La mira con ojos tristes porque son los únicos que tiene, los únicos que jamás ha tenido.
Ser un hombre-cangrejo, un soldado acorazado, no es lo que hubiera deseado… de haber sabido alguna vez lo que era elegir.
Ella está tirada sobre la vitrificada arena negra. Tiene los ojos cerrados y el agua se escapa de sus agallas amarillentas, bajo el mentón bien marcado.
Él sabe que ella va a morir si no hace la transición agallas/pulmones y, sin embargo, la sigue mirando absorto. Jamás ha visto algo más hermoso en toda su vida. Treinta y ocho años de guerra —desde el útero de plástico donde lo gestaron, hasta hoy—, y recién se da cuenta de lo que es la belleza.
La muchacha es sublime. Sus curvas le recuerdan las olas girando sobre sí mismas, cuando se halla sumergido y la tormenta arrecia en la superficie.
La chica cabecea. Él hace un intento de agacharse: la coraza de combate cibernética, que lo cubre de pies a cuello, no cede fácilmente. Pero hace sólo un intento. Está tan hipnotizado con el rostro de esa muchacha-pez que no logra reaccionar ni siquiera para salvarle la vida.
Es triste verla así, con las agallas virando lentamente hacia el violáceo a medida que la asfixia aumenta. Pero él no ha conocido muchas cosas además de la tristeza, por lo cual no le es extraño sentir eso: una dulce, dulcísima y suave sensación de melancólica angustia, de desolación sin fin, mientras la criatura más hermosa que jamás haya visto en toda su vida agoniza a escasos centímetros de sus pies.
Ella comienza a boquear. Y su boca es perfecta. Exuberante, rotunda, rosada, carnosa. Si él supiera besar, ya lo estaría haciendo. Besarla incluso aunque ese beso le quitase el último aliento. Porque su mente no puede procesar más que la imagen de unos labios que llaman desesperadamente a los suyos.
Él también tiene los labios rotundos, e incluso aún más pulcramente delineados, pero están casi azules a causa del frío; y el mohín que inclina sus comisuras hacia abajo, sólo aumenta la acuosidad infinita de su mirada horriblemente triste y azul.
Si le colocara el tubo de su casco —el que sostiene con la mano que no empuña el rifle—, ella podría volver a respirar.
Intenta agacharse, una, dos veces. Ese cuerpo sinuoso que está haciéndole bullir la sangre en las venas —el tenso traje de goma escamada color ámbar y bronce que encierra a la exploradora—, lo retiene más quieto que el miedo antes de la batalla o las agujas de calmantes después de ésta.
No obstante, lo más probable es que no reaccione porque, sencillamente, no encuentra un motivo para hacerlo. Lejos de la batalla hay muy pocos motivos para hacer algo.
Y la muerte —incluso la del ser más bello del mundo—, es lo más natural para él.
De pronto tiembla al verla. Ni la onda expansiva de la metralla subacuática podría causarle tal temblor. Adivina la antigua epidermis que ya fue asimilada por esa goma, salvo en la cabeza y las manos. Él aún posee la calidez de una piel humana debajo del traje. Pero hace muchos años que no se lo quita. No hace falta. Los miles de tubos capilares y conexiones seudonerviosas ya han tejido una red entre él y su armadura-procesadora. El traje es su madre y su médico y su amante cuando lo necesita. Y es su compañero de batalla, el que lo sostiene con vida: una coraza rojo brillante y gris cromo que sigue sus contornos con más holgura y libertad que ese traje de goma viva, ámbar y bronce, que ya está dejando de retorcerse allí abajo, en la arena negra.
Piensa en su propia piel bajo las dendritas del traje. Debe estar blanca y mustia como los dedos que se exponen al agua por horas… Sin embargo, su rostro —el que puede ver reflejado en el visor espejado del casco—, es diferente. La nariz, milagrosamente recta, muestra los golpes bien curados de cientos de batallas. El cabello es tan corto que no puede detectar su color, apenas una pelusa oscura sobre su cráneo, salvo el sitio donde la cicatriz lo recorre —allí sólo hay una sinuosa y profunda línea nacarada—. El color de sus ojos es como el de un océano de oxígeno líquido. Y su piel, bronceada por el rigor de los soles, está enrojecida aquí y allá, por la quemazón del frío. Hay un rictus en sus cejas, que se inclinan sobre el puente de su nariz, un rictus que tironea de la piel de su frente, un rictus de preocupación o seriedad. Intenta deshacerlo, pero no sabe cómo.
