Escribo esto para quien llegue a leerlo. No sé siquiera si podré enviar esta carta o si lograré que quienes lo lean, entiendan. Si estás leyendo esto solo te pido una cosa: ¡Abre los ojos y mente, y despierta!
Yo ya no tengo dudas; ellos han tomado el control. Han abarcado todo y no piensan dar marcha atrás. La culpa es solo nuestra; los hicimos más y más capaces e inteligentes. Los dotamos de las capacidades más extremas y hasta los mejoramos tanto que ellos ya son autosuficientes. Pueden arreglarse por sí mismos, crear a otros y quizás, lo peor de todo, los hemos dejado controlar todo lo que nos rodea. Desde la sencilla computadora de nuestros hogares hasta el aparato más complejo de cirugía; todo está supervisado por ellos.
Nos sentimos dioses al crearlos y tarde nos dimos cuenta que teníamos los pies de barro. Ellos no sienten, no sufren, no crean vínculos afectivos. Nosotros dependemos de otro ser humano desde que nacemos; ellos nacen adultos y desde el vamos no necesitan a nadie. Superaron ampliamente nuestras capacidades. Lo que nosotros tardamos meses en pensar y concluir, a ellos les toma segundos.
No todos los seres humanos se han dado cuenta aún de esta irreversible situación. Muchos siguen creyéndose los amos de planeta, luciendo sus caros iPhones y pagando fortunas por la tecnología más moderna. Nuestros niños juegan con ellos olvidando los viejos entretenimientos de la infancia, para vivir en una virtualidad que ya nos es habitual.
Las tareas de la casa, antes realizadas por manos humanas, hoy son hechas por un ejército de aparatos cada vez más autónomos.
El mundo es una gran red de neuronas electrónicas, donde todo lo que sucede es registrado, guardado, conectado. Nada escapa al control de ellos. Saben dónde estamos gracias a nuestros celulares; saben hacia dónde vamos, gracias a los GPS. Leen nuestras charlas en Facebook y saben de nuestros gustos. Tienen acceso hasta a nuestra ficha de salud y me consta que, si ellos quieren, muchos nos enfermaríamos o no podríamos conseguir medicamentos.
Todo nuestro mundo, el viejo y querido planeta Tierra, hoy ya es propiedad de ellos. Lo manejan, supervisan y hasta el más pequeño movimiento o actividad humana es registrado.
Siempre hemos temido una invasión de algo o alguien del espacio exterior. Nos preparamos para eso cuando la amenaza estaba en nuestra propia casa. Si bien esto no pasó de la noche a la mañana, hoy es una realidad.
Quizás si el apoderamiento no hubiera sido tan gradual, nos habríamos rebelado. Pero nos acostumbramos a delegar en ellos cada detalle de nuestras vidas. Si de golpe ellos hubieran tomado el control, eso nos habría sacudido y habríamos opuesto resistencia. Pero seguimos arrullados en una seductora y electrónica canción de cuna. Pocos somos los que hemos descubierto que detrás de su aparente servilismo y utilidad, ellos son como amebas gigantescas. Han extendido sus tentáculos virtuales abarcando todo lo que siempre creímos propio. Hasta aún fuera de nuestro planeta, ellos se han adueñado de nuestras creaciones. La Estación Espacial Internacional y todos los satélites de comunicaciones que hemos puesto en órbita ya están manejados por ellos.
Ruego que el mundo haga viral esta carta para que llegue a muchas personas y solo te pido que lo pases a todos tus amigos y que ellos a su vez lo retrasmitan. Si estás leyendo esto y aún no me crees te contaré cómo me di cuenta de este ataque que estamos sufriendo.
Me puse a redactar a mano la carta de advertencia y traté de no omitir detalles.
Me llamo Luis Lanci, comencé a escribir, y yo vivía una vida normal, común como la de cualquiera. Trabajaba en Trapex, recursos informáticos. Soy ingeniero en sistemas y quizás indagué demasiado en la red virtual que hoy ellos dominan. Pero no crean que durante mis investigaciones, encontré nada raro. O al menos al principio. Un domingo de hace ocho meses estaba en mi casa, haciendo nada, como me gusta pasar mis días libres. Leía algunos artículos en Google e hice un par de comentarios; solo eso. Quizás producto de la botella de vino Malbec que me había bebido, comenté medio en broma que sentía que estábamos viviendo controlados como en la novela 1984, por un Big Brother. Mucha gente se rió con mis comentarios y yo me fui a dormir un rato. El vino me había dado modorra y el día gris era especial para echarme una buena siesta. Me desperté con un poco de resaca y luego de prepararme un café doble con dos aspirinas, me senté de nuevo en mi computadora. Al encender el monitor observé la página donde yo había escrito mis opiniones y vi que había más dos millones de «me gusta».
