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El desierto es infinito

Alonso, Israel

 

1.

 

 

Una vez soñé que volaba sobre un inmenso océano, negro como la sangre roja. Una inabarcable extensión de agua que me devolvía un reflejo extraño y desmadejado, mi cuerpo desplazándose mansamente como un muñeco de trapo abandonado en la corriente, como si me hubiese ahogado arriba entre las nubes y aquello de abajo fuese un cielo de tormenta, con mi alma perdida viajando al fin del mundo, colgando atrás el hilo de plata a modo de estela o cola de cometa. No hubo revelación ni epifanía al despertar, no me sentí nacido de nuevo, pero estaba empapado en mitad de la cama, como si de verdad me hubiese sumergido en aquellas olas infinitas. Vomité un borbotón de agua salada y respiré en un estertor.

 

No había recobrado aún el aliento cuando sonó el teléfono, una alucinación que vibraba sobre la mesilla al compás de un tono por defecto que nunca me había molestado en cambiar. Una irrealidad pulsátil que me gritaba desde la mesita de noche, un agujero en el tiempo que me impelía a reaccionar, a dejar atrás el rigor mortis de la parálisis del sueño, urgiéndome a despertar.

 

Pero ni siquiera me hacía falta mover la mano, alcanzar el aparato, deslizar el dedo por la pantalla y llevarme las palabras a la oreja. O no era necesario o lo hizo una versión de mí que no era yo mismo, una reverberación, una onda en la superficie que escuchó al otro lado las palabras que ya flotaban boca abajo en el fondo de mi cerebro ahogado.

 

Mi padre se acababa de suicidar. Como lo hiciera su padre. Como se suicidó su abuelo.

 

 

 

2.

 

 

Hay un perro aullando. Una puerta mal cerrada golpeando una y otra vez, una y otra vez. Hay otro perro que ladra. Y una mujer que grita algo ininteligible a través del rugido del viento. Hay un paraguas roto que pasa volando como un borrón en el paisaje. Hay un borracho tirado en el suelo, la sangre de su cabeza tiñendo solo un instante el agua alrededor para desaparecer de inmediato. Hay una mujer que grita pidiendo socorro, la misma mujer quizá, el mismo perro aullando. Hay granizos del tamaño de pelotas de tenis, aerolitos inmisericordes, heraldos helados del caos. Hay un sonido como de disparos en la lejanía. Hay un caballo negro que relincha aterrorizado cuando pasa volando frente al ventanal de unos grandes almacenes. Hay una gasolinera que explota en las afueras, la cortina de humo negro hermanándose con la Gran Nube que ha engullido la ciudad. Hay una mujer que ya no grita y unos perros que ya no ladran y un borracho que ya no volverá a beber. Hay un tanque, madre del amor hermoso, hay un tanque que pasa volando en pos del caballo, en pos del paraguas roto, llevándose por delante la fachada oeste del hospital.

 

Y hay un tornado.

 

Hay un tornado descomunal que se va a comer todo cuanto existe.

 

 

3.

 

 

En el tanatorio todo son reproches mudos, censores silentes que arañan con sus miradas mal disimuladas el cerebro de mi madre, que se ha perdido dentro de un agujero negro después de llorar, maldecir y gritar hasta perder la voz por completo. Ya no da las gracias a cambio de pésames, ni siquiera se molesta en asentir con la cabeza a quienes le estrechan las manos o le ofrecen abrazos, tila o consuelo. Tan solo mira sin ver, con unos ojos verdes que son mis ojos verdes, cada vez más apagados, sin pestañear, sosteniendo la mirada en un punto inconcreto de la pared, observando desde cuencas de muerta viviente algo que habita en las profundidades de un cuadro que desde aquí no alcanzo a ver.   

 

Mi hermana apesta a tabaco y a humedad. Ha debido conducir toda la noche sin descansar, fumando un Camel tras otro, cantando con la radio a través del llanto quebrado, revolcándose en su propia angustia a través de letras que cree que le hablan a ella; de nuestro padre, de la muerte de pronto, de su propia depresión, benzodiacepina y destornilladores con granadina. La he observado un rato, con los ojos y las fosas nasales, he presenciado el acto de prestidigitación a través del cual los cafés de la máquina llegan a una de sus manos, llenos, negros y humeantes, y desaparecen, vasos arrugados, vacíos, a través de la otra mano segundos después. Se le han reventado algunos capilares de la cara de tanto llorar y tiene un hematoma en los nudillos, quizá de pagar su frustración con una pared o una puerta.