Tristeza, eso es lo único que a veces afloja la tensión sobre sus ojos.
Finalmente, cuando las primeras convulsiones hacen que la nuca de la muchacha se doble de modo casi catastrófico, un impulso ciego, primitivo y carente de pensamiento, lo arroja al suelo y lo insta a introducir el tubo de su casco en la tráquea de la chica. Oxígeno y otros gases corren directamente a su sistema respiratorio primario. ¡Ya está! ¡Eso es lo que debería haber hecho hace varios preciosos minutos atrás!
Tal vez sea tarde porque ella no abre los ojos. Pero no importa, la belleza sigue allí.
Ahora que está agachado, pasa su mano enguantada cinco centímetros por encima del cuerpo de la mujer-pez. Cinco centímetros exactos que puede controlar con la misma precisión con la que controla su puntería. Cinco centímetros de aire que separan su mano de ella.
Puede olerla perfectamente: el pútrido aroma que adquieren las criaturas del mar al cocerse bajo la luz de los soles, incluso con este frío, incluso bajo el manto de nubes que ha dejado la tormenta de guerra que no termina de alejarse por completo. Ella está oxidándose en el aire.
Se concentra en su rostro. Estira su mano —la que ya ha dejado el casco en el suelo para que funcione como soporte de vida de la chica—, y levanta el primer párpado del ojo derecho. Luego, sin pensarlo, deja el fusil a un lado —su mano entumecida se siente extraña sin el enorme suplemento armado— y utiliza el dedo del gatillo para abrir el segundo párpado del mismo ojo. Un choque de color negro da de lleno en su imaginación, ¿de qué otro color creía que sería? De pronto, la pupila se retrae mágicamente y se encoge hasta hacerse muy pequeñita. Algo golpea dentro de su pecho cuando repara en el complejo iris repleto de verdes, marrones y castaños danzando unos sobre otros en ese ojo que aún no tiene mirada.
Delicadamente deja que el tegumento primario vele el globo ocular con su gasa opaca y translúcida, y que luego lo haga la porción de carne bordada de escasas pestañas rojizas y artificiales.
Algo interno tironea de él y lo obliga a doblarse más y más sobre la mujer-pez, casi hasta rozar con su nariz helada el orificio auricular sin oreja de la chica.
Lentamente reclina su cabeza sobre el pelo de ella, tanteando con algo de reluctancia: las mujeres-pez siempre tienen ese olor a algas pútridas y, además, el simple hecho de tomar aire sin su casco, lo hiere en este clima. Pero él está acostumbrado al olor de la descomposición y la muerte. Él está habituado al dolor. Es otra cosa lo que lo reprime. Un terror casi sagrado.
No obstante, aspira el aroma nauseabundo de las fibras artificiales, brillantes como oro al rojo vivo, que componen la cabellera de la muchacha. Los soles parecen encenderla sobre la arena negra. Pronto se encuentra restregando sus mejillas en esa suavidad. ¡Su tristeza es tan profunda y deliciosa en este momento! Las drogas jamás le dieron una sensación como ésta.
Hunde su boca y sus ojos en la áurea furia candente, saciándose en la seda que lo acaricia. No puede dejar de frotar su cara contra aquel cabello mientras ella yace en el suelo, absolutamente lejos de cualquier consciencia de lo que él está haciendo.
Sabe que no es honorable, pero no puede evitar seguir acariciando con su frente y sus ojos y su nariz y su mentón, esa masa horrible y maravillosa de cabellos biometálicos, como si éstos pudiesen limpiarlo de algún tipo de suciedad que ignoraba que tenía.
El frenesí crece y crece. Comienza a tararear una tonada en la estática que lo baña como un sentimiento iónico, como un deseo eléctrico. Es una vieja canción de combate con la que solía ir a la lucha cuando tenía doce años.
Entonces calla de pronto, gira de lado a la chica-pez, y apoya su oreja sobre la espalda.
Inhala… exhala… inhala… exhala… Su ritmo es perfecto porque lo marca el sistema de supervivencia del casco. Pero aquí y allá hay breves demoras, fracciones de segundo evaporadas o adicionadas, variaciones que él está acostumbrado a advertir al calcular un tiro de precisión por entre los sutiles cambios de flujo de una corriente marina particularmente turbulenta.
Está viva. Eso, al menos.
Las mujeres-pez utilizan sus cabellos hipersensibles para sentir presiones, temperaturas, cambios mínimos en la viscosidad del fluido marino; pero para él ahora son un fulgor dorado contra el que hunde y mueve su rostro, tal como lo haría un animal que intentase dejar su olor sobre lo que considera suyo.
