Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches
se ha mezclao la vida
“Cambalache”, Enrique Santos Discépolo
El doctor Imanol Beltrán, profesor de Psicopatología de la Universidad de Buenos Aires y Director de la CPDP —Clínica de Psicopatologías y Desórdenes de la Personalidad—, se acomodó detrás de su escritorio. Un rayo de sol entraba por la única ventana del despacho, haciendo relucir su pelo entrecano. Se quitó los anteojos y se hicieron visibles las enrojecidas marcas que hundían los lados de la nariz aguileña. Con gesto mecánico, limpió los cristales usando el borde de su camisa. Luego se apretó la nariz usando el índice y el pulgar de la mano izquierda y se la retorció hacia uno y otro lado, presa de un tic espasmódico.
Golpearon a la puerta. Beltrán se puso los anteojos y miró su reloj de pulsera: las diez y media de la mañana. Le satisfizo descubrir que Andrés Gutiérrez, su alumno del curso de postgrado, era puntual. Dijo cansinamente:
—Adelante.
El licenciado, un joven rollizo y vivaz, tomó asiento frente a él y saludó:
—¡Buen día, doctor Beltrán!
Sus ojillos, empotrados en el rostro redondo, traslucían un húmedo optimismo, apenas visibles bajo la sombra de la melena rojiza. Apretaba contra su pecho una carpeta azul, rebosante de hojas sueltas: sus apuntes.
—No se apresure, Gutiérrez. Por la noche veremos si el día ha sido bueno.
Por un instante el licenciado no supo qué decir. La cortante observación de Beltrán lo había tomado desprevenido. Intentó salir del paso recordando una de las sentencias favoritas de su profesor:
—¡Ah, por supuesto! Tiene usted razón, doctor. Nunca hay que anticiparse…
—…a los hechos. Muy bien Gutiérrez. Bueno, lo escucho. ¿Qué me puede decir del paciente?
—Dice llamarse Tristán. Afirma no tener un segundo nombre, ni apellido. Por lo que he podido averiguar, es un NN. No hay papeles, ni rastro alguno en el Registro Nacional de las Personas. Dice que tiene “veintiséis años terrestres”, fíjese usted. No hay datos fehacientes de su nacimiento. Según parece, ha pasado la infancia y la adolescencia confinado en orfanatorios e institutos para menores. Presuntamente logró fugarse, y vivió un par de años en la calle, hasta que lo internaron en el Borda el 15 de marzo de 2001. Hace un mes escapó y fue arrestado por hurto agravado.
—Todo un sobreviviente.
—Así es, doctor. Lo que en principio fue una simple crónica policial en un noticiario terminó transformándose en un revuelo mediático al descubrirse que Tristán no tiene identidad verificable. Usted debe haber oído alguna de las hipótesis que barajó el periodismo. Las Abuelas de Plaza de Mayo aseguran que es uno de los nietos buscados. La cuestión de los hijos de los desaparecidos siempre vende, fíjese usted. Finalmente, Tristán fue enviado a la CPDP por disposición judicial.
—Pero esto tiene que ser algo más grande. No creo que un niño nacido en la ESMA o en El Olimpo durante la dictadura sea motivo de preocupación para las agencias internacionales que apremian al juez Maldonatti. Él mismo lo mandó aquí para que hiciéramos la evaluación del paciente. ¡Como si tuviéramos pocos chiflados! Pero el trabajo es trabajo, Gutiérrez, así que descríbame el cuadro.
—A simple vista parece un psicótico más, doctor. Pero, fíjese usted, su delirio está muy bien sistematizado. No le encontré fisuras. El tipo cree que es extraterrestre. Bah, ésa es una interpretación demasiado simplista. Asegura pertenecer a los “Buscadores”, una especie de gremio u orden mística del espacio exterior. Habló de “infradimensiones” y “supradimensiones”, y afirma ser un “interón”, o un nacido en los “intersticios dimensionales”. Jura que no es humano.
—Tiene ingenio para los neologismos, ¿no? Cuénteme cómo explica la cuestión de su cuerpo. Y qué dice acerca del idioma.
