A nadie le gustan los émpatas.
Somos útiles. Herramientas creadas con un propósito. También somos personas, y somos conscientes de lo que nos han hecho. Sólo somos un capricho de la ciencia todopoderosa. Reímos y sufrimos. Pero, por encima de todo, los émpatas sabemos.
Por eso nos tienen miedo. Nos rehuyen y nos desprecian, nos condenan a una vida de soledad. Porque nos temen. Y porque nos temen, nos odian.
Nosotros les devolvemos el odio.
—Hemos llegado, señor.
El coche negro se detuvo suavemente delante de la puerta de hierro forjado, paralelo al cartel blanco y negro: Psiquiátrico Penitenciario – Área II.
Desde el asiento de atrás miré través del espejo retrovisor.
—Gracias, David.
El joven chófer bajó los ojos y balbuceó una retahíla de palabras incoherentes. Vi una masa de nerviosismo y miedo veteada por el característico tono violáceo del prejuicio. El chico estaba verde, quizá incluso era su primer día de trabajo. Aún no había aprendido a esconder su repulsión debajo de una máscara de cortesía como hacían los más veteranos. Pero sus expresiones, por controladas que fuesen, era inútiles. Nosotros siempre sabemos.
Por eso a nadie le gustan los émpatas.
Salí sin decir una palabra, y contemplé el edificio mientras el coche negro desaparecía detrás de mí. El psiquiátrico penitenciario, como todo buen ejemplar de su categoría, estaba a las afueras de la ciudad, con su típico terreno verde rodeado por una alta valla de metal.
Lo primero que advertí es que estaba lleno de militares. Toda cárcel tiene sus funcionarios de prisiones y sus mecanismos de seguridad, pero conté media docena de soldados con armas de asalto sólo en el exterior del edificio. Estaba familiarizado con ellos desde niño: hombres de hombros anchos y miras estrechas, acunando subfusiles.
Llamé al timbre, y una mujer trajeada, tras intercambiar las justas palabras de cortesía, me condujo en silencio hacia el psiquiátrico. Ella también evitaba mirarme a los ojos. No tuve que leerla para saber que estaba nerviosa. Es curioso cómo, pese a todo, su asco sigue afectándome. Debería ser ya inmune.
—No mirarme a la cara no sirve, ¿sabe?— dije con una sonrisa—. No tiene ninguna manera de evitar que yo la lea.
Ella comenzó a murmurar una excusa, una justificación, una mentira, pero después de un segundo bajó los ojos, y apretó los dientes y el paso. Por fin había entendido que era inútil. Los émpatas siempre sabemos.
Es más fácil leer los sentimientos de alguien si le miro a la cara, pero lo cierto es que normalmente me basta un simple vistazo para empatizar con la mayoría de las personas, especialmente si no han sido entrenadas.
El lazo empático es más fuerte que la voluntad. Para eso nos crearon esas personas con batas blancas y muchos doctorados, empeñadas en juguetear con las leyes de la naturaleza. El Proyecto Iacoboni reunió a una curiosa amalgama de biólogos, neuropsicólogos, ingenieros genéticos, y por supuesto, altos mandos militares. Unos aseguraron que era posible, otros dijeron cómo, y los militares se aseguraron de llevarlo a cabo. No hubo ningún comité de bioética.
El estudio de la mente humana tiene que ver con una cosa por encima de todas las otras: con el poder. El poder de averiguar la oscuridad de los otros, de ver más allá de las brumas que esconden lo que hay entre las paredes del cráneo.
El Proyecto Iacoboni era el sueño húmedo de los poderosos.
Diez años de investigaciones bajo la dirección de la doctora Grey acabaron por perfeccionar el proceso de manipulación del desarrollo de las neuronas espejo. Todas las personas tenemos en nuestra materia cerebral un tipo especial de células que nos permiten crear en nuestra cabecita modelos de lo que la gente de nuestro alrededor piensa o siente. Hacen posible la imitación, y también el aprendizaje y la empatía. Son la base biológica del proceso que los psicólogos llaman mentalización o, de forma más grandilocuente, “teoría de la mente”: la capacidad para relacionarnos y entender los pensamientos y emociones de los demás. A los psicólogos les encantan sus palabras.