 

Siento angustia por ella y por mamá, pero el sofá me absorbe. Estoy rodeado de voces susurrantes, envuelto por el bisbiseo de las ropas al rozarse, del sorber de mocos de los que no tienen cabeza ahora mismo para pensar en sacar un pañuelo. Todo es como una nana dulce. Un arrullo como de palomar, como de monstruos que frotan sus zarpas de terciopelo mientras se comen tus sueños. Sueño. El sofá me está tragando y los párpados son trozos de carne inerte que quieren descansar en paz.

 

Mi madre da un respingo y yo lo noto, la fluctuación del aire que nos separa en la sala me cruza la espalda y miro, no la miro a ella, no, sino al cristal y al ataúd abierto, a ese «yo» tan mal envejecido que parece dormido, la boca semiabierta como si respirase. Por un momento he pensado que podía haberse movido, que podía haberse resbalado, sonreído, parpadeado. Busco a mi madre y sigue en su sitio, estoica estatua de carne tensa y músculos tensos, parada en mitad de la marea de condolencias falsas y falsa pesadumbre. Apenas es perceptible pero algo ha cambiado desde la última vez que la miré. Sus manos, crispadas, blancos los nudillos de hacer fuerza sujetando un bolso que es, sin duda, un ancla. Sus manos apretando con fuerza, demasiada fuerza, pero el resto de ella inmutable, observando el cuadro con una lágrima, una más, partiéndole el perfil en dos como si su rostro fuese una máscara superpuesta. Y me mira. Y sabe que me he dado cuenta. Y su mirada se torna grave, dura, una advertencia transmitida sin abrir la boca que pasa de sus labios cerrados a mis ojos secos llevando consigo un escalofrío.

 

¿Qué ves, mamá? ¿Qué ves en ese cuadro? Y ella niega con la cabeza, leyéndome las ideas, subrayando su mirada de peligro, de inminencia, con un rictus severo que tan solo dura un parpadeo. Y vuelve a mirar al cuadro, demasiado lejos para que yo pueda saber qué mira. Ni quién la mira a ella.

 

 

4.

 

 

Los vehículos blindados del ejército proyectan un brillo acuoso bajo la lluvia torrencial. Algunos soldados besan fotos, rezan a los dioses de sus padres o lloran sin tratar de esconderse. Las comunicaciones con las tropas dentro de la ciudad se han perdido y no necesitan prismáticos para ver lo que está sucediendo. El tornado ha alcanzado proporciones bíblicas y parece estar creciendo conforme los edificios se derrumban y las explosiones se suceden. La Gran Nube, el majestuoso cumulonimbo que sirve de extremo superior del tornado, parece el hongo radiactivo de una explosión nuclear, su inabarcable vientre encendiéndose y deformándose, preñado de rayos y relámpagos. Alguien ha dicho que también parece una nave nodriza, un gigantesco platillo volante que gira sin control, el tornado es su rayo abductor que tantea el suelo en busca de víctimas sin importar lo que se cruce en su camino.

 

—Es una cara —ha dicho uno de ellos; qué más da cómo se llame si en menos de una hora habrá muerto—. Mirad. Es una cara.

 

Ha señalado, con todo el temblor que puede albergar un ser humano, una zona de la tormenta y ha seguido insistiendo, aunque nadie más parecía poder o querer ver la pareidolia.

 

—Es un ángel destructor. Es el ángel exterminador —ha seguido insistiendo un rato, ya más para sí mismo que para convencer a nadie. Ahora está sentado, abrazándose las rodillas tras uno de los tanques y aún no ha dejado de repetir su mantra de pánico.  

 

El sargento continúa hablando por radio rascándose la nuca como quien escarba, con saña y dedicación, intentando hacerse entender por encima del ruido. Están lejos, pero el tornado es muy grande. Y parece seguir creciendo. Conforme lo hace también aumenta el estruendo que lo acompaña. Millones de abejas furiosas; de eso parece estar compuesto el tornado a juzgar por el zumbido que llega hasta los aterrados oídos de los soldados. La última estimación de velocidad, cuando aún quedaban equipos tomando mediciones, cuando los cazatormentas todavía estaban al pie del cañón, arrojaban datos imposibles. Aquello alcanzaba los cinco kilómetros de diámetro y parecía albergar vientos que llegaban a los setecientos kilómetros por hora. Los números eran ridículos, pero desde la loma en que se encontraban, dispuestos en formación como si pretendiesen intimidar a la tormenta, podían ver claramente que no estaban tratando con un tornado normal. Aquello era la madre de todos los tornados.

 

El sargento corta la comunicación por radio y se gira hacia sus hombres y mujeres, haciendo gestos para que se acerquen. Como una mente colmena, todos tienen la misma pregunta orbitando por encima de sus cabezas: si no han acudido para ayudar en las labores de desalojo, ¿qué hacen aquí?

 

—Tenemos nuestras órdenes —grita, haciendo bocina con las manos.