—¿El cuerpo? ¡Ah! ¡Por supuesto! Es una de las primeras preguntas que tenemos que hacer en estos casos. Debemos descubrir qué argumento brinda el sujeto para…
—Aclaremos algo, Gutiérrez: no le estoy tomando examen. Maldonatti quiere nuestra opinión profesional, vertida en un informe completo y minucioso. Lo convoqué a usted para esta práctica porque es el mejor promedio en mi curso de postgrado. Pero no quiera hacerse el sabihondo conmigo. Que haya obtenido la Licenciatura en Psicología tan rápidamente no significa nada para mí, así que no trate de impresionarme. Por ahora sólo limítese a indicar los hechos.
—Muy bien, doctor. Disculpe usted —se excusó Gutiérrez, rebuscando nerviosamente en su carpeta. Consultó una de las maltrechas hojas cuadriculadas y barbotó—: El paciente arguye que a cada Buscador se le asigna un “organismo vehicular”, semejante al cuerpo de un crío de la especie dominante del mundo al cual ha sido destinado.
—Organismo vehicular. Ajá. Muy interesante. ¿Muestra alguna conducta autodestructiva? ¿Autoflagelación? ¿Se deja higienizar? ¿Se abstiene de comer?
—No se ha lastimado, aunque usted sabe que lograr tal cosa es casi imposible. Los enfermeros vigilan a los pacientes todo el día. Y no hay un solo objeto cortante en las instalacio…
—Como ya dijo, Gutiérrez: yo sé que es muy poco probable que alguien pueda lastimarse en mi clínica. Sólo quería saber si el paciente lo había intentado. Evite las obviedades, por favor.
—Desde luego, doctor. Sólo los hechos. Veamos. El paciente se alimenta bien, aunque dice que todo le sabe extraño. Los enfermeros que custodian las duchas no han reportado inconvenientes. Sin embargo, se pasa las horas palpándose el rostro y haciendo mohines de asco. Le dan arcadas cuando se toca el cabello. A veces se acaricia la nariz, los genitales o los dedos de los pies con evidente extrañeza, como buscando la razón de tener tantos apéndices.
—Delirio somático.
—Eso parece. Aunque este síntoma que presenta Tristán no estaría relacionado con alguna parte de su cuerpo, sino que todo él le parece nauseabundo. Por eso creo que se trata de una insólita variedad de dismorfofobia: a Tristán le disgusta su cuerpo, pues asegura que no es suyo, que se lo adosaron para arreglárselas en nuestro planeta. Por momentos parece haber olvidado cómo usar sus miembros. Los enfermeros también me han contado que han tenido que enseñarle a emplear los inodoros, fíjese usted. Al principio se ensuciaba las ropas. O le daba lo mismo orinar y defecar en cualquier lado. Ahora se ha aficionado a la masturbación. Está muy entretenido con su nuevo hobbie.
—Interesante.
—Sí. Cuando no manifiesta un abierto rechazo por su cuerpo, su comportamiento indica que éste le parece algo sumamente raro.
—Investiga su cuerpo. En eso es como un niño curioso.
—¡Exacto, doctor! El infante se descubre y descubre el mundo, investigándolo todo sin condicionamientos ni tabúes…
—¿Va a parafrasear a Freud muy seguido? —preguntó Beltrán, mirando al joven por sobre el marco de sus anteojos.
—No. Discúlpeme usted, doctor.
—¿Y el asunto del idioma, Gutiérrez?
—Bueno: aquí vuelven a aparecer los estructurados argumentos que organizan su delirio, fíjese usted. Los interones que son amalencados, atraviesan las supra y las infra…
—¿Cómo dijo?
—Discúlpeme, doctor. “Interones” son los entes de…
—… de los intersticios dimensionales. Pero no recuerdo que me haya explicado lo demás.
—¡Oh! Por supuesto. “Amalencar” parece referirse a la técnica que usan los Buscadores para materializarse en el mundo donde son enviados. “Supra” e “infra” son formas abreviadas para “supradimensiones” e “infradimensiones”. Es que se me ha pegado la forma de hablar del paciente. Discúl…
—Ajá. Siga, hombre. ¡Y no se disculpe tanto, por Dios!
—Los Buscadores, decía, son entrenados para comunicarse con la especie dominante del mundo dónde se los amalenca.
—Por lo tanto los mentores que Tristán tuvo en la academia de interones que aspiran al amalencamiento sabían que en esta parte de la Tierra hablamos castellano —se burló Beltrán, torciendo la boca en una cínica sonrisa.
Al licenciado le pareció prudente festejar la ironía del doctor:
—¡Sí! Qué absurdo, ¿no? Aunque también afirma que, además de hablar con fluidez doce idiomas terrestres, domina ocho lenguas “rustaníes” y diez “tuleposianas”.