La doctora Grey hizo posible potenciar el desarrollo de ese sistema de neuronas, y aumentar sus capacidades de forma exponencial. Así nacimos nosotros, Personas de Empatía Artificialmente Aumentada. Émpatas.
Las gente normal entiende que alguien está triste e incluso podrían sentir un reflejo de esa tristeza en su interior. Yo no soy normal. Ningún émpata lo es. Nosotros podemos leer lo que sienten de un sólo vistazo y, si disponemos de tiempo, podemos bucear en el caótico mundo que se encuentra debajo del cráneo de los seres humanos. Palabras como mentira, engaño, fingimiento...ni siquiera tienen sentido para nosotros.
Dimos muchos problemas al principio. Pueden manipularse genes, cierto, pero esculpir una persona hasta darle la forma de herramienta es un trabajo arduo.
Los primeros fueron un desastre, al menos para quienes los habían creado. Eran personas demasiado potenciadas; sensibles, quebradizas. Podían sonsacar información clave al agente de inteligencia más curtido, pero también eran extremadamente vulnerables al dolor ajeno.
De la primera hornada de émpatas, el porcentaje de suicidios alcanzó el cien por ciento. La segunda generación no fue tomada tan a la ligera. Fueron criados de forma muy estricta, en entornos controlados, con un entrenamiento férreo. Algunos pudieron ser utilizados para lo que se les había creado, la Seguridad Nacional —es decir, la guerra—, al menos durante un tiempo antes de que se rompiesen. Aún así hubo desastres notorios.
Nadya Mdalel manejó la información que tenía para provocar una insurrección militar que derrocó a tres gobiernos consecutivos. Después se quitó la vida. Elena Lóriga murió tratando de detonar un artefacto nuclear en el centro de la ciudad, con la cordura hecha pedazos por el dolor y el odio. Varios émpatas más se escaparon, usando sus habilidades para mantenerse siempre un paso por delante de sus perseguidores. Aunque algunos fueron cazados y ejecutados, la mayoría logró desaparecer del mapa.
La doctora Grey también se desvaneció. Algunos dicen que sus propios “hijos” la encontraron y la asesinaron por lo que les había hecho, otros que vive escondida para evitar ese destino, y los menos dicen que se fugó con sus propias creaciones al ver lo que estaban haciendo con ellas.
El proyecto estuvo a punto de ser cancelado, pero el desarrollo de nuevas técnicas de modificación pulsional le dio nuevas alas. Y así nacimos nosotros, Personas de Empatía Artificialmente Aumentada de tercera generación, o como se nos conoce también, émpatas funcionales.
Nacemos en instalaciones científico—militares. Desde los primeros años de nuestra infancia se controlan nuestros impulsos con drogas y descargas eléctricas, sufrimos una cruel terapia farmacológica que regula de forma específica nuestros neurotransmisores, y se nos brinda un tipo específico de psicoterapia para que seamos capaces de soportar nuestra habilidad.
¿El resultado principal? Los émpatas ya no somos antenas receptoras de las emociones e intenciones de todos los que nos rodean, sino que podemos regular nuestras capacidades. Somos funcionales.
¿Efectos secundarios? Dolores de cabeza casi insoportables hasta llegar a la adolescencia, variados síntomas psicosomáticos, incapacidad para dormir si no es bajo el efecto de ansiolíticos, y... Bueno, soledad.
La gente nos rehuye, nos teme, nos desprecia. Pero es algo más. Nosotros podemos entenderles como nadie podrá hacerlo jamás. ¿Quién nos comprende a nosotros? Incluso aunque alguien quiera, no puede. Y los otros émpatas... Somos gente extraña. Acostumbrados a recibir y nunca dar. Nos atraemos, pero nos repelemos. Chocamos y seguimos volando solos, normalmente algo más rotos que antes, cada uno convencido de estar libre de culpa.