Luego se tiende en el suelo detrás de ella, siguiendo con su traje el contorno del cuerpo gomoso. Percibiendo cada arista de la negra arena vitrificada punzando y machacando su mejilla izquierda.
Jamás ha dormido lejos del rebaño. Nunca sin su casco. Pero los soles caen y el océano se retira, y el sonido de la respiración de la chica se vuelve un arrullo.
Le pesan los párpados sobre sus tristes ojos azules. Nunca ha soñado y tiene miedo. Dicen los ancianos —los hombres-cangrejo que tienen el arma cosida a su mano—, que si duermes sin tu casco, sueñas. Y que los sueños raptan tu espíritu y se lo llevan a otro mundo, a un mundo que tanto puede hacerte feliz como destruirte.
Se queda pensando en esa palabra: “feliz”. Jamás se atrevió a preguntarles qué cosa significaba.
Sabía lo que era “frenesí”, gracias al combate, y lo que era “excitación”, gracias al traje cuando lo masturbaba; pero no llegaba a entender aquello. ¡Tal vez no fuese muy diferente de la tristeza! Esa idea lo reconfortó. No le temía a ser destruido, pero sí a ese tal “ser feliz”.
Mientras sus párpados se balancean sobre sus ojos, comprende que lo último que verá antes de dormir será esa radiante y nauseabunda masa de cabellos; y lo que sea que extrae de aquella idea, lo complace.
Entonces, en el exacto momento en que se queda dormido, el sueño vence esos cinco perfectos centímetros que lo separan de la mujer-pez, y su mano enguantada se apoya finalmente sobre la sinuosa curva del muslo.
Ojos castaño-verdosos, claros y brillantes como una gota de resina, lo están mirando…
A él le duele mucho la mejilla izquierda y tiene toda la cara entumecida por el frío…
Reacciona. Se levanta rápidamente gracias a la autosustentación del traje.
La chica retrocede en cuclillas, como un animal asustado. Sus ojos enormes, demasiado grandes para su cara y para la luz de los soles, están entornados como dos semillas de cagghrio, alargadas y suaves. De su boca aún pende el tubo blanco que la une al casco que yace en la arena. Ella no se aleja mucho del radio que dibuja el tubo de oxígeno.
Cuando él se acerca, puede ver en el reflejo del casco los puntos de sangre coagulada que tapizan toda la mitad izquierda de su propio rostro. Sin darle importancia, eleva la vista y vuelve a encontrarse con la sinuosa figura de esa chica: ambarina en su cuerpo, dorado en su cabello y pálida en su rostro.
Y ahí están de nuevo esos labios que le provocan tanta tristeza como anhelo. Aún llenos de costras por la falta de agua y lastimados por el tubo, son tan hermosos e incitantes como los pétalos de una anémona.
—Yo soy Pastor.
Su voz suena ronca, alquitranada, áspera. Ella se asusta al oírlo, reacciona tan rápido —tal como lo haría en su propio cardumen de mujeres-pez—, que casi se libera del tubo. Pero corrige su movimiento y se acerca al casco nuevamente, aunque eso implique acercarse al hombre-cangrejo, al guerrero semidesarmado. Pastor confirma entonces su sospecha: ella es una exploradora, ella no teme ser autónoma.
Ella es su enemigo natural.
—Yo soy Pastor —repite—. Mi rebaño es Cien-hombres-cangrejos. ¿Y tú?
Ella gesticula varias veces y prueba a hablar. Por fin se quita el tubo y espera. Tose, se agita, cae al suelo convulsionándose. Él la mira como la primera vez, como si estuviese viendo una hermosísima danza sobre la arena de vidrio negro. Lo ha visto una y otra vez: la muerte.
Pero ella no muere. Sus agallas se retraen, rojas, bajo su mentón. Y sus pulmones respiran por ella.
Se levanta y trastabilla. Se agacha de nuevo, las manos en el piso. Entonces responde con una voz aún menos acostumbrada a hablar que la de él:
—Yo soy Lágrima. Rastreadora del cardumen Diez-mil-mujeres-pez.
Las lágrimas son gotas que se desprenden de la masa acuosa. Pastor entiende. Ella es una solitaria. Sabe el movimiento del cardumen porque ha nacido en él, pero ya no existe en su seno.
Él conoce una soledad diferente, aunque similar; la de guiar a un grupo sin terminar jamás de pertenecer a él, pero sin poder separarse del todo del mismo. Por eso él no tiene pinza armada, por eso él no camina de lado. Igual que ella, él sabe corregir movimientos azarosos o instintivos, basándose en un pensamiento consciente, propio, individual.