—Interesante. ¿Lo verificó?
—¿Doctor?
—Lo de los idiomas terrestres, hombre.
—¡Ah! Por supuesto. Discúl… Eh, pues no. No he podido verificarlo, fíjese usted. Dice que no tiene sentido hablar en otra lengua cuando el castellano sirve perfectamente.
—Loco pero no tonto.
—¡Exacto! Como en todos estos casos. El paciente, utilizando esquemas que responden a una lógica de factura propia, evitará que se desmorone el andamio sobre el que se erige el cuadro psicopatológico que le brinda estabili…
—¡Ya le he dicho que no tiene que recordarme lo que dicen los libros, Gutiérrez! Está agotando mi paciencia. ¿Por qué no me cuenta más sobre los Buscadores?
—Los Buscadores, por supuesto. En apariencia se trata de una orden de interones cuya finalidad es hallar unos “pórticos”. Con ese propósito son amalencados a través de las diversas supra e infra.
—¿Pórticos? —dijo el doctor, mientras se rascaba las orejas con fruición.
—Así es, fíjese usted. Dice que son puertas interdimensionales que existen en la mayoría de los mundos que visitan, o algo por el estilo.
—A ver si entendí bien. Ellos pueden “amalencarse”, trasladarse a través de las dimensiones físicas de un mundo a otro, ¿no es así? Entonces, ¿para qué buscar esos pórticos?
—El paciente sostiene que a través de los pórticos los interones extenderán la “red metaversal”. Por lo que pude entender, se trata de una trama de senderos interdimensionales que une a múltiples mundos habitados, los cuales, de otro modo, permanecerían aislados por distancias insalvables. Sucede que sólo los interones tienen la habilidad de amalencarse. Pero a través de la red, cualquiera de los habitantes de los mundos enlazados podría recorrer todo el espectro dimensional del “metaverso”. Desde los mundos situados en la más baja de las infradimensiones hasta los que se encuentran en la más elevada de las supradimensiones.
—Mierda, Gutiérrez. Como lo plantea el paciente, ese “metaverso” parece un lugar donde imperan las diferencias clasistas…
—¡Ja, ja! ¡Qué ocurrente, doctor! —Ahora el licenciado se rió con soltura de la chanza. Pero calló repentinamente al ver la adusta expresión de Beltrán.
—Y supongo que el paciente asevera que lo enviaron a Buenos Aires a buscar uno de esos pórticos: el argumento de una novela barata de ciencia ficción.
—Sí, doctor. Recuerdo haber visto una película donde un hombre internado en un siquiátrico afirma ser un extraterrestre…
—“Hombre mirando al sudeste”.
—¡Exacto!
—Hay decenas de ejemplos, Gutiérrez. Pero volvamos a nuestro caso.
— Tristán insiste en que fue enviado a la Tierra como una especie de “Adelantado”. Aunque en una ocasión comentó que hubo otro Adelantado, amalencado aquí antes que él. Habló de ese Buscador como si se tratara de un desertor. Es más: dice que él debe “activar” el pórtico que ese primer interón “inhabilitó”. El pórtico está ubicado en… A ver. Permítame revisar mis anotaciones. ¡Aquí está! En el pasaje Butteler, en Parque Chacabuco.
—Butteler. El pasaje más extraño de Buenos Aires. Yo crecí en ese lugar, Gutiérrez.
Por un momento la ceñuda expresión de Beltrán se ablandó, y su mirada traspuso los anteojos en busca de las frágiles imágenes amontonadas en la memoria. Se recostó sobre el respaldo de su sillón, y el rayo de sol que entraba por la ventana le confirió un halo a su rostro. Continuó con tono melancólico:
—Se trata de cuatro callecitas que corren diagonalmente desde cada esquina de la manzana, dividiéndola en trapecios. Forman una equis en cuyo centro hay una plazoleta rectangular, frente a la cual se levanta la casa de mis difuntos padres.
—¿Vivió allí? Pero fíjese usted qué casualidad, doctor…
—Sí. Recuerdo que al salir de la escuela, mis amigos y yo íbamos a esa placita a jugar durante toda la tarde… —Los ojos de Beltrán se humedecieron—. ¿Le gusta el tango, Gutiérrez?
—¿Cómo dice, doctor?
—El tango, Gutiérrez —repitió Beltrán. Entonces cantó, impostando la voz, pero sin afinar—: “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé... En el quinientos seis y en el dos mil también”.