 

La ola de nerviosismo se propaga a través de todos ellos como una descarga eléctrica. Sus cuerpos se tensan esperando escuchar malas noticias, poniéndose en lo peor, recordándose a sí mismos quizá por qué decidieron alistarse en un primer momento, tal vez sopesando los pros y los contras de la deserción, de poner tierra de por medio, de huir lo más lejos posible de aquella maldita cosa. Pero hay otra cosa que se asienta en todas y cada una de sus mentes, como una garrapata adherida a la parte trasera de cráneo, un prurito indeseable justo donde no llegan a rascarse: no pueden huir del tornado. Nunca podrán huir lo suficientemente lejos.

 

—Nuestras órdenes son mantener la posición —dice el sargento y todos son testigos de cómo envejece de golpe, de cómo se apaga en el fondo de sus pupilas el brillo que convierte a los humanos en humanos. Se inician algunos conatos de protesta. Alguien, tampoco importa su nombre, quita el seguro de su arma en mitad de la confusión, y envía una orden del cerebro a los músculos del brazo y la mano para levantarla contra su superior. Matar y huir. Un plan sencillo. Pero no tiene tiempo a ejecutarlo, porque el sargento prosigue:— Tenemos que mantener la posición, soldados. Y negociar. El Alto Mando quiere que negociemos con… eso.

 

La enorme mano del sargento parece querer abarcar la tormenta en un gesto desganado. Todos miran al tornado como si fuesen una sola persona, en perfecta sincronía, y entonces sí, entonces sí que pueden ver el rostro colérico que conforman las nubes.

 

 

5.

 

 

Mi hermana no soportó la presión. La noche en que falleció, ahogada en su propio vómito abrazando un portafotos digital con la pantalla rota por la mitad, yo soñé que volaba sobre un terrible desierto que estaba hecho, lo sé porque lo sabía entonces con esa lucidez insólita del durmiente, de huesos triturados. Mi padre volaba a mi lado, rígido, como amortajado, y la fuerza del viento, su fricción contra el aire, iba deshaciéndole la piel, que abandonaba su cara lívida y sus manos, cruzadas sobre el pecho, como se desprende la arena de un reloj, como se deshace un terrón de tierra lanzado contra un vendaval, alimentando con su propia humanidad las fluctuantes dunas blancas.

 

—Volamos —decía—. Volamos, hijo.

 

Y su boca, entreabierta en una línea fina, tumefacta, dejaba escapar también retazos de sí mismo, como humo de un cigarro que nunca fumó por miedo al cáncer que nunca lo mataría, entregándose al desierto en un vuelo suicida. ¿Qué podía esperarse? Siempre tuvo miedo, también tuvo miedo, mucho miedo de eso, siempre, de acabar como su padre, como su abuelo, matándose un día porque el peso del mundo era demasiado, a pesar de los hijos, a pesar de la felicidad, a la que solía recibir con demasiadas reservas, consciente de que no había nacido para disfrutarla por completo. Yo también tengo miedo a terminar mis días como él, como ellos. Es una sombra pegajosa que siempre me acompaña y que también me deja ser feliz solo a medias, esclavo como soy, como somos todos, de esa herencia tácita que nos empuja a convertirnos en nuestros padres, de acabar cometiendo sus errores y no ser capaces de repetir sus aciertos. Esa misma herencia que sume a mi hermana en lodazales mentales de los que no es capaz de salir por más que se esfuerce. La sonrisa idiota, drogada, la sonrisa triste de mi hermana es la sonrisa de mi padre y es la mía, porque lleva como nosotros el sabor del miedo en los labios, el miedo a acabarse de pronto, sin fuerzas para enfrentarse a un universo hostil que solo nosotros podemos ver, por herencia, por esas raíces negras de herencia.

 

Yo intento responder a mi padre que quizá no deberíamos seguir volando, pero solo soy testigo, inútil personaje de mi propia ensoñación, sin capacidad real para decir ni hacer, solo pensar y contemplar cómo se va muriendo de nuevo, volando hacia un sol que parece estar al otro extremo de un largo túnel.

 

—Volamos —repite y yo intento asentir, pero ni eso. Y su cara ya no es apenas una cara, tan solo una masa informe de sangre difuminada, carne deshecha y huesos que se van quedando atrás alimentando el paisaje, haciéndolo crecer—. Este desierto es infinito, hijo. Este desierto es el infinito. Es la suma de todos nosotros, de nuestros sueños y nuestras pesadillas.

 

Quiero gritar y no puedo pero, aun así, abro la boca y lo intento con todas mis fuerzas.

