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El fantasma de las navidades paralelas

Boe, Norma

Tomás subió los cuatro pisos sin ascensor, giró la llave en la puerta y, nada más entrar en su nido pequeño y cochambroso, sintió una punzada de tristeza.

Ese año ni se había molestado en decorar su pisito, ¿para qué?

Las navidades se habían convertido en una rutina carente de sentido, una orgía de compras y de compromisos indeseables. Él cada año tenía menos que celebrar y en casa solo le esperaba el gato, que ya ni se molestaba en ir a recibirle frotándose contra sus piernas. Se sentía muy desgraciado. Consecuentemente, odiaba las navidades y su despliegue de forzada felicidad, de falsa alegría. Él no tenía nada que celebrar, ni en esa ni en ninguna otra época del año. Es solo que en navidad su miseria relucía más que nunca, como la decoración de las calles. La gente mostraba en redes sociales una pretendida felicidad que a él le resultaba obscena y, sobre todo, hiriente. Solo le recordaba lo miserable que era. Le revolvía el estómago; le hacía sentirse mucho peor. Tenía una depresión de caballo, y la felicidad de los demás le producía el mismo efecto que a un vampiro los ajos. Pasaba los fines de semana encerrado en casa, sin salir ni querer ver a nadie, mirando obsesivamente la televisión, absurdos realities norteamericanos o series, una tras otra, sin discriminar, en plataformas digitales. Para colmo, como por pura desidia había faltado últimamente al trabajo más de la cuenta, le había despedido. Esa mañana. Por eso regresaba ahora a casa con una caja de cartón en la que llevaba todas sus pertenencias de la oficina, incluyendo el pequeño cactus con el que trataba de atenuar el campo electromagnético de la computadora. Para terminar de rematar una jornada odiosa, el calentador se había estropeado y no tenía agua caliente. En pleno diciembre, con un frío que pelaba. Tomás era un puñetero/puto loser. Se sentía ignorado e inservible, como la letra r de Marlboro que nadie pronuncia. Su existencia no podía ser más patética/No podía tener más mala suerte. Y no le gustaba nada esa sensación.

Con un humor de perros, intentó calentarse algo de cena en el microondas, que también estaba en las últimas. En efecto, al meter dentro del horno la terrina con lasaña precocinada, después de cerrar su puerta y programar un par de minutos a intensidad media, el microondas comenzó a chisporrotear por dentro, moviéndose a trompicones hasta que Tomás, alarmado, abrió su puerta y sacó la lasaña, que solo se había calentado parcialmente, apenas los bordes. Comió la lasaña de corazón helado, como el suyo, vio un rato la tele sin prestarle atención y por fin se fue a la cama.

Del gato ni se ocupó. Si tenía hambre, que se buscara la vida.

Él no tenía ganas más que de dormir. El mejor prozac que conocía, el más barato y eficaz.

Mañana sería otro día, se dijo antes de apagar la luz.

 

Diez o quince minutos después, cuando ya chapoteaba en ese estado alterado de conciencia que precede al sueño, notó un resplandor en la habitación que le espabiló.

Tomás se incorporó sobre los codos y miró el inusitado foco de luz entre desconcertado y confuso, guiñando repetidamente los ojos.

No tardó en distinguir una figura espectral y fosforescente. Parecía un fantasma. Tomás, por un instante, se asustó.

—No temas nada, le dijo la aparición.

Tomás reconoció entonces los rasgos principales de la silueta luminosa, hasta ese momento difusos. Se trataba de un anciano bastante cargado de hombros y con el pelo, hirsuto y blanco, muy alborotado, como un científico loco; es más, con ese bigote en la cara, esas cejas pobladas y esos ojos de chimpancé triste, guardaba un parecido extraordinario con Albert Einstein.

Sobre su cabeza levitaba una dorada pirámide tridimensional, rotando lentamente. Vestía una túnica blanca, estampada con algoritmos, números pi y fórmulas matemáticas. En una mano sostenía un reloj de arena; en la otra, lo que parecía un dispositivo electrónico, con pantalla.

El ser del todo estrafalario se presentó:

—Hola, Tomás.

—Ho... la —acertó a pronunciar él, con una voz desmayada de terror— ¿Quién eres?

—El espíritu de las navidades paralelas.

—¿Paralelas?

—Sí —confirmó el anciano con gravedad—. Has de saber que las navidades que tú estás viviendo, y de las que tanto te quejas, sólo son una posibilidad entre un millón. Una opción más en un sinfín de realidades alternativas yuxtapuestas. Porque no sé si sabrás que hay múltiples dimensiones que se entrecruzan y solapan, por más que tú sólo percibas una. Y caben todas las posibilidades. Todas, hasta las que eres incapaz de imaginar. Aquí no tiene sentido emplear frases condicionales. En el multiverso todo puede ocurrir y, lo más asombroso de todo, al mismo tiempo. ¿Te mareo? ¿Me sigues?

—No, no, sí, sí.

Tomás le escuchaba alelado. A continuación, más atrevido, preguntó:

—¿Qué es ese aparato que lleva en la mano?

El espíritu lo alzó en el aire.

