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El ansia

Dolo Espinosa

El 14 de junio del año 2234 el Gobierno Central, controlado por la Iglesia del Nuevo y Sagrado Veganismo, instauró dicha religión como oficial en todo el planeta y promulgó la Ley de Protección Animal Definitiva, según la cual quedaba absolutamente prohibida la utilización y el consumo de todo producto de origen animal sin excepción, quedando encargada de su cumplimiento la propia iglesia a través de su policía monacal.

Una de las primeras consecuencias de dicha prohibición fue la desaparición de la ganadería y la cría de animales para alimentación, elaboración de productos o investigación, lo que provocó, en pocos años, la práctica extinción de todas las especies domesticadas.

Otro efecto, mucho más inmediato, fue la aparición de un pujante mercado negro de carne. Muchas de las granjas tradicionales pasaron a la clandestinidad y comenzaron a vender sus productos a precios astronómicos, transformando a los antes pacíficos granjeros en traficantes y camellos.

Los cazadores furtivos añadieron al tráfico de cuernos y pieles, el de carne de todo tipo, aumentando considerablemente su volumen de negocio y sus ganancias.

Los animales, vivos o muertos, se convirtieron en el negocio favorito de las mafias de medio mundo, Si los granjeros se habían convertido en camellos, los mafiosos se volvieron ganaderos.

En las propiedades de los más ricos se hizo habitual mantener un coto de caza en el que satisfacer tanto el hambre de diversión como el de carne. Pocos podían resistirse a la explosión de adrenalina producida por la unión de la caza y el quebrantamiento de la ley, y reunirse para cazar volvió a ser un entretenimiento tan común como lo había sido en el lejano pasado y un pretexto para cerrar tratos comerciales, personales y políticos.

El resto de la gente, la gente humilde, la gente normal, esa gente siempre justa de dinero, debía conformarse con una dieta a base de verduras, frutas, legumbres y suplementos dietéticos que imitaban, peor que bien, la carne. Hubo quien se aficionó a los insectos, fáciles de conseguir, sencillos de esconder y los únicos animales con los que las autoridades, tanto gubernamentales como religiosas, hacían la vista gorda puesto que, en el fondo, todos los consideraban “menos animales” que el resto de animales y, por tanto, podían permitirse cierto relajamiento en las normas.

Pero algunos la probaron: gente del servicio en las casas de los poderosos, prostitutas alquiladas por magnates, empleados recibidos en casa de sus importantes jefes, camellos de poca monta con acceso al producto... Los pobres siempre han logrado, de un modo u otro, acceder a las migajas de los más ricos, tener un pequeño atisbo de aquello que nunca será suyo.

Y yo, Ariadna Wells, prostituta de muy baja estofa, fui una de esas afortunadas que tuvo acceso a la carne. Fue gracias a un cliente rico de gustos sexuales poco ortodoxos, que supe de sus delicias, del placer de clavar los dientes en un filete poco hecho y desgarrarlo con mis colmillos, masticarlo lentamente y dejar que sus maravillosos jugos, mezcla de sangre y grasa, llenaran mis papilas. Durante varias semanas disfruté cada día de ese puro placer entre animal y divino, hasta que mi benefactor se cansó del juego, o de mí, o de ambos.

Y yo quedé con este hambre insaciable. Este ansia rugiente. Este deseo voraz. Esta horripilante adicción a la carne.

Intenté volver a lo de siempre, de veras que lo intenté. Intenté disfrutar del tofu, del seitán, de las verduras, las legumbres y las frutas. Intenté burlar mi ansia de proteína animal con insectos y gusanos. Intenté olvidar el sabor de la ternera, el cerdo, el cordero... Y hasta intenté engañarme a mí misma recurriendo a la realidad virtual, pero no hay máquina capaz de replicar el espléndido sabor de la carne. Intenté muchas cosas, pero ninguna funcionó, y mi cuerpo seguía ansiando el olor, el sabor y la textura de un filete, un chuletón, un entrecot o un maravilloso asado.

Y un día, al levantarme de la cama de un cliente y verme desnuda en el espejo situado frente a ella, me di cuenta de que, en realidad, vivía rodeada de carne. Me contemplé largamente y luego me giré hacia el hombre desnudo y dormido. Mordí mis labios y luego los lamí lentamente en un gesto que podría parecer de lujuria, pero que en realidad era de pura gula. Una idea había brotado en mi mente y era tan intensa, tan poderosa, tan enérgica que tuve que vestirme a toda prisa y salir huyendo de aquel apartamento para no llevarla a cabo.

Pero la semilla ya estaba sembrada.

Logré no pensar en ello durante semanas, pero, como toda semilla, la idea seguía bien enterrada en mi mente y, sin que yo apenas me apercibiera de ello, comenzaba a germinar, a crecer, a empujar para poder salir a la luz y, finalmente, floreció y cuajó, y lo único que pude hacer al respecto fue aceptarla y seguirla.

Por eso empecé a seleccionar mis clientes y busqué, sobre todo, policías monacales.

Por eso he dejado de llevar clientes a casa y prefiero ir yo a sus domicilios o que me citen en moteles de mala muerte. De esos con un recepcionista tan gris y sucio como el edificio y en los que nadie pregunta, ni mira, y en los que las cámaras de vigilancia son mero atrezo.

Por eso llevo siempre ropa anodina y alguna prenda que oculte mi rostro: una capucha, un pañuelo, un sombrero...

Por eso llevo un bolso tan aparatoso donde guardo todo lo necesario.

Y por eso estoy aquí, con un cadáver aún caliente atado a la cama, esperando ser despedazado como una res y guardado en pulcros envases al vacío que ocultaré en mi congelador. 

Ni siquiera tengo que matar con frecuencia. Con este tendré para una buena temporada y, cuando se acabe, sólo tendré que salir a sacrificar a otro. Tengo la mejor y más extensa ganadería del planeta y ni tan siquiera debo gastar en mantenerla.

Soy plenamente consciente de que, tarde o temprano, me atraparán, es algo que, para mí, es evidente y cristalino, pero ya no puedo detenerme.

A mi incontrolable deseo de carne fresca y jugosa, se une ahora la excitación de la caza y el poderoso sentimiento de sentirme dueña absoluta de otra vida. Ese momento en que veo el terror en el rostro de mi víctima, ese instante en que se saben perdidos, ese momento en que la vida desaparece de sus ojos...No, ya no puedo renunciar a ninguno de los placeres que comer carne me proporciona.

Ya habrá tiempo de rendir cuentas ante la ley pero, de momento, estos hipócritas y gordos policías religiosos, me están surtiendo de la más deliciosa y jugosa carne que he comido jamás.

Deberían probarla. No sE corte, no se reprima. Mírelos, ellos, los ricos, no lo hacen. Fíjese, ellos, los guardianes de la moral, no lo hacen. Repare en que ellos, los poderosos, no lo hacen. ¿Por qué hacerlo nosotros?

Salga.

Busque.

Libérese.

Disfrute como yo disfruto...