Alberto de Castro tenía treinta años y un incómodo sentimiento de culpa por seguir en casa de sus padres. Anhelaba la independencia, tenía que romper el cordón, lo sabía, pero… En cuanto pillara curro, palabra.
—¿Te encuentras bien, hijo?
—Sí, mamá, estoy ocupado con un experimento ahora —la vieja tenía la extraordinaria capacidad de aparecer en los momentos más inoportunos—. No puedo bajar a cenar ahora…
Encontrar trabajo… Un joven sin perspectivas, eso es lo que era y el gobierno había dejado de hacer como que se preocupaba del tema. Era sábado, mejor se concentraba en lo que tenía entre manos: un equipo modesto, con demasiadas piezas recicladas. Ni quejarse. Al menos disponía para él solo del desván, que podía cerrar con llave para tener cierta intimidad.
Terminó de destilar el líquido aceitoso. Le gustaba ese color: verde brillante. ¿De dónde había salido? Se había perdido a mitad de los cálculos. Sus estudios de Química, por más que intentara ampararse —sobre todo ante quienes le habían pagado la carrera— en aquello de que algunos grandes genios habían sido malos estudiantes, se habían saldado con una licenciatura mediocre. Acabaría con aquello y bajaría a cenar. O no. Tal vez lo probara primero. La metanfetamina, aquel líquido fosforescente, tardaría aún en cristalizar. Se echaría otra siesta…
Dejó la ventana abierta. Había anochecido y en aquel barrio no se movía un alma a esas horas. ¿Quién iba a fijarse en un poco de humo aceitunado saliendo por debajo del tejado?
La primera calada le dejó un intenso picor en el tracto respiratorio. Si sabía a mierda… era una mierda. Qué gilipollas. ¿A quién se le ocurre probar su propio experimento? El picor, que se abría paso por el cráneo hasta derramarse por el cerebro, le contestó con una sensación pasajera de frio. Podía sentir cómo se congelaba cada uno de los capilares del cuero cabelludo.
No podía ser más estúpido. Fumarse un compuesto desconocido… ¡Fabricado por él! Se merecía cualquier cosa que le ocurriera. Se desmoronó en el sofá a pasar sus últimos momentos.
Ni resaca, ni saliva pastosa. Formidable. Tampoco tenía sed… ni hambre. Seguía vivo y coleando. No era, como había temido, un vegetal babeante. Cuestión de olvidarse del tema. A través del ventanuco, vio que ya había amanecido. Bajaría a desayunar como si tal cosa. Seguro que la vieja no le echaría en cara no haber bajado a cenar ni el beso de buenas noches perdido. Aunque antes tenía que recoger todo el…
Tres correos pendientes parpadeaban en su teléfono. Los abriría en el ordenador y, de paso, echaría un vistazo a ese fondo de escritorio en el que estaba la mujer de sus sueños. Masako Fukuyama, con la mirada perdida en unos cerezos que se perfilaban por el margen de la pantalla, ignorando su presencia. Cómo le ponían las orientales y él… todavía virgen.
Se rascó la cabeza mientras leía. No tenía sentido. ¿Por qué demonios le contestaba un correo una de las editoriales más conocidas del país? Interesados en su proyecto… ¿Qué proyecto?
No fue difícil seguirle la pista. No. Él no había enviado ese correo, estaba seguro y menos en nombre de una supuesta empresa con denominación social y todo. Era de aquella misma noche. La hora… Un momento, estaba durmiendo en aquel momento bajo los efectos de la susmaína… ¿Susmaqué?
Lo que se había fumado era de verdad potente. Rastreando movimientos en su ordenador descubrió que, durante ese tiempo “perdido” del que no recordaba nada, había creado una página web dando soporte y publicidad a un programa informático. La revolución tecnológica al servicio del escritor, profesional o no. Según sus propias palabras, permitía al usuario llevar un registro de personajes, guardar distintos borradores, elaborar complejos esquemas para las tramas de novelas, diccionario multilingüe incorporado y acceso directo al Registro de la Propiedad Intelectual, entre docenas de opciones. Asimismo, había formalizado, a través de la red, un asiento de presentación provisional en el Registro Mercantil. Había que joderse. La carpeta de “Enviados” de su cuenta de correo mostraba los remitidos a un buen puñado de editoriales punteras. Se apretó tanto los párpados que casi se mete los ojos hacia dentro. ¿Sueño o pesadilla? Había puesto en marcha una empresa para vender un producto que no existía. Menos mal que no había recibido pagos y no podría ser acusado de estafa… O eso era al menos lo que esperaba.