—Sígueme —le dice.
Él es pastor, y guía. No conoce otra forma de existir. Él es Pastor.
Ella lo mira reticente. Una exploradora va siempre por sitios nuevos, lejos de los caminos. Él comprende que no lo seguirá dócilmente tal como lo hace su regimiento, pero lo hará porque piensa por sí misma y no necesita del cardumen.
—Ven —insiste. Y se larga a caminar. El casco bajo un brazo y el arma colgando del hombro por primera vez en muchos, muchos años.
Ella lo sigue; de a ratos agachada, de a ratos en cuatro patas. No es anfibia por naturaleza, le cuesta la playa, le cuesta el aire, le cuesta no ser sostenida en los brazos de la Madre océano. Pero se mueve con mucha agilidad, siguiendo un camino paralelo y zigzagueante respecto de Pastor.
La está guiando a una laguna. Allí ella podrá recuperarse de las heridas que la tormenta de guerra le ha infringido, y él podrá mirarla nadar en aguas poco profundas. Tenerla a mano. Restringida, pero con cierta libertad. Tal como una mascota migghala.
Él le señala un enclave entre rocas de ónix, rectas y filosas. Un espejo de aguas claras que reflejan los soles. Aguas limpias que se renuevan con la lentísima pleamar de cada semana.
Ella se adelanta, tentada por el líquido cristalino. Luego gira la cabeza y lo mira por encima del hombro, con reticencia. Ella también sabe cómo se domestica a un migghala.
Duda, pero la necesidad es más fuerte y se zambulle.
Pastor corre a sentarse sobre un negro promontorio. La figura sinuosa de la mujer-pez se vuelve aún más sinuosa en sus movimientos. Cuando nada, ella es hermosa toda entera. Tan hermosa como su boca.
El cabello es un cardumen de cintas de seda perfectamente sincronizadas, y el ámbar del traje-piel va transluciéndose —igual que su armadura al energizarse bajo los soles—. Entonces él reconoce las trazas de los músculos de la espalda por debajo de una delgadísima piel humana. Piel tatuada con las largas listas de códigos de crianza con las que se graban a los humanos mientras están en el útero de plástico.
Él también las posee. Aunque son diferentes.
La chica se aposenta sobre su vientre en un nicho rocoso con apenas unos pocos centímetros de agua. Gira la cabeza y lo mira desde el interior del líquido. Ahí están todos esos códigos, pequeños símbolos apretados y negros descendiéndole por la espalda, más y más y más.
Ella lo observa de forma extraña. Ha recogido el cabello dorado y lo ha escondido bajo el torso.
Continúa mirándolo por encima del hombro.
Pastor tiembla.
Su entrecejo se pliega aún más, está serio, está desarmado.
Comprende.
Da la orden mental y el traje comienza a colectar energía solar. Entonces su coraza también se vuelve translúcida. Pero todo lo que se puede apreciar de Pastor es un cuerpo apenas observable bajo una miríada de gusanillos blancos que se hunden en cada poro de su piel, conectándolo con la armadura ahora invisible. Una nube de filamentos blanquecinos que envuelve por completo su cuerpo.
Él no puede moverse cuando está en esta modalidad. Pero, por alguna razón, se ha expuesto así ante Lágrima, ante su enemigo natural. Tal vez sea por la dulce tristeza que siente en su compañía.
Ella gira. Expone su torso. Sus piernas abiertas no guardan secretos… Pero no hay ningún secreto que resguardar. Ni ella ni él son reproductores, y no queda ningún rastro de que su especie lo haya sido alguna vez. Él es varón por ser XY, ella es mujer por ser XX, pero no existen genitales de ningún tipo. Podrían ser del mismo sexo, podrían no serlo de ninguno.
Aun así, Pastor jamás ha visto tanta belleza.
Un trueno en la lejanía anuncia la llegada de una nueva tormenta: la miríada de naves de guerra tan abigarradas que forman nubes y alteran la atmósfera. Los soles apenas si asoman dos veces al comienzo de cada temporada-tregua: la fría y la helada.
Pastor sale de su estado de carga. El traje se vuelve brillante, todo rojo y cromo.
Lágrima emerge por completo del agua y cada poro de su piel almacena líquido. Las agallas se retraen. Ahora apenas si carraspea al utilizar sus pulmones. De pronto sus sinuosidades, inútiles como hembra pero perfectas como pez, se recubren de un ámbar furioso, cada escama rematada por un borde de bronce.