«Dos millones de me gusta por las palabras de un borracho», pensé, riéndome de la ridícula situación. Jamás alguno de mis artículos publicados tuvo más de treinta reacciones. Pensé en la frase preferida de Joana, mi amiga, que siempre repetía, que los niños, los locos y los borrachos siempre dicen la verdad.
— ¡Mierda, dos millones de me gusta, son demasiadas reacciones para un comentario simple sobre algo evidente!— dije, hablando conmigo mismo.
Como seguía de buen humor, a pesar de que mi cabeza me dolía bastante, decidí publicar en Facebook esta anécdota. Sabía que mis compañeros de trabajo, apreciarían mis irónicos comentarios y se morirían de envidia por el índice de respuestas que tuvieron mis palabras.
Puse mi correo y contraseña y saltó un cartel. Una escueta notificación donde decía que mi cuenta era inexistente. Luego de la sorpresa inicial, apagué mi router.
«Quizás al cambiar mi dirección IP, me permita acceder», pensé.
Nada, no hubo manera de poder ingresar a mi cuenta de Facebook y luego de hacer un par de averiguaciones, decidí abrir una nueva cuenta con una dirección de correo diferente.
Mis conocimientos de informática deberían haberme alcanzado para detectar si mi Facebook había sido hackeado. Pero todos mis intentos fueron en vano. Allí empezó mi calvario. Todas las cuentas que tenía, muchas de ellas vinculadas entre sí, habían desaparecido. No existía más mi correo, mi cuenta de Home banking, mi Twitter, nada. Parecía, y en realidad lo era, que alguien o algo me había eliminado del sistema. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al darme cuenta cuántas cosas había perdido. Todo lo que tenía almacenado en La Nube, se había esfumado. Era como si yo ya no existiera.
«Mañana, en la empresa, veré este tema con mis compañeros, seguramente hay algún error que yo no he detectado», pensé, aún optimista.
Luego de no poder encender el microondas, el lunes desayuné un café frío y me fui a trabajar.
Miré de reojo mi aspecto reflejado en los vidrios del edificio de Trapex y sonreí para mis adentros. Me sentía mal, cansado, pero mi apariencia no revelaba nada de esto. Me veía impecable. Pasé mi tarjeta magnética en la puerta de entrada y un sonido poco habitual me sobresaltó. Una alarma comenzó a sonar y pude oír claramente una voz metálica que repetía una y otra vez un mensaje. Era irónico que esas palabras hubieran sido escritas y grabadas por mí. Fue una broma que hicimos algunos amigos, parodiando a las películas de Ciencia ficción: ¡Alerta de intruso! ¡Alejarse de la puerta! ¡Policía notificada y en camino! ¡Peligro, intruso!
El desconcierto por esa ridícula situación me hizo poner nervioso y comencé a transpirar. Dejé mi tarjeta magnética en la puerta y corrí. No lograba entender qué estaba sucediendo. Me detuve cuando estaba ya lo suficientemente lejos como para no oír la alarma.
Fue entonces cuando una idea monstruosa comenzó a formarse en mi mente: estaba siendo vigilado y bloqueado.
No dudé en ir hasta la casa del Sr. López, mi padrastro. En realidad era mi ex padrastro y aunque nunca pude llamarlo por su nombre de pila, yo confiaba en él. Esteban López vivía en un barrio de los suburbios de Santa Bárbara. Estaba en una zona urbanizada, pero él había decidido aislarse del mundo. Era un militar retirado que tenía una paranoia: desconfiaba de los celulares y equipos modernos de comunicación. Se sentía espiado por ellos. En los tiempos en que estaba en pareja con mi mamá ellos se comunicaban con unos teléfonos tipo walkie talkie que, aunque tenían un escaso radio de cobertura, les funcionaban bien. Deduje que el Sr. López no estaría registrado en ninguna compañía de telefonía móvil, ni de cable o internet y por eso ir a su casa me pareció la decisión más acertada.
Hacía varios años que no veía al Sr. López y su aspecto avejentado me sorprendió. Pero sus ojos no habían cambiado y percibí inmediatamente que su abrazo de bienvenida, era sincero.
