en la puerta, me saluda y me da dos besos. Subo en el coche y me siento al lado de mis sobrinos. Mi tío Tom conduce, siempre es un coche diferente. Giro la cabeza y me despido de la casa hasta que oscurezca.

 El tiempo sigue pasando, sin más. Es lo que me recuerdan mis sobrinos. Cada año que pasa, ocupan más espacio en el coche. Todos serios, todos callados, mientras recorremos el camino.

Me evado con la mirada fija en el horizonte. El perro de la repisa mueve la cabeza con los baches de la carretera.

Recuerdo nuestro último verano en la casa. Sara acabó el semestre. A la noche siguiente, padre alargó la oración nocturna y al acabar, nos anunció que era la noche del cometa. Había deseado durante tanto tiempo ese día, pero fue tan efímero, como si encendiese un fósforo frotándolo sobre la caja.

Pedí mi deseo y no pasó nada. Sólo percibí un familiar susurro y, con voz más clara, me repitió: —No digas nada.

Y no dije nada. Agaché la cabeza, me concentré en mi deseo y no me moví del sitio. Sara y padre rezaban con los brazos extendidos sobre la húmeda hierba y seguía escuchando aquella voz que me tranquilizaba: —un punto al derecho y otro al revés. Como si fuera el estribillo de una canción, de mi canción…

—Hemos llegado —me indica Sara.

Bajamos del coche y subimos la cuesta. Tom nos sigue con las bolsas de la comida. Mis sobrinos corren por la hierba marchita. Mi hermana me ruega que pronuncie unas palabras y hablo en voz alta. El recuerdo es intenso y revivo aquel día con cierto temor.

—El terreno se ondulaba. Unos dedos descarnados se abrían paso removiendo la tierra. Surgió un esqueleto y percibí un sonido. Aquellos huesos me hablaban, como si fuera un susurro, como si quisieran decirme algo.

El esqueleto se arrancó las agujas de coser de los espacios de las costillas y cuando me entregó la cuchara, sonreí. Mi hermana corrió y se escondió detrás del tronco de la encina. Surgió otro esqueleto y me pregunté: cómo podría ver Joseph con las gafas rotas. Ni siquiera me acordaba de la cofia de Mary.

>Padre se arrodilló y pidió clemencia, con una oración y una voz que hería los oídos. Otros esqueletos rodearon a padre y le arrastraron por el suelo hasta que la tierra les engulló.

>>Ahora, no espero cometas fugaces deslizándose sobre el oscuro firmamento. Sobre el cielo azul, sólo hay pequeñas nubes y se levantan cientos de lápidas entre la hierba. No hay mástiles, ni juego con soldados. El calabozo ya no existe, ni siquiera el granero. Tampoco hay fiestas de 4 de julio bajo el tranquilo porche. No, nada de eso. Sólo paz.

—¿Quieres decir algo más, TJ? —me pregunta mi hermana, con las tetas cada vez más escuchimizadas.

Respondo, me aturullo, pero Sara no entiende mi balbuceo. Hablo demasiado deprisa.

Mi tío Tom despliega un mantel bajo la sombra de la encina. Sara le ayuda. Nos sentamos y comemos pavo. Nadie habla de Viet Cong, ni de los demonios amarillos. Hay más silencio que palabras, alternados con chillidos de mis sobrinos.

En cuanto sirven los postres, saco mi vieja cuchara de madera del bolsillo y paladeo el helado. Mis sobrinos juegan entre las lápidas. Algunas veces, escucho la voz de padre. Quiere salir de su cárcel de huesos, pero me tapo los oídos y canto mi canción: «Pero, Angie, Angie. ¿No es bueno estar vivos?»  

Mi hermana me agarra del brazo y me susurra: —canta bajito, no les molestes. Tom coloca el dedo índice sobre sus labios y bajo el tono, si me porto bien, me darán más helado.