No es cierto que seamos inmunes a las mentiras. Podemos mentirnos a nosotros mismos. Vivimos haciéndolo. En eso no nos diferenciamos de la gente normal.
—Hemos llegado— murmuró la mujer.
Parpadeé, saliendo de mi ensimismamiento. Mientras estaba perdido en mis propios recuerdos, habíamos traspasado las puertas del edificio y recorrido pasillos de un blanco aséptico hasta llegar a una sala repleta de soldados. Ningún oficial. Desde lo de Lóriga ningún émpata está autorizado a estar en presencia de ningún militar de graduación.
Quien se dirigió a mí fue una mujer trajeada de manera sobria, rostro alargado y gafas negras de pasta. No tenía tarjeta prendida de la solapa, pero sí una pistola en la cadera, y su lenguaje corporal hablaba de labores policiales y disciplina militar. Servicios de inteligencia, probablemente.
—Frieda— se presentó, recibiéndome con un apretón de manos firme y un gesto cordial—. Le estábamos esperando.
Su cordialidad era puramente profesional, pero sincera. Parecía acostumbrada a tratar con émpatas. Era agradable no sentir esa punzada de prejuicio, aunque naciese de la costumbre y no de la comprensión.
—Cuénteme, Frieda.
—Se trata de Alejandro Liberman. Le llaman el Quirurgo —La mujer suspiró—. Lleva dándonos esquinazo cinco años. En su arcón de trofeos hemos encontrado pruebas de treinta víctimas, diez más de las que sospechábamos.
—No he oído hablar de él— murmuré.
Era sonrió.
—Claro que no.
Una sonrisa que decía al mismo tiempo “no preguntes” y “¿qué te esperabas?”. No quería asomarme debajo de esa fina capa de cortesía. Los émpatas siempre tenemos la posibilidad de saber. No siempre queremos. Es la única manera de sobrevivir.
—Bien. Un asesino en serie— apunté.
—Así es. Siempre mujeres, siempre adultas jóvenes, siempre de piel clara y pelo oscuro.
—¿Cuál es su procedimiento?
—Les arranca los párpados, para que no puedan cerrarlos —Se subió las gafas con el índice—. Después las estrangula. Sus trofeos son sus pestañas, tres pestañas colocadas cuidadosamente sobre una foto de la víctima. Según él, le gusta su perfección.
Su profesionalidad era excelente. Ni la más mínima inflexión en la voz, apenas un temblor en los músculos que controlan los párpados, nada que pudiese captar el ojo. Pero había microexpresiones que la férrea disciplina de Frieda no pudo controlar, tan sutiles que no las registré de manera consciente. Muchos tenemos cierto grado de sinestesia. El lazo empático se traduce en forma de sensaciones captadas por los sentidos: colores, olores, o percepción térmica. Mi sistema aumentado de neuronas espejo chisporroteó sinapsis y capté una emanación rojiza. Rabia, odio, miedo.
Asentí con la cabeza.
—Entiendo que ya le tenéis, y ha confesado.
—Correcto.
—¿Y qué hago aquí? Ejecutadle. Fin del asunto.
Frieda empujó las gafas hasta el principio de su nariz.
—No somos la policía, ya lo sabes. No queremos saber lo que ha hecho, ni cómo lo ha hecho. Queremos saber por qué.
Me encogí de hombros. No me pagaban para hacer preguntas. No me crearon para hacer preguntas. Sólo para saber la respuestas.
—Vamos.
Frieda asintió con gesto marcial y entramos en un cuarto de observación. Una de las paredes era de cristal, y detrás había una sala de interrogatorios con un hombre esposado a una silla de metal.