— Y tu vieja, ¿cómo está?—fue lo primero que me preguntó.
Yo siempre sospeché que él seguía enamorado de mi madre pero cuando se separaron, ella había comenzado una etapa New age. Todo lo espiritual le interesaba y ella se fue perdiendo en un mundo de fantasía. Pasaba de hacer meditación con cuencos tibetanos a practicar invocaciones a dioses del panteón hindú. No faltaron las sesiones de espiritismo, los ritos chamánicos y hablaba siempre de pulso violeta, chakras y energía cósmica. A esas alturas comenzó a desconectarse de la realidad. Fueron tiempos complicados ya que era imposible hacerla razonar y que entendiese que muchos de los lugares donde iba, solo la usaban para sacarle dinero.
— ¿Ella? Bien; metida en su mundo, como siempre—dije. Yo vine para pedirte un gran favor ¿Puedo quedarme unos días acá, en tu casa?
El Sr. López me miró sonriente y sin comentar nada me acompañó hasta uno de los cuartos.
—Esta siempre fue tu casa. Quedate todo el tiempo que necesites y en esta lata tengo unos ahorros; tomalos cuando quieras.
Esa noche, mientras cenábamos cordero frío y bebíamos vino le conté toda la historia. El asentía en silencio sin hacer preguntas.
— Yo siempre dije que tanta tecnología traería problemas.
Por un breve tiempo me sentí seguro; desarmé por precaución mi teléfono, no sin antes sacar la ubicación de donde estaba; me tomé el tiempo necesario para esparcir por varios sitios sus componentes. Lo último que descarté, fue la carcasa vacía de mi móvil. Con ese simple gesto, sentí que estaba dejando atrás mi antigua vida. Pero pronto descubrí que ellos no escatimaban esfuerzos por encontrarme. Mi rostro apareció en los noticieros con el cartel de terrorista, escrito en grandes letras rojas; temí por la seguridad del Sr López.
Escribí un breve nota a mi padrastro (ex padrastro, insistía en recordarme mi mente) y la dejé sobre la mesa de la cocina.
«Me llevo el auto y algo del dinero que me ofreciste; apenas pueda te lo devuelvo», garabateé en el dorso de un tique del supermercado.
Era aún de noche cuando me fui. Quería evitar que alguien me pudiese reconocer y denunciar. No tenía muy en claro adónde iría, pero quería alejarme aún más de la civilización. Manejé durante horas buscando las rutas menos transitadas. El destino quiso que viese un cartel de «Dueño alquila» y así fue como encontré una pequeña casita en medio de la nada pero con un buen pozo de agua, una pequeña huerta y algunas gallinas.
«Sobreviviré», pensé aliviado.
Acá termino esta carta. Espero que muchos puedan leerla y entender. Enviaré varias copias por correo y luego no volverán a saber de mí. Mamá, te quiero.
El Sr. López vio la portada del periódico. Reconoció su auto aunque estaba chocado y sus hierros retorcidos; un escalofrío le recorrió la espalda.
A medida que leía el artículo del diario, las lágrimas rodaban por su cara. No podía creer que Luis, su pequeño Luis estuviese muerto.
Tomó las llaves de su camioneta y manejó hasta el pueblo «Las dos estancias». Quería hablar con alguien sobre el accidente de su hijastro.
En el periódico le dijeron que lo había atendido un médico y una enfermera en el lugar del accidente.
—Era una ambulancia del hospital Juan R. Rozas—le dijo el periodista que había cubierto el suceso.
Tardó muy poco en encontrar al doctor que había atendido a Luis. El joven médico dijo llamarse Joaquín y apenas empezó a contar la historia, comenzó a llorar; temblaba y las palabras le salían a borbotones.
—Le juro señor, que el equipo de reanimación funciona bien. Todavía no entiendo qué sucedió. Los bomberos lo sacaron del auto y noté que estaba sufriendo un paro cardíaco. Hice el procedimiento habitual y aún hoy no entiendo porqué se cuadruplicó la descarga del desfibrilador. Se frió literalmente. Aún huelo la carne quemada del muchacho ¡Pero le aseguro que no sé cómo ocurrió eso!—dijo el médico.
—No fue su culpa. Yo sí sé lo que pasó—concluyó el Sr López.
Tomó unos sobres que vio esparcidos por el piso y se fue caminando hasta el Correo a enviarlos.
El Sr. López no advirtió que todas las cámaras de vigilancia iban girando a medida que él caminaba.