 

El grito suena en la habitación de mi casa y salgo despedido, mi alma vuelve al cuerpo, como decía mi ex mujer cuando me ocurría a veces, y la cama cruje como si de verdad hubiese caído desde el techo. Y el teléfono está sonando. Y yo ya sé qué va a haber al otro lado. Más tanatorios, más café de máquina. Más personas que se dicen familia, que se dicen amigos, juzgando a mis muertos por atreverse a salir por la puerta de atrás, por la cobardía de abandonar el camino antes de que el vengativo dios del Sinaí los llame a filas.

 

Miro mis manos cuando se mueven solas en busca de las malas noticias y veo el polvo blanco desprenderse de ellas y ensuciar mi cama, el suelo, el teléfono, mi cerebro cansado y sucio de polvo de huesos.

 

 

6.

 

 

El grupo de soldados corre como si ya estuvieran muertos, como si fueran fantasmas en fuga, como las sombras negras de personas aniquiladas que dejó tras de sí el Enola Gay en Hiroshima, siluetas de personas que esperaban sentadas en las escaleras del banco cuando la muerte inundó el mundo, de gente que paseaba, rumiaba, discutía y amaba, un retrato devastador dibujado en la piedra y el asfalto, como las estatuas sorprendidas de Pompeya, seres humanos muertos de pronto, inmortales en la postura que tenían cuando, igualmente, la devastación se hizo presente, fulminante. Así son las figuras de los soldados que se alejan del tornado cargando con sprays de pintura, su equipo de ataque y defensa olvidado frente a la línea de tanques, sumidos en una misión que no comprenden.

 

—¡Aquí! —grita uno de ellos y hace señas al que tiene más cerca, para que avise a los demás, porque el zumbido letal del tornado se come sus palabras. Todos se detienen, una separación de varios metros entre sí y, de manera mecánica, clavan rodilla en tierra, agitan los sprays de pintura reflectante, roja, amarilla y azul, y comienzan a escribir en el suelo el mensaje acordado, a cumplir las órdenes.

 

La más joven de ellos, que aún no sabe que será la única que sobrevivirá al anochecer de ese largo día, se detiene un instante entre una letra y otra, como si se hubiese olvidado de pronto de la forma en la que se usa el aparato que tiene en las manos, como si hubiera desaprendido el idioma en el que está escribiendo, como si viera a un animal mitológico, una pintura rupestre, en lugar del escueto mensaje:

 

DETENTE. PODEMOS AYUDARTE.

 

—¡Vamos, vamos! —grita y gesticula el mismo soldado de antes. Todos se incorporan y vuelven a correr, sintiendo que el tornado está cada vez más cerca, sabiendo que quizá no lleguen junto a su sargento y acaben absorbidos por el descomunal embudo.

 

Corren con todas sus fuerzas, pero siguen pareciendo siluetas muertas, fotografías detenidas en mitad de un paisaje hambriento, los enormes granizos, ahora del tamaño de naranjas, formando una batería de artillería cada vez más próxima. Uno de ellos cuenta los metros mentalmente, para volver a detenerse y repetir el mensaje. Como si la naturaleza supiera leer.

 

 

7.

 

 

En el tanatorio nos han dado la misma sala, estoy seguro de que no lo han hecho a propósito, pero es la misma donde velamos el cadáver de mi padre. La sensación de irrealidad es superior por repetición. Los mismos rostros torvos, las mismas palabras de ánimo, insustanciales y vacías, llenas de nada, cubiertas de polvo de huesos.

 

No quiero soltar a mi madre, la rodeo con los brazos como si fuera a desplomarse en cualquier momento, como si no supiese estar de pie por mucho que rehúse sentarse y dejarse devorar por los mullidos sofás, asépticos y funcionales tronos de plañidera. No ha llorado y eso me da miedo. No ha soltado una lágrima, no ha dicho una palabra, no se ha arañado la garganta en un grito aterrador como la última vez. Tan solo se ha dejado llevar mansamente hasta la sala seis, sin aspavientos, rígida como una piedra, y me ha parecido ver incluso una cierta sensación de urgencia, cierta ansiedad por llegar y colocarse en el mismo sitio exacto donde permaneció la última vez, por situarse delante del cuadro, a mirar más allá de la pintura. Quizá por eso no me permite que la suelte, porque quiere que vea lo mismo que ella, que entienda lo mismo que parece haber entendido ella. Es una pintura impropia de este tipo de sitios, eso lo puedo saber sin tener ni idea de historia del arte. Lo habitual son cuadros de paisajes, sin elementos que hagan pensar, playas idílicas, bonitas puestas de sol, como invitando a los dolientes a dejar partir a sus seres queridos con la promesa de que estarán en un lugar mejor, tranquilo, en paz. Pero este cuadro no es exactamente así. Hay una mujer en primer plano, sentada sobre la hierba en una colina ocre, como arrastrándose, su vestido rosa destacando sobre los verdes y los marrones, su manos colocadas como si gateara y observando, de espaldas al espectador, una vieja granja en la lejanía. Da la impresión de que intenta llegar a ella, o que la contempla con arrobamiento, pero es imposible saberlo sin verle la cara.