—¿Esto?

—Sí.

—Oh, es un navegador de planos, ¿cómo explicarlo? Un GPS transdimensional. Imprescindible para los que viajamos entre realidades paralelas. Te da tu ubicación exacta en todo momento y, para pasar a otra, solo tienes que introducir las coordenadas. También lleva un registro de todos los planos de realidad que visitas. En mi caso particular, son tantos los planos que atravieso como parte de mi rutina que si no lo llevara conmigo me perdería. Y créeme, extraviarte puede costarte caro. Alguna vez he acabado en dimensiones tan desconocidas y remotas que me parecía haber llegado al punto omega, donde finalizan espacio y tiempo. Y no es un sitio que yo llamaría bucólico precisamente.

—Lo sé —convino Tomás—. Conozco esa sensación de angustia. Sé lo que es eso. Yo de niño me perdí en un parque de atracciones y fue horrible. En mi vida lo he pasado peor.

—Sí, bueno —dijo el espíritu con cierta impaciencia—. No perdamos más el tiempo, aunque te puedo asegurar que si hay algo que me sobra es tiempo. El infinito es mi ley.

Tomás sintió un escalofrío al escuchar tan solemne eslogan.

—¿Y qué vas a hacer conmigo —interrogó con aprensión—, a qué has venido?

—Hace apenas un rato te quejabas de lo miserable de tu existencia. Piensas que las cosas no te podrían ir peor. Pues bien, yo he venido a demostrarte que no es así, que las cosas siempre pueden ir peor. Estoy seguro de que te enseñará a relativizar las cosas -y guiñó un ojo, como buscando complicidad. Tras una breve pausa, añadió:

—Acompáñame.

El espíritu le tendió la mano y Tomás la agarró. Entonces, y fue instantáneo, sintió que las paredes y objetos de su casa se deformaban y estiraban con dinámica elasticidad, al tiempo que sentía como el otro tiraba de su brazo y lo empujaba en vértigo de caída libre a través de un túnel serpenteante y opaco, violentamente succionado por una espiral de velocidad que desafiaba las leyes físicas.

El viaje, con todo, fue muy rápido. O al menos la sensación fue intensa pero fugaz. Enseguida, tras este cosmic trip relámpago, no sabía si imaginario o real, Tomás se vio dentro de un recinto extraño, con bóvedas orgánicas y paredes latentes de vida. Todo tenía una apariencia proteica y un hostil aspecto abstracto. Había números correteando por el piso, el techo y las paredes, como dibujos animados de una película de Pixar, en medio de una rara oscuridad luminiscente. De vez en cuando, aquí y allá, aleatoriamente, estallaban chispas de electricidad.

—¿Qué es esto?, preguntó.

—Oh —contestó el espíritu con naturalidad—, la plataforma de viajes interdimensionales. El punto de partida para las excursiones a través del tiempo y el espacio. El kilómetro cero. La estación término.

—¿No puedes tú llevarme directamente a las distintas navidades?

—No —repuso tranquilamente el viejo—. En estas fechas la gente se desplaza también mucho entre planos. Las rutas están saturadas. Hay que pedir permiso. Si viajamos por las bravas, podríamos provocar un accidente nefasto que puede incluso alterar el curso de la historia, y nosotros no queremos eso, ¿verdad?

—No, desde luego.

—Está bien, ¿por dónde empezamos?

—Usted dirá…

El espíritu se mesó la barbilla un momento y al cabo dijo:

—Hum, a ver… Para empezar, te podría enseñar imágenes en alta resolución de las navidades en que eres un homeless sin más compañía que la de tu cartón de vino y dos chuchos famélicos y pulgosos.

El espíritu le transportó en un tris cuántico ante aquella escena. A Tomás se le encogió el corazón al reconocerse durmiendo en un cuchitril de cartones, piojoso, borracho y lleno de mugre, en uno de esos vestíbulos de sucursal bancaria abiertos toda la noche. A su lado dormitaban los perros, con las costillas marcadas de pura hambre.

—Glups —murmuró Tomás incómodo—. Vámonos de aquí. No quiero ver esto.

El espíritu sonrió con malicia y preguntó:

—¿Es que no te gusta? Si lo prefieres, podría enseñarte ahora las navidades en que eres un peligroso esquizofrénico, una cucaracha inmunda, una falsificación china de un bolso de Gucci o incluso la navidad en la que estás muerto…

—¿De cuerpo presente?, aventuró Tomás con un temblor de voz.

—Por ejemplo. Sé que es un recurso gastado desde el cuento de Dickens. Pero sigue impresionando. Hay otra posibilidad, y es la inversa a esa: la no-navidad de tu no-existencia.

—¿Y eso?

—Simplemente, no has nacido.

A Tomás se le erizó el vello.

—Brrr —dijo, tiritando—, ¿no podría ser menos cenizo? ¿No hay navidades mías como billonario ruso, rodeado de mulatos en la playa de Varadero veraneando en una playa tropical?