—¡Baja a desayunar, Alberto¡
La voz de la vieja le despegó el trasero de la silla que su padre había traído de la oficina antes de la jubilación. Cerró de golpe el programa de correo sin molestarse en cerrar la sesión. Nadie más entraba en su sanctasanctórum. ¿Y ese icono en el escritorio? Sí, ahí, justo al lado del pendiente de Masako. Best Seller Creator… ¡Imposible!
—¡Alberto!
—Ya voy, jod… —detuvo el exabrupto justo a tiempo. La vieja era una mujer afable, pero no convenía irritarla—. ¡Bajo ya!
El programa cargó a toda velocidad, a pesar de que su procesador era una reliquia del tiempo del Windows XP. Los menús eran prácticos, aunque tal vez demasiado parecidos a otros formatos. No estaba mal para haberlo programado mientras estaba inconsciente.
Best Seller Creator se vendió bien. Recibió los parabienes de varios nombres conocidos y era mencionado en innumerables bitácoras digitales. La susmaína había hecho un gran trabajo por él. Tal vez debería volver a probar… Era la mejor manera de demostrar si lo ocurrido había sido fruto de la química potenciada de su cerebro. Sacó del cajón la bolsa con los cristales verdes. Volvieron el picor y el frio polar en la cabeza.
Cuando recuperó cierto control de sí mismo, nadaba cerca de la costa. Las olas lo balanceaban sin piedad. Un momento. Aquel mar… No era agua. Ni oxígeno, ni hidrógeno, ni sal, qué carajo. Eran ceros y unos. Código binario de ordenador sobre el que flotaba a duras penas. Puñetera susmaína, esa sí que era buena. Un viaje sin más, como debe ser un buen colocón: sin responsabilidades. Estaba inmerso en las líneas de su programa, Best Seller Creator.
Aquella segunda exposición a la droga le proporcionó un conocimiento más intuitivo de su propia creación. Tenía la mente abierta a cualquier posible fantasía, como la del océano de bytes. No parecía mala idea sumergirse en su propio software. Con el documento plantilla en blanco, aún bajo los últimos coletazos de la pipa de susmaína, tecleó: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, volverán las oscuras golondrinas a tu ventana…». El texto era una combinación aleatoria, no precisamente exacta, de sus recuerdos literarios del bachiller. Por puro instinto, o guiado por la substancia prodigiosa, realizó una serie de combinaciones de teclas que no aparecían en los menús para clientes. Control, ALT, ALT GR…Enter. F12. Estaba ante él de nuevo. El océano binario tomaba forma en la pantalla, pero para Alberto de Castro no era caos ni misterio, sino un espectáculo fascinante, pleno de sentido. Con la clave maestra —no proporcionada en el mercado—, se adentró de nuevo en los avatares del código máquina y realizó unos cambios fugaces, unas cuantas líneas de comandos que lo configuraban como una herramienta única.
Unas nuevas caladas a la susmaína et voilá. Por la mañana temprano, apilados cuidadosamente, los primeros capítulos de… ¡Una novela! Necesitaba sintetizar más cristal para terminarla.
“Sexo en Oriente” fue el acontecimiento literario del año. Recibió críticas unánimes de propios y extraños, excepción hecha del puñado de intelectuales recalcitrantes que veían en las listas de ventas un atentado a la narrativa clásica.
Los padres de Alberto estaban eufóricos, aunque al bueno de Damián no le cuadraba que aquello de la carrera de Química tuviera mucho que ver con la Informática, primero, y la Literatura después. Estos jóvenes…
Se mudó a Madrid y estrenó apartamento en un ático de Lavapiés, por mucho que los asesores —ahora tenía un equipo de ellos— le pedían que se fuera a la Castellana. ¡Independiente al fin!