 

—El mundo de Cristina —dice mi madre en un susurro, para no despertar la curiosidad de los buitres congregados. Se tapa la boca con una mano al tiempo que habla y desde fuera casi parece que está llorando, pero no.

 

El mundo de Cristina. Mi hermana Cristina, tumbada plácidamente en su cama de madera, a nuestra espalda, su rostro tranquilo como si jamás hubiese estado cubierto de vómito seco, con una sonrisa natural, su sonrisa triste, ahora para siempre, dibujándole un hoyuelo. El mundo de Cristina, lleno de tinieblas por una profecía que se muerde la cola, el miedo a suicidarse que impulsa a mi familia al suicidio, uróboros, lemniscata y maldición familiar. Este desierto es el infinito.

 

—Mamá —digo, acariciándole una mano fría con mi mano fría.

 

—No —me interrumpe—. El cuadro. Lo busqué cuando llegué a casa, ¿sabes? «El mundo de Cristina». De un tal Andrew Wyeth.

 

Asiento, forzando una sonrisa, temeroso de que mi madre haya perdido finalmente la cabeza, que la herencia mortal sea vírica, y ella se haya contagiado, y su repentino interés por el cuadro del tanatorio donde velamos a su marido y a su hija sea una señal de algo grave, con patas de alambre, un tumor, un derrame, un apocalipsis fraguándose en un cuerpo destrozado por la pérdida, un suicidio agazapado.

 

—Entiendo.

 

—El pintor vivió en esa casa del fondo. Cristina, la chica de la foto, era su vecina. —Ignoro el hecho de que haya dicho foto en lugar de cuadro—. Sufrió la polio de pequeña, pero no se conformó con vivir encerrada. Salía a la colina a coger ramilletes de flores que guardaba en el bolsillo de su vestido. Se arrastraba, David. No quería usar la silla de ruedas y se arrastraba para ir y volver. El pintor le rindió este homenaje porque le impresionó. Es el mundo de Cristina. ¿Lo entiendes?

 

Miro el cuadro sobrecogido. Es una historia de una belleza arrolladora, una imagen vívida de una realidad sórdida y hermosa, la cárcel de los huesos, el encierro de la fragilidad y la batalla cruenta de una mujer que, de espaldas, podría ser mi hermana.

 

—¿Se suicidó? —digo, sin poder evitar que las palabras salgan de mi boca temblorosa. Me arrepiento de inmediato, pero a mi madre no parece importarle. Ni siquiera parece oírme, los ojos secos agujereando la pintura.

 

—El mundo de Cristina. Y allí está tu padre. Míralo —dice, y apenas señala con la barbilla.

 

Y allí está mi padre, sí. Puedo verlo asomado a la ventana, solo una mancha de pintura, una mota, un reflejo, que se expande en mi retina llenándolo todo. Ahí está mi padre. La habitación gira de pronto, como un tornado que me hubiese engullido, y siento que pierdo el conocimiento.

 

—Volamos —digo entre dientes mientras caigo.

 

 

8.

 

 

La soldado llega exhausta y se derrumba como un fardo antes los pies del sargento. Sus compañeros han caído. A uno de ellos le ha abierto la cabeza un granizo y ni siquiera ha sido capaz de cargar consigo el cuerpo exangüe, no se ha atrevido ni a mirar atrás. Ya cometió ese error cuando el tornado se llevó a los dos primeros, ya observó como en stop motion la cara de terror del pelirrojo, su boca desencajada en un rictus, mientras era absorbido, invocado, abducido, llamado a formar parte de la familia del tornado, a girar alrededor sumido en el insoportable zumbido de abejas dementes. Había caballos ahí arriba, medio granero, un tanque, más soldados, como abalorios, extraños atrapasueños colgados del larguísimo cuello de la Gran Nube, con su rostro gigante y colérico.

 

—Señor… han caído todos —dice, llorando.

 

—¡Lo sé! ¡Y esa puta cosa no se ha parado en los seis primeros mensajes!

 

La mayoría de los soldados ha huido aprovechando la confusión, solo quedan cuatro, la extenuada sobreviviente de la misión suicida y el sargento, que estudia los acontecimientos a través de unos binoculares, mordiéndose el labio inferior con saña caníbal.

 

—Señor… ¿deberíamos?

 

—¡Espera! ¡Se ha parado! ¡Se ha parado!

 

El tornado, en efecto, se ha detenido justo cuando el epicentro de su embudo ha quedado encima de uno de los mensajes del suelo. El sargento deja caer los binoculares sobre el pecho con el rostro demudado de sorpresa. Lo que queda de sus tropas se acerca, haciendo visera con las manos. ¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que deben hacer ahora?

