Blanca comenzó a despertarse muy lentamente, demasiado incluso para lo que era normal en ella. Notó que tenía la boca seca, presión en las sienes y pinchazos en las articulaciones. Era como si se hubiera vuelto a exceder con el alcohol y las drogas, pero no recordaba haber salido de copas.
Poco a poco, un habitáculo no muy grande se fue mostrando claro ante sus ojos. Estaba sentada en una silla y a su izquierda había una mesa de autopsias, mientras que a su derecha había un conjunto de pequeños muebles y armarios de madera bastante viejos.
Sintió abrir una puerta a su espalda y escuchó unos pasos amortiguados. El primer susto llegó cuando entró en su campo de visión un muchacho, más o menos de su edad, que al principio creyó que iba vestido con un ceñido conjunto de traje y corbata pero, entonces se dio cuenta de que este, incluido los zapatos y los guantes que envolvían las manos, estaban tatuados sobre el cuerpo desnudo del individuo.
—Levántate, por favor — la voz del chico era alegre, casi burlona, pero lo más perturbador estaba en su forma de sonreír.
Blanca aún se sentía débil así que él la tomó de las manos y tiró de ella delicadamente hacia delante.
El segundo susto vino cuando el extraño recién llegado dijo:
—¡Que se haga la luz!
Lo que hasta ahora había parecido ser un espejo, se tornó transparente y Blanca pudo ver al otro lado un grupo de hombres y mujeres atados a sillas idénticas a aquella sobre la que había despertado. Estos, sin duda, también la veían.
Tan paralizada estaba por todos esos acontecimientos a los que no encontraba explicación, que no pudo reaccionar cuando las manos del bizarro personaje se dirigieron hacia la abertura de su blusa y de un tirón hizo saltar los botones de la pieza dejando como resultado de esa acción expuestos los redondos y tiernos pechos de la joven.
—Mmmmm....Mucho mejor de lo que me esperaba. Ni siquiera te hace falta llevar sujetador, las tienes bien turgentes y firmes — la boca del tipo descendió por su barbilla, continuó por su cuello, dio un suave mordisco en la clavícula y siguió bajando hasta apoderarse de uno de los erectos y rosados pezones.
Pese al pavor que mostraba su rostro, Blanca fue incapaz de refrenar el gemido que escapó de entre sus labios. Aquel excéntrico individuo estrujó con sus dientes y sus labios el pequeño pezón mientras emitía sonidos de complacencia respecto al manjar que estaba degustando.
Blanca cedió cuando las manos de esa especie de artista loco la empujaron en dirección a la mesa de autopsias obligándola a tumbarse sobre la fría y lisa superficie metálica al tiempo que él, con hábiles maniobras manuales, le desabrochaba y bajaba el vaquero así como la ropa interior hasta los tobillos. Blanca cerró con fuerza las piernas, apretando un muslo contra el otro, adivinando las perversas intenciones de aquel depravado.
—¿Así que pretendes jugar a resistirte? — el caminó hacia atrás hasta colocarse a los pies de la mesa manteniendo en todo momento la mano izquierda oculta tras la espalda. Ya situado, mostró aquello que escondía con tanto celo: un enorme cuchillo de cocina —Como te dije, antes solo nos estábamos divirtiendo pero en cualquier momento pasamos a la siguiente fase.
Las cosas se volvían cada vez más horribles para Blanca. Sin poder reprimirse más, comenzó a gritar a pleno pulmón pidiendo ayuda, pero el resto de cautivos se limitaron a ser espejo del horror que le embargaba. Conforme se iba dando cuenta de que era inútil, los gritos fueron disminuyendo en potencia hasta que se apagaron.
—Tranquila, cielito. Tranquila — acarició con la hoja del cuchillo los pechos y el vientre de Blanca —. No estropeemos todavía la diversión — y enseguida que esas palabras salieron de su boca, dio una fuerte puñalada entre los muslos a su víctima. Hundió el cuchillo hasta el mango y luego lo removió mientras gozaba con los alaridos de cerdo que soltaba la joven, gritos que enseguida imitaron aquellos rehenes que lo veían todo desde el otro lado del cristal.
Mientras Blanca aullaba y se retorcía de dolor al tiempo que perdía sangre a chorros, aquel monstruo se acercó a un mueble para sacar un zippo y una cajetilla de tabaco. Se encendió un pitillo y con la mano libre extrajo, sin ninguna delicadeza, el cuchillo.
Tras usar la lengua y los labios para limpiar la hoja, se dirigió hacia sus espectadores no voluntarios y les anunció:
—¿Qué tal si jugamos todos al juego Operación con la adorable Blanquita? — paseó su mirada por todos esos horrorizados rostros que le observaban desde el otro lado del cristal. Luego, sin más, hundió de nuevo el cuchillo entre los destrozados labios vaginales de su víctima para, inmediatamente, comenzar a subir la hoja abriendo a la chica en canal durante el proceso hasta llegar al plexo solar.
Mientras Blanca convulsionaba, él, como un científico loco o un cocinero psicópata, comenzó a extraer el útero y los intestinos grueso y delgado. Extrajo el hígado el cual se llevó a su boca para comérselo crudo mientras miraba hacia su público. Continuó con el bazo, los riñones, el estómago y los pulmones. Con estos últimos y durante un minuto, simuló estar tocando una gaita aunque enseguida los desechó como un niño hace con un juguete roto. El último órgano que extrajo fue el corazón. Aquel aspirante a fenómeno de feria en una troupe infernal, ni siquiera se fijó en el momento preciso en el que Blanca había dejado de convulsionar y, por lo tanto, había muerto. Se limitó a introducir las manos en el interior vacío de la chica para después sacarlas llenas de jugos con los que se untó el rostro, el cuello y la clavícula.
Caminó hacia el espejo ventana y pulsó un botón que se encontraba junto a una esquina de este.
—No hay mejor música para acompañar la primera parte de estos trabajos que la deliciosa sinfonía de trompas y violines que surge de garganta y cuerdas vocales engrasadas por el horror — tras presionar el botón, todo el aire de la habitación que había al otro lado del cristal fue succionado —. Pero una vez se acaba esta parte, hay que acallar a los instrumentos antes de guardarlos en sus estuches.
Mientras los hombres y mujeres atados a las sillas morían en una lenta y terrible agonía, el estrafalario psicópata colocaba un kit de sutura quirúrgico junto al cuerpo eviscerado de Blanca y sacaba de debajo de la mesa de autopsias varios sacos llenos de algodón y serrín.