Sabía que él sólo podía ver su propio reflejo en el cristal, pero sentí que me miraba. Era un hombre muy común, de rostro tan anodino que era capaz de olvidarlo en cuanto apartase la vista. Estaba bien afeitado, y tenía el pelo peinado con fijador. No percibí nada del primer vistazo, lo que significaba que había sido entrenado, o al menos poseía una extraordinaria disciplina mental.
—¿Es él? No parece muy impresionante —susurré.
—Nunca lo parecen.
Cuando le leí sentí un golpe de aire frío, un aliento gélido que me traspasaba. Parpadeé, sin comprender, y volví a leerle. Nada... Sólo frío.
—¿Y bien?
—Está...vacío —murmuré.
—Vamos, inténtalo otra vez.
Forcé el lazo empático, y vi el reptil que esperaba, agazapado detrás del rostro humano: el Quirurgo. Pero seguí escarbando en los cavernosos vacíos de las emociones de esa criatura. Casi podía sentir los chispazos que intercambiaban mis neuronas.
Entonces la verdad se desplegó ante mí. Como si hubiese tratado de empujar algo con todas mis fuerzas y la resistencia desapareciese de golpe. Caí dentro del Quirurgo.
Su abismo era tan profundo que erosionaba la cordura.
Había leído asesinos antes y la mayoría, con sus notables diferencias, eran nudos de afectos contradictorios. Pero él no. Era un inmenso cielo nocturno sin estrellas. Y yo caía. Solo.
Hundiéndome en un océano de oscuridad.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Vamos, reacciona!
Alguien me estaba dando bofetadas en la cara, y de forma poco amable. Un traqueteo molesto me agitaba la cabeza. Hice una mueca de disgusto y la forma de Frieda se dibujó ante mi vista.
Estaba de nuevo en la primera sala. Debían de haberme arrastrado. Yo sin cesar bajo la mirada fría de los soldados. El traqueteo lo producían mis propios dientes al entrechocar.
Me froté los brazos, una y otra vez, intentando dejar de temblar.
—Jodido frío...
Pedí una manta. Frieda hizo un gesto y me la trajeron. Una vez envuelto en ella y sentado en una butaca, la cabeza dejó de darme vueltas.
Frieda esperó pacientemente a que me tranquilizase, pese a que yo notaba su expectación y ansiedad zumbando como un un avispero. Me molestaba.
Cerré los ojos y me apreté el puente de la nariz con el índice y el pulgar, tratando de matar el dolor de cabeza que arrasaba mi cerebro, pero la oscuridad me asustó y los volví a abrir.
—¿Y bien?
—Es diferente —Mi voz era áspera—. Diferente a todo lo que he visto.
—¿Liberman?
—No es Liberman. Es sólo el Quirurgo. Él entiende que es un ser humano, que las otras personas y él pertenecen a la misma especie, pero no lo siente. Las emociones, las relaciones... No significan nada para él. Una persona llorando, muriendo, odiando, no es para él diferente de una roca o una silla. Está solo...completamente solo. Al principio me pareció algo extraordinario. Un ser único, floreciendo en medio de toda esa oscuridad, de esa eterna nada. El único ser humano libre. Pero entonces lo comprendí.
—¿Comprendiste la razón por la que mata?
—Sí. No asesina por placer, aunque satisfacer ese impulso se lo produzca. Lo que hay que preguntarse es...¿por qué le satisface? —jadeé—. El asesinato no es el fin. Es el medio.
La expresión de Frieda era neutra, pero su ansia de saber me pinchaba con su aguijón impertinente. En ese momento era vulnerable y no podía concentrarme lo suficiente como para cerrarme a ella.
—¿El medio para qué?
La migraña me explotaba en el ojo derecho. Lancé un gruñido.
—El único medio para relacionarse, para tener contacto con otro ser humano. Cualquier tipo de contacto. Es la única manera que tiene de hacerlo, y lo desea, lo desea desesperadamente.