—Sí, por supuesto, pero como comprenderás —le explicó el espíritu de las navidades paralelas en un tono algo irritado displicente—, no te voy a enseñar las casi infinitas posibilidades; no me pagan tanta hora extra. Y tú te saturarías. Podrías incluso enloquecer. Hay que emplear otro método. En la última sesión de coaching nos dijeron que el mensaje había de ser directo y contundente. Por eso prefiero ser selectivo. No es mi intención abrumarte con todas las navidades posibles que puedes estar viviendo. Para conseguir mi propósito, me centraré sólo en la más sórdidas y lamentables.

—Es un consuelo, reconoció Tomás con un suspiro.

—Estás muy equivocado —le corrigió el viejo—. Lo que para ti va a ser un consuelo es comprobar que tu situación actual, sin ser la mejor, es bastante envidiable si la comparamos con otras probables opciones…

—¿Como cuáles?

El espíritu carraspeó y dijo:

—¿Te he hablado ya de esa navidad en que eres esclavo sexual de una raza de repulsivos alienígenas que ha conquistado la tierra?

—No…

—Pues no pierdas detalle.

Otra vez el vértigo de la acelerada travesía en picado por el gusano oscuro y, luego, súbitamente, la nítida percepción de una realidad que, por lo que Tomás pudo observar, era bastante desagradable.

Sin ocultar su asombro le comentó al espíritu:

—¿Ese soy yo? Lo que le estoy haciendo a ese bicho monstruoso no se lo he visto hacer a ninguna estrella del porno.

El espíritu sonrió y dijo:

—Os entrenan especialmente. Sois máquinas para el placer.

—Sáqueme de aquí, le instó entonces Tomás, sacudiendo un brazo del espíritu con impaciencia. Este, lejos de conmoverse, con tono inflexible propuso:

—¿Qué prefieres contemplar ahora, tu navidad en una cárcel de Tailandia, a la que has ido por tratar de sacar droga del país, o tus últimos días en el corredor de la muerte de Arkansas?

Tomás no contestó. Se le veía muy agitado, casi en estado de shock: era incapaz de articular palabra. El espíritu, impasible, prosiguió:

—También está esa otra navidad en la que eres una cerillera cósmica…

Tomás no disimuló su alucinado asombro:

—¿Una cerillera cósmica?

—No quieras saber —contestó el otro—. Sólo te diré que trabajas en uno de los clubs con peor reputación de toda la Vía Láctea…

Tomás, estremecido de horror, perdió la compostura. Se echó a los pies del viejo y casi a gritos le suplicó:

—¡Basta, esto es de locos! ¡No quiero saber más, no quiero ver más! ¡Devuélvame a mi casa, por favor! ¡Quiero volver allí, con mi asquerosa vida y mi gato! Quiero que acabe esto ya, quiero regresar, ¿se entera? ¡¡Quiero regresaaaar!!

El espíritu, agobiado por la reacción histérica de Tomás, dijo:

-Está bien, tranquilo. Se hará como deseas.

Nerviosa y atolondradamente, marcó unas coordenadas en su navegador.

Segundos después, una escotilla espaciotemporal se abrió en el aire como una ventana de Windows y aspiró a Tomás de golpe. De nuevo sintió deslizarse a velocidad de vértigo por el túnel de luz hasta que de repente, pop, se despertó en la cama, enmarañado en las sábanas y el cuerpo empapado en sudor.

Expiró con alivio una bocanada seca de aire. Todo había sido un mal sueño. Una pesadilla. ¿O no? A poco que se fijó, no reconoció aquella habitación como la suya; parecía más bien el cuarto-bombonera de un burdel galáctico.

¿Qué era aquello? ¿Qué hacía él allí?

De improviso, como contestando a sus preguntas, vio erguirse ante él a una entidad enorme y grotesca, con racimos de tentáculos brotándole de todas partes y una piel rugosa y húmeda. Era como un ser híbrido entre un kraken y un sapo gigante. Sin darle tiempo a más lucubraciones, el monstruo le agarró de la nuca con uno de sus apéndices y, poniéndole la cara ante lo que parecía un pene extraterrestre, le ordenó:

—Cómemela, esclavo.

Oh, no, pensó Tomás con pánico. El viejo carcamal se había liado, introduciendo las coordenadas equivocadas en su navegador. Maldito imbécil, gruñó. No le había devuelto a su realidad sino a una de sus realidades posibles para la que, en cualquier caso, y aunque había disfrutado de un atisbo de ella, no estaba acostumbrado. Tomás renegó de la torpeza senil de aquel incompetente espíritu de las navidades paralelas. En mala hora se había presentado en su casa a darle un escarmiento cuántico. A pesar de su GPS se había vuelto a despistar de plano y le había abandonado allí, en la que quizá era la más degradante y abyecta de todas sus navidades probables: como esclavo sexual de una repugnante babosa del espacio exterior que, propinándole una colleja con uno de sus tentáculos, añadió:

—Hasta el fondo.

Tomás palideció.

Puede que en el multiverso existiera para él un millón de posibilidades distintas, no te decía que no, pero en ese momento todas se reducían a una: tragarse aquel pene extraterrestre de apariencia anfibia y fantástico tamaño.

Resignado a su suerte, tomó aire, cerró los ojos y se agachó.