 

—Señor, se ha parado. ¿Cree que está leyendo nuestro mensaje?

 

—No lo sé, joder. No lo sé. Pero me encantaría saber cómo se supone que tenemos que negociar con un puto huracán.

 

—Tornado, señor —dice alguien que va a morir en los próximos minutos.

 

—Lo que sea.

 

 

9.

 

 

Vuelo sobre la nieve siguiendo el rastro de un animal herido que ha debido arrastrarse durante kilómetros, su sangre en el manto blanco formando una gruesa línea roja de la que no puedo apartar la mirada, hipnotizado por la armonía, por la simetría de los dos hemisferios blancos, cegadores, en que se divide la superficie helada sobre la que se mueve fugaz mi sombra errante. No puedo apartar la vista ni quiero, porque sé quiénes vuelan conmigo hacia una puesta de sol que se derrite.

 

—Volamos —dice la voz de mi padre a mi izquierda, la que fue la voz de mi padre, ahora un gorgoteo cavernoso y sibilante, una mezcla de bufidos y gruñidos que brotan de algo que ya no es humano, algo que ni siquiera me siento capaz de ver.

 

—Volamos. —Es mi hermana quien habla a mi derecha, su voz cantarina de siempre, matizada con tabaco, alcohol y barbitúricos, con el deje pastoso de los locos y los insomnes. Mi hermana muerta. Volando conmigo.

 

Mis labios están cosidos con hebras de niebla, pegados entre sí con tanta fuerza que intentar despegarlos para hablar me produce un dolor tan grande que estoy a punto de despertarme. Pero quiero seguir soñando, quiero saber qué ocurre, quiero saber si, como otras veces, mi vuelo es el aviso de la llegada de la muerte, el desbordamiento incontrolable de mis seres queridos a través del abismo insondable del tiempo.

 

—¡No! —grito, y noto cómo me desgarro por dentro del esfuerzo. La habitación de un hospital titila, superponiéndose su imagen a la nieve manchada de sangre.

 

Mi hermana vuela hasta colocarse delante de mis ojos, volando de espaldas al suelo, desnuda, abierta en canal, con un corte en forma de i griega que solo he visto de verdad en las películas, fruto de una autopsia que ni siquiera han debido hacerle pues sus deseos eran otros, sus sentimientos iban por otros derroteros. A través de la herida abierta veo caer hacia arriba coágulos de sangre muerta, negra, pastosa, formando pompas que flotan hacia mí, explotando contra mi cara y mi cuerpo, llevando a mis labios el ferroso sabor de la muerte.

 

—David. Tienes que venir con nosotros.

 

—No voy a seguiros.

 

—David. Este desierto es infinito. Este desierto helado es el infinito. Volamos por siempre. Después de nosotros no hay nada. Ven. —Mi padre habla solemnemente, con su gorgoteo estertóreo.

 

—Mamá morirá —añade mi hermana, clavándome sus ojos tristes, suplicando con sus ojos tristes que me mate, que cumpla con el destino que se me ha regalado y me suicide, que vuele con ellos por el desierto infinito—. Morirá porque estamos malditos.

 

—Yo lo comprendí al final —añade mi padre—. Y comprendí entonces a tu abuelo. Y al mío. Fui un egoísta trayéndoos al mundo sabiendo que tarde o temprano tendríais que…

 

—Teníamos que morir por nuestra mano, David —mi hermana sonríe y de la boca también brotan pompas de sangre negra que impactan contra mí—. Tienes que morir tú también. No hemos tenido hijos.

 

—Hicisteis bien en no tenerlos. O seguirían trayendo la condenación y la mala fortuna a cuantos nos rodean y quieren. Esto debe terminar contigo, David. Esto acaba contigo.

 

—O acabarás matando a mamá.

 

El paisaje vuelve a titilar y reaparece la cama de hospital en la que me encuentro, el gotero, la televisión anclada a la pared, los fluorescentes, la ventana que no se abre, el rostro tenso de mi hermana plantada de pie a un lado, la figura de mi padre, vestido con el traje con el que lo enterramos, en lugar de cabeza una filigrana de humo blanco, arena de huesos y sangre y carne y humanidad que se esfuma.

 

Parpadeo.

 

Mi padre vuela ahora junto a mi hermana, tomados de la mano mientras siembran con trozos de sus cuerpos la nieve de debajo. Pienso que quizá la sangre sea nuestra. Quizá la sangre sea mía.

 

—¡Tienes que hacerlo, David! —grita mi padre, usando el tono impositivo, la orden incontestable, como si todavía fuese un niño y elevar un poco la voz bastase para zanjar cualquier discusión.

 

Alguien me zarandea.