Chéjov, Cortazar, Carver, Salinger… Si seleccionaba con cuidado la materia prima con la que alimentaba su programa maestro —potenciado por la droga de la inspiración como la había bautizado—, las cadenas binarias le devolvían relatos inéditos, cuentos mágicos, intrigas de emoción insuperable y hasta romances nunca vistos. Su editor llegó a pedirle que bajara el ritmo por el riesgo de saturar el mercado. Para Alberto de Castro no supuso un problema. Se había aburrido de «escribir» novelas, de firmar ejemplares, de acostarse con facilidad con cualquier admiradora —o admirador— que le pestañease con coquetería. ¿Para qué tanto dinero? La fama le abrumaba, seguía sin tener a nadie a quien llamar amigo, y ni siquiera tenía tiempo para dedicárselo a sus padres, que, sin que él se diera cuenta, se estaban marchitando poco a poco.
A pesar del vuelco que había dado su vida, continuaba con la misma frustración. La única invariable en su vida era… Masako. ¿Seguiría igual de sexy? La buscaba constantemente en los rostros que pasaban por su cama, atraídos por su nombre, su dinero o su aspecto de perfecto bohemio.
Se abotonaba la camisa a la espera del veredicto. Aquellos vértigos y palpitaciones no auguraban nada bueno. El doctor Beltrán, amigo de su etapa universitaria y único a quien había confiado su descubrimiento, fue directo al grano.
—Esa sustancia que tomas, susmaína como tú la llamas, está perjudicando tu sistema inmunitario y subsidiariamente…
—Al grano doc. ¿Voy a palmarla?
—No puedo afirmarlo con rotundidad, Alberto, pero creo que si continuas fumando ese cristal verde, puedes caer fulminado en cualquier momento. Puede que toleres una o dos dosis más, pero no te lo recomiendo.
—Gracias por tu sinceridad, últimamente no recibo demasiada.
Se despidió con un abrazo y una buena factura.
Canceló todos los compromisos del día, del mes… Ni se preocupó cuando le llegó la noticia de que la compañía que —gracias a la susmaína— había creado estaba en suspensión de pagos. A la mierda, no la necesitaba. Su copia del programa era lo único que valía algo y tampoco lo deseaba ya. No quería escribir nunca más. Todo era puro artificio, ni siquiera el fruto de su propio intelecto. ¿Para qué? Sus lectores decían de su prosa que era capaz de transportarles a lugares desconocidos, otros mundos…, de hacer que vivieran otras vidas. Alberto de Castro no sabía en qué existencia residía.
Aquella noche, pidió que le trajeran sushi, pastrami y pepinillos en vinagre antes de estrellar el móvil contra el terrazo. Llevaba tres días encerrado en su apartamento, desaliñado y maloliente, en un intento de poner en orden su vida, de encontrarle sentido. Había pasado de ser un mediocre químico en paro a escritor de éxito y hombre de negocios. La clave de todo siempre había sido la substancia verde, lo único que de verdad podía considerar como creación, por mucho que hubiera sido el desvarío aleatorio de un inmaduro aburrido.
Se metería una última pipa de susmaína y a la mierda con todo. Una dura de verdad, bien cargada, con todo el cristal que le quedaba en casa. En cada ocasión que la había utilizado, ideas innovadoras habían brotado de su cerebro. ¿Qué ocurriría ante una dosis masiva? Si se mataba en el intento…, bueno, qué más daba. Habría nacido otro mito. Los expertos especularían sobre su vida, otro famoso colgado de las drogas. Solo esperaba que no dieran con la formulación en la autopsia… El mundo entero se iría al carajo, incapaz de soportar semejante aluvión de arte en estado puro. Tal vez podría pintar un cuadro o componer un aria antes de… Tras las primeras caladas, el mundo se apagó para Alberto de Castro.
Su conciencia era una espiral gigantesca que alternaba vivos colores. Púrpura, ocre fosforescente, vaharadas azules que flotaban como niebla sobre una hierba pastosa… Una telaraña informe descendía sobre su cuerpo inerte, envuelto ahora en un capullo de hilos entrelazados. Una crisálida.
La psicodelia dio paso a un estado intermedio en el que Alberto era capaz de recobrar, paso a paso, los controles de su realidad. Se vio sentado, una vez más, ante el ordenador. Lástima, Masako había dejado de ser la fotografía de fondo, sustituida ahora por una niebla espeluznante en la que destacaban dos ojos rojos como hierro fundido. La nueva pantalla de bienvenida de Best Seller Creator. Escribir otra vez…, ¿para qué? Al carajo, empezó a teclear con rabia: «Masako se acercó sin hacer ruido hasta el respaldo de su silla. Le encantaba sacar a Alberto de su concentración, poniendo sobre sus hombros…».