La expectación ansiosa de Frieda se calmó un tanto, y comenzó a escribir lentamente en una libreta, asintiendo de vez en cuando. El lazo empático se asentó con un chasquido. Y lo vi.
Las formas que se arremolinaban bajo su capa de cortesía profesional. Los engranajes funcionando, las ruedas dentadas encajando. Ella anotaba una frase tras otra con el ceño fruncido por la concentración.
La verdad brillaba para mí en horribles colores.
—No— susurré—. No. No. No. No.
Ella levantó la vista, vio mi expresión, y comenzó a guardarse lentamente la libreta en el bolsillo.
—Oye, mira...
—Se lo habéis hecho vosotros... —Las palabras se mezclaban en mi boca—. Le habéis hecho eso —Las manos me temblaban— Lo habéis hecho otra vez... Pero al revés, ¿verdad? Le habéis dado la vuelta a todo y se lo habéis hecho.
—Creo que es hora de que te calles.
—Es la primera versión, ¿no es cierto? El prototipo.
Sin darme cuenta me había puesto de pie y estaba justo frente a Frieda. Algo me quemaba por dentro. Algo frío.
—El asesino perfecto, libre de culpa, libre de remordimientos... Una nueva arma. Cómo sois capaces... ¿Cómo habéis podido hacerlo otra vez? ¿Qué os hemos hecho? ¡Dímelo!
Frieda se subió las gafas de un manotazo y su ira destelló en rojo.
—¡HE DICHO QUE TE CALLES, ÉMPATA!
Su hostilidad no pudo engañarme. Bajo ella latía una burbuja, morada del miedo. Bien. Me gustaba. Le quedaba bien ese color.
Mi mano derecha se cerró sobre su garganta, y sentí cierta satisfacción al apretar la tráquea con el pulgar y notar el aire pugnando por fluir. Burbujas violáceas florecían entre ambos. No duró mucho.
El soldado me golpeó en las costillas y la fuerza del impacto hizo que soltase a Frieda y trastabillase. No le fue difícil inmovilizarme. La lágrimas caían por mis mejillas mientras algo muy frío me quemaba por dentro. A través de las lágrimas vi un cañón apuntándome al rostro.
—Permiso para abrir fuego, señora.
—Denegado— jadeó Frieda. En su cuello comenzaba a aparecer una marca roja—. Levantadle.
Dos soldados me cogieron por los codos y me pusieron en pie. La mujer se acercó a mí hasta estar muy cerca. Pude notar su perfume y sus largas pestañas reflejando la luz. No tuve que mirar para saber que tenía la mano apoyada en la culata de su pistola.
—Escúchame bien, émpata. No abrirás la boca. No dirás a nadie una palabra sobre el Proyecto Capricornio. Ni siquiera pensarás en él. Si a pesar de todo lo haces, lo sabremos. Y desaparecerás. Te disolveremos en cal y esparciremos lo poco que quede de ti en el océano. ¿Me has entendido?
—Perfectamente.
Las amenazas de Frieda iban en serio, lo leía en ella. Pero también veía más cosas.
Los remordimientos que sentía, desorganizando su disciplina. Una culpa que podía anestesiar con el acto de misericordia que suponía dejarme con vida.
Incluso eso le habían robado a Liberman, el Quirurgo, y a todos los que vendrían después. Y no podía hacer nada para impedirlo.
Me soltaron. Llovía. Caminé hasta mi apartamento como un autómata. Llegué seis horas después, empapado y aterido pero lo suficientemente entumecido por el frío que sentía en mi interior que apenas me importaba.
Me dejé caer en una silla, casi derrumbándome en ella. Me sentía perdido, navegando a través de un mar oscuro, bajo un cielo completamente negro, sin estrellas que me guiaran. Sólo yo y la oscuridad.
Cogí un periódico y comencé a leer una columna de opinión. Una pequeña foto de la autora cerraba el texto. Me fijé en ella.
Tenía las pestañas bonitas. Perfectas.