El licenciado lo miró confundido.
—¿Nunca escuchó “Cambalache”? Es uno de los más grandes tangos de todos los tiempos. La plaza del pasaje Butteler lleva el nombre de su autor, Enrique Santos Discépolo, también conocido como Discepolín.
—No sé nada sobre él. Disculpe mi ignorancia, doctor.
—¿Sabe una cosa, Gutiérrez? Aunque así parece, yo nunca he estado de acuerdo con la visión tan pesimista que Discepolín tenía del mundo.
El licenciado enmudeció. Beltrán lo desconcertaba. Y como no quería estropear la oportunidad que significaba la práctica, decidió esperar en silencio.
—Vamos, hombre. Está bien. Sé que ustedes sólo escuchan esa música que está de moda… ¿Cómo mierda se llama? Ah, sí: reggaetón.
—Bueno, no sólo escucho reggaetón, doctor. También…
—¿De modo que el paciente le dijo que hay uno de esos pórticos en el pasaje Butteler?
—¿Significa algo para usted, doctor? Usted vivió allí. Tal vez recuerde algún detalle relevante.
—Nada en particular, Gutiérrez. No pensará usted que yo he visto uno de esos pórticos.
—No, por supuesto. Creí que…
—Salvo su insólito trazado, Butteler no tiene nada de especial. Sólo es un pasaje más, como tantos otros que hay en la ciudad. Sucede que su mención despertó algunos recuerdos de mi niñez… Hay un detalle que no me explico: ¿Por qué el paciente le contó todo esto? ¿No se supone que el cometido de Tristán es algo así como una misión secreta?
—Así es, doctor, fíjese usted. Pero dice que ya no tiene importancia, porque ha fracasado. Sólo puede esperar “la disolución”, una especie de castigo. Parece que, entre los interones, la disolución es el equivalente de la muerte.
—Ajá. Menudas ideas persecutorias tiene nuestro paciente… —espetó Beltrán, mientras se restregaba las manos con frenesí y se hacía sonar los nudillos ruidosamente—. Me gustaría que me dé un diagnóstico preliminar, Gutiérrez.
—Luego de someter a Tristán a una meticulosa observación y de entrevistarlo repetidas veces, llegué a pensar que el rasgo distintivo de su psicosis es algún tipo raro de disociación corporal.
—Lo escucho.
—El paciente, fíjese usted, tiene enormes problemas para reconocer su rostro y su cuerpo como propios. El argumento que necesita Tristán para mantener en pie su delirio es el concepto de “organismo vehicular”, la firme creencia de que lleva a cuestas un cuerpo que no es suyo, un cuerpo que le resulta extraño y repugnante. Su infancia y adolescencia tienen que haber sido muy traumáticas. Es muy probable que haya sido víctima de violaciones reiteradas y de castigos físicos regulares. Yendo de un correccional a otro desde temprana edad, antecedentes de este tipo no serían de extrañar. Si repasamos los polos del self, encontramos…
—La Escuela Francesa.
—¡Exacto, doctor! —Ahora, el licenciado estaba completamente inmerso en la explicación de su hipótesis. Las mejillas encendidas indicaban su grado de exaltación. Estremecidas por sus manos inquietas, las arrugadas hojas cuadriculadas escapaban de la carpeta azul como pájaros asustados—. Tristán ha desarrollado un delirio por depreciación del polo corporal, que se completa con la exaltación del polo intelectual: su psicosis es, de alguna forma, una parafrenia. ¡De ahí surge todo el asunto de los interones y los Buscadores que son amalencados tras la pista de los pórticos!
—Muy bien, Gutiérrez, muy bien. La teoría de la Escuela Francesa es un poco anticuada, pero suena convincente. Sugiero que categorice la parafrenia del paciente basándose en la clasificación diagnóstica tradicional. No creo que el DSM tipifique de un modo claro un caso como éste. Relea a Kraepelin. Revise la noción de “Psicosis fantástica” de Henry Ey, ahondando en el pensamiento paralógico y la megalomanía. Ah, recuerde que no hizo mención alguna de alucinaciones. Inevitablemente, una parafrenia de este tipo debería provocar episodios alucinatorios. ¿Tristán ve o escucha a otros interones? ¿A otros seres del metaverso? Y otra cuestión es que no ha referido episodios cenestésicos extraños. Si usted está en lo cierto respecto de la disociación corporal, el paciente tiene que experimentar alucinaciones cenestésicas. Seguramente hay mucho de eso. Indague más.