 

—David, haz caso a papá y muérete.

 

Parpadeo.

 

La habitación, mi padre y mi hermana, un doctor pasando una linterna por mis ojos, sosteniéndome los párpados con dedos embutidos en guantes hipoalergénicos.

 

Parpadeo.

 

—Es decisión tuya, David. Haz lo correcto.

 

Pero decido vivir. En ese momento decido vivir. Tampoco ahora hay ninguna revelación mística, ninguna iluminación esotérica, no hay epifanía ni coro celestial que acompañe el momento, pero decido vivir y romper la maldición que me acompaña, romper la baraja, darle la espalda a un destino paradójico, a mi miedo devorándome y matándome y no muriéndose. Decido vivir. Y ayudar a mi madre a superar lo sucedido y quizá volverme a casar; sin hijos, eso sí. Sin hijos.

 

Parpadeo.

 

 

10.

 

 

Hace ya horas que el sargento ha dejado de buscarle la lógica a lo que sucede y se limita a actuar como un robot, trabajando solo para solventar las necesidades inmediatas, las crisis urgentes, y olvidándose por completo de querer entenderlo todo.

 

—¿Señor? —dice la soldado.

 

—No lo sé. No sé qué demonios hace ahora, pero se ha detenido. Y seguimos vivos. —Mira la expresión de su subordinada y se apresura a añadir:— Algunos de nosotros seguimos vivos, gracias a dios.

 

Otro de los hombres aparece a la carrera, se nota en su cara que ha estado llorando y gritando, y quizá también haya vomitado, pero sigue aquí, con los suyos, a pesar de la muerte que zumba tan cerca, con su hipnótica órbita de animales, árboles y personas.

 

—Señor, lo he encontrado. Lo tengo —jadea, dejando en manos del sargento un megáfono del ejército lleno de polvo, oxidado por algunas partes. Es una reliquia que no creen haber usado nunca, pero el soldado recordaba haberlo visto en el fondo de una de las cajas de suministros, al fondo del camión donde jugaba a las cartas con sus compañeros muertos.

 

El sargento se vuelve a rascar la nuca con furia y mira el aparato como si estuviese mirando una serpiente de cascabel, con la mano alejada del cuerpo y una ceja levantada. Sin mediar palabra con los suyos, tal vez por miedo a que lo tomen por loco antes de tiempo, comprueba que el megáfono funciona, se lo lleva a la boca y comienza a hablar:

 

—Le habla el sargento… —De pronto se interrumpe. Traga saliva y replantea la situación—. Hola. Mi nombre es Saúl y tengo muchísimo miedo. Aquí delante hay más personas, todas muertas de miedo. No sabemos qué quiere. Ni siquiera estoy seguro de por qué le hablo a un huracán. —Fulmina con la mirada al soldado que le ha traído el megáfono, antes de que lo corrija—. Un tornado. Estoy hablando con un puto tornado porque alguien en la capital me ha dicho que podía funcionar. Que parecía que usted… —continúa tras tragar de nuevo saliva, mirando de cuando en cuando a sus subordinados en busca de aprobación. No solo está hablando con un tornado, sino que además le habla de usted—. Parecía que usted no se comportaba de manera errática, sino que mostraba tener cierto grado de inteligencia.

 

La información que le había llegado había sido confusa, pero se hablaba de dos ocasiones en las que el tornado había manifestado un comportamiento que parecía responder a una configuración inteligente. Una vez, cuando se detuvo delante de un cementerio y se dio la vuelta por donde había venido, algo que algunos interpretaron como un milagro, y otra ocasión en que los gritos de una madre parecieron detenerlo el tiempo suficiente para sacar a su niño pequeño de un coche con la puerta bloqueada por un impacto. La mujer maldijo a gritos a la tormenta y al tornado y este, según le habían dicho al sargento, había esperado pacientemente hasta que madre e hijo se hubieran puesto a salvo para continuar destruyendo cosas y matando a gente inocente.

 

De pronto la Gran Nube pareció cambiar de color, del gris lechoso a un negro irisado de violetas. Al sargento le pareció que se llenaba de cicatrices. Y una voz, una voz poderosa que resonaba con infinitas variaciones de la misma estridencia, una voz como un trueno, formada por ruidos, zumbidos y silbidos que no habían nacido para hablar, una voz que no era humana, retumbó en toda la colina.

 

—¿Qué quieres, Saúl?

 

 

11.

 

 

—Lo lamento muchísimo, David —dice el médico, que me parece un espejismo flotante a los pies de la cama. Ha empezado explicándome que llevo tres días aquí tras un desmayo en el velatorio de mi hermana, que no me despertaba, que había tenido una crisis, que todo estaba más o menos bien conmigo, sea lo que sea ese más o menos, que no me preocupara por nada pero sus palabras, sus modales, sus gestos, iban coloreados con algo más que yo no quería ver, que no estaba dispuesto a ver porque sería injusto, sería cruel, sería una broma pesada—. Tu madre sufrió ayer un infarto. Te acompaño en el sentimiento.