Qué realismo. Aquellos dedos helados —siempre había sabido que tendría las manos frías— le masajeaban despertando con destreza un gozo nuevo. Una sensación tan vivida que casi no se sorprendió cuando una voz dulce y de acento exótico le susurró al oído un «vamos a la cama, me siento sola…».
“Sexo en Oriente” había hecho soñar a una generación. Ahora era su turno. En los brazos de Masako conoció algo que, si no era felicidad, tenía un gran parecido.
Libre de la influencia del cristal verde y desnudo sobre la cama, Alberto observaba a hurtadillas la silueta brumosa de su amante mientras se duchaba. Era el momento perfecto para poner orden en sus pensamientos. ¿El poder de creación a voluntad? Aquel parecía el último peldaño de la evolución en el prodigioso camino iniciado cuando destiló la primera dosis. ¿Y si…?
Masako canturreaba “Kojo no tsuki” bajo el chorro de agua. Sin siquiera vestirse, Alberto se sentó ante el ordenador. Un agradable hormigueo tamborileaba en las yemas de sus dedos. Best Seller Creator estaba tal y como lo había dejado por la noche, las líneas que habían dado lugar a su momento de gloria parpadeando en la pantalla. Necesitaba hacer una prueba con algo sencillo.
«Alberto dirigió su mirada hacia la estantería repleta con la selección de obras maestras de la literatura». Cuando giró la cabeza en dirección a esa pared, no pudo sino asentir… ¿Satisfecho? Pse… ¿Feliz? Lo que sentía solo podía definirse como curiosidad.
Se entretuvo un rato con algunas frases peregrinas: un pastel de bodas, un gato que hizo desaparecer a los primeros estornudos, la escoba voladora de Harry Potter —no albergaba dudas sobre que volaría, pero no le apetecía buscar en Internet el latinajo para activarla—, un fajo de billetes, una diadema que siempre haría juego con los ojos de Masako…
La joven le observaba desde la puerta del baño, envuelta en una toalla que realzaba su figura de modelo de alta costura. No parecía sorprendida… ¿Debería? Sí, debería. Nadie sabía qué se traía entre manos. Ni siquiera él mismo. ¿Era aquella mujer la verdadera Masako? Era imposible que le amara de verdad.
La última esperanza, el amor de su vida —o lo que había tomado como tal— no era más que otro monumental fiasco. ¿Debería dar fin a su existencia sin horizonte? Por mucho que le diera vueltas al tema, no encontraba un sentido a sus días. Percibía su infancia y su juventud como una nada anodina desde la que se había catapultado al estrellato, donde había rutilado brillante y corrupto como todo lo que le rodeaba. ¿A qué seguir adelante?
Se puso unos tejanos sin siquiera cambiarse la camiseta que llevaba puesta y que todavía conservaba efluvios de perfume y sexo. Daba igual. Tenía que salir de aquel apartamento. A la mierda el programa, las novelas y hasta la misma Masako.
De las aceras ascendía vapor. ¿Llovía? Le daba igual mojarse, nunca había usado paraguas. Otra excentricidad. Las luces de los coches y los intermitentes le deslumbraban como flashes en un evento público. Se sintió desorientado. La susmaína todavía reverberaba en su cerebro y no ayudaba a enfocar. Vagar sin rumbo, dejar que el destino le alcanzase ya que él era incapaz de encontrarlo. Se metió en el metro. Necesitaba perderse y salir en algún punto desconocido.
“Cafetería la Estrella”. No era un mal comienzo, por mucho que al entrar se diera cuenta de que el cartel no decía toda la verdad sobre el establecimiento. ¿Qué esperaba encontrar a esas horas? No el Hilton, desde luego…
Para ser tan tarde, el local estaba abarrotado. No podía haber tanta gente desesperada como él… ¿o sí? Se tomaría el café aunque fuera de pie, solo pedía que fuera lo suficientemente bueno. Un café doble, sin leche ni azúcar. Cargadito, por favor. Necesitaba borrar los restos del cristal verde de sus neuronas para buscar un nuevo comienzo, lejos de lo que ya consideraba como los grandes errores de su vida pasada. Empezar de cero… No sonaba tan mal. Solo faltaba decidir por dónde.