—¡Por supuesto, doctor! No lo había tenido en cuenta… —barbotó el licenciado, mientras garrapateaba nerviosamente las indicaciones de Beltrán sobre una de sus hojas.
—Por último, le sugiero que incluya en su reporte algún dato sobre la relación entre masonería y arquitectura. Hágalo al comentar sus impresiones del pasaje Butteler. Me imagino que tiene pensado ir por allí: su trabajo no estaría completo sin una visita a la plazoleta “Enrique Santos Discépolo”.
—¿Una visita a la plazoleta…? ¡Ah! ¡Sí! Desde luego. Pero… ¿Masonería, doctor?
—Sí, Gutiérrez. Los medios han levantado una polvareda bárbara con el paciente. Imagínese. Un tipo que no existe, que no figura en registro alguno. Un loco de atar que tiene antecedentes penales. ¡Y que asevera haber nacido en los intersticios dimensionales! Un final feliz para esta historia sería que Maldonatti autorice un análisis de ADN y Tristán resulte ser otro nieto recuperado por las Abuelas. Pero también hay otras posibilidades, menos auspiciosas: el sujeto puede transformarse en adalid de los ufólogos, conspiradores y agitadores místicos ¿Y si Tristán se ha fugado de alguna secta peligrosa? Tal vez los inquisidores de la CIA y el FBI que acechan a Maldonatti se conformen con una fría explicación psicopatológica. Pero el periodismo sensacionalista y la opinión pública querrán algo más. Algunas logias masonas creían en el poder de la arqueopolisomancia, una disciplina esotérica que establecía cánones arquitectónicos anómalos. Al edificar según estas reglas, se componía alguna clase de sortilegio capaz de atraer a entes sobrenaturales. Será un detalle que las crónicas amarillistas no pasarán por alto. Confío en que el juez sabrá apreciar el gesto.
—Muy bien, doctor.
—¿Recuerda que le dije que no le estaba tomando examen? Pues no le mentí. Pero quiero que sepa que su tesis de graduación contará con algunos puntos de antemano si sigue mis instrucciones al pie de la letra, Gutiérrez. Lo espero la semana próxima para revisar la versión definitiva del informe.
Esa tarde, al salir de la CPDP, el doctor Beltrán condujo hasta Parque Chacabuco, a pesar de que no era el día de vigilancia. La nostalgia lo había atrapado definitivamente, empujándolo hasta la plazoleta. Estacionó su Volkswagen en Senillosa y Avenida Cobo. Salió del automóvil y se detuvo en la entrada del brazo sudoeste del pasaje con forma de equis. Contempló los verdes hierbajos que asomaban entre los adoquines del empedrado: el tránsito que circulaba por Butteler era escaso. Pensó que el tesón de esos pastos ralos era admirable. Cuidando de no pisotearlos, avanzó a través de la calle liliputiense. Penetró en un mundo al margen del tiempo, donde el aire de arrabal tanguero se espesaba entre las paredes decoradas con coloridos murales y algunos grafitis de variado tenor: desde la ferviente expresión futbolística hasta la declaración de amor, pasando por el mensaje obsceno ilustrado.
Como siempre, al llegar a la plazoleta central tuvo la sensación de haber arribado a una antigua aldea desierta. El busto de Discepolín, de bronce verdinegro, esperaba en vano el súbito abrazo de una última musa inspiradora. Ahora su destino era el de un centinela inmortal que debía proteger el arenero, los juegos, los maceteros y los bancos: todo el mobiliario que la posteridad le había dejado. El alambicado tobogán y los maltrechos subibajas posaban como esqueletos de un museo. La plaza —un cuadrado de asfalto cercado con cordones de granito— era un microcosmos que parecía arrancado de algún extraño sitio para terminar enclavado en el centro de esa manzana. Una angosta calle de lustrosas piedras, idénticas a los adoquines que empedraban los brazos de la equis, rodeaba la plazoleta, como un foso cavado para otorgar invulnerabilidad a un alcázar medieval.
