"Hay que guardarse bien de un agua silenciosa,
un perro silencioso y de un enemigo silencioso".
Proverbio judío 23
Habíamos salido de la tierra en dirección a la base marciana para los entrenamientos básicos estándar, misión que se alargaría dos años antes de partir rumbo hacia la conquista de algún otro planeta.
Aterrizamos en Marte un planeta sobreexplotado en el que aparte de las máquinas de procesamiento natural para aumentar el oxígeno de su atmósfera – que se mantenían casi milagrosamente –, y unas obsoletas instalaciones mineras carentes de los servicios básicos, nada quedaba ya. Tuvimos que acostumbrarnos de inmediato al ambiente polvoriento y difuso de bajo contenido en oxígeno.
Pronto descubrimos, para nuestra sorpresa, que no estábamos solos. Los invasores, imperceptibles e inquietantes, se convirtieron en una amenaza invisible. Ni los sensores de movimiento, calor, radiación, ni la visión nocturna de nuestros trajes servían para nada. Sentíamos cómo nos rodeaban. Se introducían por todos los rincones de nuestra nave, de nuestra mente, de nosotros, volviendo locos a los hombres que, desesperados, no sabían qué hacer para evitarlo.
Nos sometieron intangibles como el viento, pero con la fuerza de un tifón. Ante ellos toda aquella tecnología bélica, capaz de conquistar mundos hostiles, quedaba reducida a juguetes. No había lugar dónde esconderse. Nos redujeron prácticamente de inmediato. Nuestro despliegue de defensa había sido rápido; precisos nuestros ataques (según el procedimiento Standard), pero infructuosos. La señal de ayuda que emitimos ante la primera sospecha de peligro de nada nos ayudaría, meses tardarían en venir a socorrernos y dudábamos de que pudieran hacer nada que nosotros no hubiésemos intentado ya. Estábamos desolados, abatidos.
Todo el planeta se convirtió en una prisión. La arena rojiza se posada, se impregnada por doquier. Fuimos despojados de todo, incluida la ropa. El ambiente seco del planeta se tornaba fresco cuando se acercaban, una sensación que aumentaba al contacto con nuestros cuerpos. Pero aquella humedad no provenía de ellos sino de nosotros mismos. Tardábamos minutos en darnos cuenta de que absorbían el agua de nuestro organismo. La deshidratación era casi inmediata, y en cuanto el proceso daba comienzo no había vuelta atrás. Así vimos morir a muchos de los nuestros. Sus gritos aún retumban en mis oídos.
Mezcla de agua y arena, aquella maldita arena de Marte, comprendimos que nos necesitaban para vivir, ¡éramos su alimento! Pero algo sucedió. La posesión que nos acartonaba hasta convertirnos en sacos de hueso y que a punto estuvo de aniquilarnos, fue interrumpida.
Al parecer algo en nuestra fisonomía, ajeno a algunos de nosotros, les detuvo. El primero de los tatuajes que encontraron despertó tanto su interés que dejaron todo lo que estaban haciendo para rodear al Sargento levantando un tornado gigantesco alrededor suyo que incomprensiblemente no le engulló. La imagen de aquella Madonna en su espalda pareció asustarles; después llegaron los nombres de mujer; las palabras soeces; la inscripción Amor de Madre dentro de un corazón ensartado; la insignia del batallón; el rostro de ese héroe caído en la batalla de Plutón del que ya casi nadie recuerda el nombre; o la representación sensual de una pin-up de seductoras formas.
Todos los que poseíamos uno, fuimos desechados. Imposible saber el porqué. Durante días creímos habernos salvado, pero la euforia duró bien poco. Comenzaron a aparecer miembros desollados con tatuajes. Manos, brazos, piernas, incluso torsos y cuellos se convirtieron en la única señal de la nueva incursión de aquellas bestias. Señal alarmista de que habían emprendido una caza selectiva hacia nosotros.
Lo único que teníamos claro era que temían aquellos grafismos, por eso los desechaban. Entonces fue que decidimos tatuarnos todo el cuerpo. No importaba el qué, sino el hecho de no dejar ni un milímetro de nosotros sin grabar. El Brigada Madison lleva inscrito el nombre de todos y cada uno de nosotros, incluidos los muertos; uno de mis mejores amigos consiguió que alguien garabateara el retrato de su mujer e hijos; y yo tengo impresa la historia de todo esto. Aquella decisión nos salvó momentáneamente la vida. Un nuevo obstáculo reta nuestro intelecto para la supervivencia, porque sin agua no se puede vivir aquí.
Ahora estamos aprendiendo a cazar a nuestros opresores para extraerles el vital elemento. Un trabajo complicado, pero no imposible. Hemos creado unos campos de electricidad estática que son capaces de retener parte de esa arena en suspensión. Los filtros, construidos con los aislantes térmicos de nuestra nave, pueden recoger la humedad. El envoltorio externo de nuestros enemigos polvorientos, ya es nuestro.
Desde las arenas de Marte el Regimiento de Infantería Ligera de la 4ª Sección Lunar capitaneado por el Brigada Madison resistirá hasta que vengan a por nosotros. Algo que espero que ocurra antes de tatuar totalmente mi cuerpo, o de que nuestros enemigos descubran el espacio que aún queda libre sobre mi piel.
Carmen Rosa Signes U. (Castellón-España, 1963), ceramista, fotógrafa e ilustradora. Lleva escribiendo desde niña, tiene publicadas obras en páginas web, revistas digitales y blogs. Ha escrito bajo el seudónimo de Monelle. Actualmente gestiona varios blogs, relacionados con la Revista Digital miNatura y la revista digital Tiempos Oscuros que co-dirige con su esposo Ricardo Acevedo Esplugas, ambas publicaciones especializadas con los microficciones, cuentos breves y poesía del género fantástico, así como el dedicado a los certámenes de poesía y microcuento fantástico que anualmente saca la revista miNatura. Ha sido finalista de algunos certámenes de relato breve y microcuento y ejercido de jurado en concursos tanto literarios como de cerámica. También ha impartiendo talleres de fotografía, cerámica y literarios.