Mientras el camarero se afanaba con tres pedidos diferentes a la vez, Alberto recorrió el bar con la mirada buscando una silla vacía en algún rincón, seguro de que podría concentrarse mejor lejos de algarabía de la barra.
Al fondo, bajo una foto enmarcada que mostraba lo que parecía ser una calle en los años veinte, había una mesita con cuatro sillas, de las cuales solo una estaba ocupada. Parecía una chica de espaldas, aunque con el pelo corto y aquel chaquetón militar quién sabía… Estaba enfrascada en un libro. Tal vez, si le dejaba claro desde el principio que no buscaba compañía, sino un sitio libre… Tras pagar la consumición, tomó su tazón de café en las manos y se armó de valor. La fama y el dinero no le habían supuesto deshacerse de la sensación de inferioridad. Tragó saliva y se lanzó:
—Disculpa, ¿está libre una silla?
—No.
Alberto se quedó cortado. No es que esperase que le abriera los brazos de par en par, pero aquello era demasiado tajante. Inició una discreta retirada, si bien lanzó una última andanada, sin saber desde dónde…
—Solo quiero sentarme y pensar. No te molestaré mientras lees, palabra.
El tiempo se espesó en el aire ya cargado de la cafetería. Daba la media vuelta para volver a su posición inicial en la barra cuando recibió respuesta:
—Vale, pero a la mínima señal de coñazo, grito que me estás metiendo mano, ¿queda claro?
Alberto seguía sin poder mirarla a la cara. No tenía claro si aquello era una amenaza.
—Puedes estar tranquila por lo que a mí respecta. Solo quiero pensar…
—Ya me estás rallando, cállate de una vez o te largas.
Discutir con una desconocida no parecía la mejor forma de iniciar una nueva vida. Juntando pulgar e índice, se deslizó la mano por la boca en un gesto tan infantil como el de cerrarse una cremallera invisible. La joven sonrió para, inmediatamente después, arrepentirse. Se zambulló de nuevo en las páginas de su libro y en las notas que tomaba. Aquella sonrisa, primer atisbo del rostro de la chica, le disolvió algo del abatimiento en que se hallaba. Entre sorbos de café desfilaron por su cabeza Masako, las novelas superventas, la susmaína, sus padres. La hormigonera mental daba vueltas sin llegar a fraguar nada consistente con lo que cimentar su futuro. Ahogó un gruñido. A pesar del poco éxito de sus tribulaciones, estaba a gusto en aquel rincón del mundo. Se concedió un paréntesis para espiar a la muchacha. El pelo rizado le caía a ambos lados de la cara, ocultando sus orejas. Era guapa de veras, no a la manera de Masako, sino algo auténtico, sin retoques. Nada de flirteo, recordó, no había venido a eso.
Le pilló in fraganti. Sin embargo, no se lanzó a la yugular como le había advertido.
—Oye, ¿tú no eres el escritor ese que…?
—Culpable —admitió Alberto apesadumbrado.
—No me gustan tus libros —lanzó su crítica como quien comenta el tiempo.
—Ni te imaginas lo mucho que me alegra escuchar eso.
Por toda respuesta, la chica se encogió de hombros y volvió a sumergirse en la lectura. ¿Qué estaría garabateando? Tenía una letra redonda y grande, fácil de leer desde su posición de vigía: «Juventud sin esperanza, hambrunas y pobreza crecientes, capitalismo galopante, injusticia social… ¿Qué puedes hacer tú para cambiar el mundo?» Se mordió el labio mientras repiqueteaba la punta del bolígrafo de plástico sobre el papel. Justicia social, igualdad, solidaridad, reparto de la riqueza.
Cambiar el mundo… Ni ella ni mil como ella podían hacer nada por alterar el jodido orden mundial. Alberto se había codeado con las “elites” durante el tiempo suficiente como para saber que estaba todo atado y bien amarrado. Levantó los ojos del papel y vio su imagen en el cristal del escaparate, perdida en una constelación de reflejos de semáforos y focos de automóvil. Junto a la suya, la de la joven sumida en sus pensamientos. Alberto de Castro buceó en los ojos de ella y, por primera vez en su vida, tuvo claro qué debía hacer. Y qué si la susmaína lo mataba en el intento… Tenía las herramientas necesarias y estaba dispuesto a intentarlo. Puede que, al fin y al cabo, ella sí tuviera una oportunidad.