Beltrán rememoró cómo él y sus amigos de la infancia poblaban la plaza, dando vida a las chirriantes hamacas, gritando y riendo. Contar con una plaza propia era motivo de gran felicidad. No cualquier chico tenía la suerte de salir de su casa, cruzar en dos o tres saltos una calle completamente inofensiva, y ya estar revolcándose en la arena, o hamacándose, o lanzándose por el tobogán. Paseó la mirada sobre las fachadas de las casas hasta encontrar la deslucida puerta de madera marrón. Buscó el óvalo de chapa, amurado a la mampostería. Sí, ahí estaba: “Butteler 11”. Aún podían leerse las letras blancas sobre fondo negro. Ésa era la casa de su niñez. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando pensó en sus padres. Rubén y Amelia Beltrán lo habían adoptado cuando tenía tres años. Le habían prodigado mucho amor y una educación, todo lo que lo había transformado en lo que él era hoy.
Cuando sus padres murieron, Beltrán había vendido la casa de Butteler 11. Pero regresaba a la plazoleta cada mes, sólo para cumplir con las rondas de guardia. Pues nunca había olvidado que la plazoleta era un templo, un centro nervioso, un faro capaz de trasponer las sombras y el humo de la ciudad para convocar a los engreídos seres que deambulaban ociosamente a través de una miríada de mundos, empleando para ello una trama inconcebible.
Por fin había llegado el momento para el cual se había preparado durante tantos años: la constante guardia había dado sus frutos. Los Buscadores estaban probando acceder a esta región una vez más, utilizando su desalmado régimen. Sobrevivir en un mundo completamente extraño nunca era un asunto sencillo para un Adelantado. Él había sido muy afortunado. Pero Tristán no había tenido su suerte.
Se preguntó cuándo volvería a escuchar las voces, cuánto tardarían en establecer contacto visual con él. Se encogió de hombros: los mensajes intimidatorios no lo habían asustado antes y tampoco lo harían ahora. No temía a la disolución: a estas alturas, los Buscadores sabrían que él era el único interón capaz de activar el pórtico de Butteler. No podían darse el lujo de eliminarlo. Nadie conseguiría discernir los intrincados pases que había hilvanado a través de la equis, haciendo cientos de caminatas cuidadosamente esquematizadas. Había echado un formidable cerrojo sobre este mundo. El fracaso de Tristán probaba que la taumaturgia que había proyectado sobre el pasaje de peculiar arquitectura era eficaz. Recordó a los masones y sonrió. Pensó que resultaba muy curioso que, en la mayoría de los mundos en los que había sido amalencado, hubieran surgido creencias religiosas, disciplinas científicas o filosofías herméticas que vislumbraran torpemente los principios del traslado metaversal.
Él, que alguna vez se había llamado Imanol a secas, miró su reloj: las ocho menos cuarto. El día había sido bueno después de todo. Se acercó al busto de bronce. Entonces se pellizcó la nariz repetidas veces, y también se rascó las orejas con insistencia. Pensó en Gutiérrez y su diagnóstico: al menos tenía razón respecto de la disociación corporal. Aunque hacía mucho tiempo que su organismo vehicular había dejado de incomodarle, seguía siendo difícil eliminar los tics, aún después de tantos años. A lo largo de su prestigiosa carrera había conocido a muchos colegas que pensaban que él padecía el Síndrome de Tourette.
—¡Discepolín querido! —murmuró, palmeando la cabeza del busto—. ¿Cómo hubieras podido saber que cuando escribías “Cambalache” estabas relatando con precisión cómo es el lugar de mierda donde yo nací? Describiste la insulsez del hábitat de los interones, la vanidad de sus corruptas castas y dinastías de dioses perezosos y hedonistas. Denunciaste la indolencia del metaverso: esa masa que ha absorbido la belleza de la singularidad. Que, junto con los parsecs, ha fagocitado las barreras de la identidad. ¡Ése es el verdadero cambalache, que sólo ha conseguido que los rasgos distintivos de tantas civilizaciones se diluyeran en un coctel promiscuo! En cambio, este mundo que has creído una porquería es maravilloso. ¿Oíste, querido Discepolín? ¡Maravilloso! Y por eso debe seguir intacto.
Cuando puso en marcha el Volkswagen, las luces halógenas de los postes de alumbrado se encendieron y el añoso empedrado del pasaje Butteler —sobre el cual se delineaba el invisible y enmarañado cerrojo del mundo— se tiñó de fulgores blancuzcos.
Una euforia ardió en su pecho, renovando el compromiso que había asumido tanto tiempo atrás: se había jurado a sí mismo que nunca permitiría que la Tierra fuera tragada por el cambalache metaversal.