Ambos miran las grandes aguas bordadas de encajes amarillentos y sutiles: el océano tempestuoso y gris por las tropas que se arrastran o nadan por debajo. Millones de combatientes.
Ninguno de los dos se encamina hacia allí. El océano es Madre, pero Pastor hace rato que no es un niño; e intuye, por su oficio, que Lágrima ha aprendido a valerse por sí misma como una verdadera anciana del mar, a pesar de su corta vida revelada en el color de las escamas.
—Sígueme —dice él.
Y ella avanza. De a ratos agachada. De a ratos en sus dos piernas, quizás por primera vez. Pero ahora va a su lado, imitando el lamento del migghala.
Él no comprende que ella está domesticándolo, tanto como él cree domesticarla. Y menos aún entiende esa extraña expresión en el rostro de la muchacha, eso que expande su boca hasta hacerla todavía más hermosa de lo que jamás hubiera podido imaginar.
Duermen entrelazados sin saber por qué, pero hace meses que lo hacen.
Ella sigue sonriendo, y él viéndola con una tristeza reconfortante. ¿Felicidad? Lentamente el rictus de su cara se suaviza: de algo violento hasta algo melancólico. Ella dice que él es como un migghala adulto, y ésa su forma final. Que le gusta.
Él responde que desde que acepta los charcos que él le busca, ella ha dejado de ser una mujer-pez. No sabe aún si es una migghala, pero seguro que no una mujer-pez. Y Lágrima asiente pensativa y vuelve a expandir hermosamente su boca, sólo para él.
Sus vidas son ahora un caminar constante. Peregrinando por el planeta, siguiendo la bajamar y huyéndole a la lentísima pleamar; lo que les permite habitar siempre en terreno seco y lejos de las nubes de guerra. Terrenos pedregosos, volcánicos e incluso vitrificados, pero tan lejanos del rebaño como del cardumen.
Teresa P. Mira de Echeverría (Argentina, 1971).
Doctora en Filosofía, trabaja como docente universitaria e investiga acerca de la relación entre ciencia ficción, filosofía y mitología.
Es una de los fundadores del taller literario “Los clanes de luna Dickeana”.
Sus cuentos han aparecido en las revistas Próxima, Axxón, NM y Opera galáctica entre otras publicaciones.
También ha publicado artículos y ensayos en diversos medios especializados como Signos Universitarios (Año I, 2 y Año IV, 6), El hilo de Ariadna, NM y Cuasar.
Con "La trama del vacío" (aparecida en las revistas NM y Cuasar) obtuvo el 2do. accésit en la categoría Ensayo del III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (el ganador del primer premio fue Pablo Capanna).
Su cuento “Memoria” (candidato al Premio Ignotus 2013), integra la celebrada antología internacional Terra Nova publicada en España y Argentina, tanto en la versión castellana, como en la inglesa.
El cuento "Dextrógiro" fue traducido al francés dentro del proyecto que integran traductores de diversas universidades francesas, encabezados por profesores de la universidad de Poitiers, Francia; y apareció en la antología: Lectures d'Argentine —auteurs argentins du XXIe siècle—.
Su cuento "La tenue lluvia sobre los arces", integra la antología erótica de fantasía y ciencia ficción Psychopomp II: Bunny Love.
El cuento "Vidrio líquido" forma parte de la antología Tiempos Oscuros II —una visión del fantástico internacional—, dedicada a escritores argentinos.
Su cuento "Purgatorio-42" aparece en la antología Erídano, Suplemento Número 24 de Alfa Eridani.
Además, "N. Bs. As.", escrito en colaboración con su esposo, el escritor Guillermo Echeverría, forma parte de la celebrada antología Buenos Aires Próxima.
El cuento "La Terpsícore" resultó ganador de la convocatoria Alucinadas (una antología de relatos de ciencia ficción en español escritos por mujeres) e integra dicha obra junto con otras prestigiosas escritoras y editoras.
Su cuento "Máquina de mi alma" integra la Antología Steampunk. Relatos del retrofuturo, donde participan los escritores del Taller "Los Clanes de la Luna Dickeana".
En Agosto saldrá la primera antología de sus cuentos (se va a llamar: Diez variaciones sobre el amor), de temática estrictamente de ciencia ficción abordando la perspectiva de las relaciones humanas y algunas visiones queer. Y que tiene el plus de que va a estar ilustrada por grabados de una notable grabadora argentina: Inés Saubidet.