 

Mis manos. Mis manos aún llevan trozos de nieve teñida de sangre, de polvo de huesos, de triste memoria de sueños viejos. Mis manos en mi propio regazo, reflejo en las aguas del tiempo que muestra mi propio entierro. Mis manos encrespadas como zarpas de bestia, como manchas turbias derramadas sobre las sábanas. Mis manos. Contemplo mis manos y dejo de escuchar al doctor y su ristra de palabras bienintencionadas. Miro las líneas de mis manos, carriles de destino y ventura, esa que llaman de la vida tan corta y tan abrupta, y no escucho romperse la ventana, esa que no se abría y que ahora no se cerrará nunca, ni al médico salir disparado contra la pared de la izquierda, a lomos de una ráfaga de viento que lleva consigo hojas de un árbol centenario que no vivirá mucho más tiempo. No oigo ni veo nada mientras la misma ráfaga caprichosa se lleva de nuevo al doctor, esta vez en la otra dirección, sacándolo por la ventana rota, seccionándole una arteria con uno de los cristales que aún resisten en el marco y arrojándolo al vacío desde una planta seis. No veo nada de eso porque contemplo mis manos, como si no fueran mías, como si fuesen las manos de un muerto, como si me hubieran cosido las manos de un muerto mientras dormía. De todos modos, por mucho que hubiese querido ver cómo la tele era arrancada de su pared, como los sofás para las visitas taponaban el agujero que antes era una ventana para, finalmente, estallar en pedazos por la fuerza succionadora del viento, por mucho que hubiera querido verlo no habría podido, porque a mi alrededor ya estaba surgiendo el remolino de viento, la susurrante coraza que iba a acompañarme de aquí en adelante.

 

Cuando me levanté de la cama, el techo de la habitación, sus paredes, el hospital, fueron destrozados y esparcidos en todas direcciones, cuando el cumulonimbo de la tormenta, la Gran Nube, encontró suelo y formó el tornado a mi alrededor, el ruido blanco del interior del embudo como un bálsamo para dejar de pensar en lo injusto y lo cruel. Mi compañía muda, hombre y tornado, dispuestos a salir a pasear hasta que no hubiera adónde ir. 

 

 

12.

 

 

El sargento no debería haber seguido hablando. Debería haberse callado en cuanto el hombre tornado le dijo que prefería no seguir escuchándolo. Que se callara de una vez. Debería haber guardado silencio cuando vimos la tormenta crecer, los rayos cayendo en ramas kilométricas, el propio tornado incrementando visiblemente su virulencia. Pero quién puede tenérselo en cuenta. Quién no habría hecho lo mismo en su lugar. Al menos en ese momento había un diálogo, existía una posibilidad de detener todo aquello. Pero ahora… ahora solo queda correr, huir, ser más rápida que algo que es más rápido que tú.

 

El sargento no debería haber dicho que pensase en su familia. Pero él no lo sabía. Nadie puede reprochárselo. Sobre todo porque ahora está muerto, sus miembros y su cabeza separados del tronco por una habilidosa tromba de aire, orbitando la tormenta junto a los caballos, los establos y el resto de muertos inocentes. Debería haber callado. Y ahora ya no volverá a hablar. Y no queda nadie para detener el caos que se avecina.

 

Hay que correr.

 

 

13.

 

 

Esta noche he soñado que volaba mientras mi propio cuerpo lo hacía, suspendido, acunado por mi tornado, nana salvaje de mis noches y mis días. He soñado que volaba junto a mis padres y mi hermana, y todos aquellos amigos que una vez me importaron. He soñado que volábamos en pos de una puesta de sol que ahora sé que nunca alcanzaremos. El desierto es infinito.

 

Ahora camino por las ruinas de otra ciudad. Lo sé porque de vez en cuando puedo ver cosas en el suelo, en el círculo a mi alrededor, cada día más grande, cada día más tranquilo. Ya nadie deja mensajes escritos en el suelo. Ya nadie lo intenta. Ni siquiera sé si queda nadie más aparte de mí y de mi tornado. Mi camino hacia delante, siempre hacia delante, hacia una puesta de sol que tampoco puedo ver. Pero miro mis manos y pienso que estoy cerrando un círculo, que estoy rompiendo de algún modo una maldición familiar. No necesito suicidarme para no hacer daño a los demás. Ya no hay un los demás. Ya no puedo hacer daño a nadie. El desierto es infinito. El tornado es infinito.

 

Yo soy el tornado.