De unos papeles mellados por el tiempo, encontrados en un viejo desván, junto a un matraz que contenía una oxidada varilla metálica.
1
Mis brazos descansaban sobre el borde de la tinaja y la barbilla sobre mis manos. El agua caliente me cubría los tobillos. El vaho emergía de la superficie e impregnaba de humedad la espartana estancia. Fuera, tras las encaladas paredes, el frío de enero reinaba en los valles de Navarra. Madre, siempre sonriente y tierna, frotaba mi espalda con una esponja que, previamente, había utilizado con mis dos hermanos menores. Por ser diferente a ellos, era la última en bañarme. A pesar de que madre nos vigilase, alguno retornaba a nuestra particular bañera, con el agua más sucia y fría.
Sólo deseaba relajarme con las caricias, no muchas, de la esponja que difícilmente se reemplazaba por otra, ante la carestía de la época. Aquel día, un líquido fluyó de la vagina y resbaló por la cara interna de los muslos. Miré asustada: ¡Era sangre! Permanecí inmóvil, sin saber cómo reaccionar, sin saber qué me pasaba.
Recuerdo la escena, como si se me hubiera grabado con fuego en la memoria. Madre me agarró con fuerza del brazo y los rasgos de su cara se endurecieron.
—Rebeca, como te vea cerca de un hombre: ¡te pegaré una paliza! —me gritó y bajé la cabeza avergonzada, sin comprender nada de la situación.
No entendí aquel súbito enfado y la amenaza. La esponja se ensució más que nunca al limpiar la sangre y raspó la cara interna de los muslos hasta hacerlos enrojecer.
Madre puso el grito en el valle. Crecí rodeada de mis hermanos, de sus ropas, de sus gestos, porque sólo era una sucia mujer sin pecho. La experiencia, que tanto me marcó, no era más que la menstruación. Con el paso del tiempo, me enteré de que fui la causa de que mis padres se casaran con prisas, con un colchón y una bota de vino como ajuar, en plena hambruna de la guerra civil. Mis padres se conocieron en una larga cola de una tienda de racionamiento y se encandilaron el uno del otro, de aquella sonrisa que desprendía bondad, hablando durante horas de quién sabe qué.
Todo acto tiene sus consecuencias y, en aquella época, se tenían que pagar en una iglesia.
No me apetece escribir la historia, la letra apenas se entiende. Sólo son recuerdos, pero me siento mejor. Otro día seguiré y finiquitaré mi deuda. Seguramente, cuando me vuelva a acorralar el aburrimiento, así, no sucumbiré a su hipnótico poder.
2
Al atardecer, jugaba con la comba cerca de las cuadras de la casona. Aitor ya se había despertado de la siesta y merendaba con madre, sentados en un escalón de la entrada. Cuando se acercaba las siete de la tarde, me tumbaba sobre la hierba. Si vestía ropa limpia, madre me regañaba y me sentaba sobre alguna roca. Desde aquel lugar, podía vigilar la llegada de padre, que regresaba de trabajar de la cantera. Siempre seguía el mismo camino, con una hogaza de pan bajo el brazo. Las cartillas de racionamiento se quedaron en los cajones tras la segunda guerra mundial.
Si padre caminaba con la cabeza gacha, era como una especie de aviso y, sin decir nada, me alejaba y jugaba con la peonza. Si apretaba el paso, erguido y con porte elegante, me incorporaba alborozada y soltaba a los perros. Padre retozaba con Chispa y Centella, y tiraba la chápela hacia el cielo. Solía cazarla en el aire, pero algunas veces se enredaba entre las ramas de algún matorral y corría a devolvérsela.
Padre me agarraba y me tiraba sobre la hierba para hacerme cosquillas. Chispa me lamía y Centella le mordía el puño de la chaqueta. Me levantaba del suelo, estirándome del brazo y caminábamos hasta la entrada, donde saludaba a madre, Aitor y Patxi.
Cenábamos en la mesa del comedor con un mantel siempre limpio, al lado del hogar. Lo habitual era algún cocido de alubia roja o tortas de harina de maíz acompañadas de queso fundido, chistorra o tocino. Entre bocado y bocado, hablábamos de cualquier cosa que nos hubiera pasado durante el día.
Padre comía deprisa por el esfuerzo del trabajo. Con los postres, sacaba la petaca y se liaba un cigarrillo. Encendía la cerilla con los dedos, aspiraba con fuerza y expelía volutas de humo. Me emboba con los aros que entraban uno en el interior del otro y se desvanecían en el cálido ambiente del comedor. El olor del tabaco se convertía en un aroma más de la casa.
En cuanto tiraba la colilla a las brasas del hogar, subía las escaleras hasta mi habitación y me ponía el camisón con prisas. Al poco rato, entraba padre. Si ya estaba acostada, me narraba algún cuento corto y dormía feliz.
Si me entretenía, me anunciaba que me raptaría la Lamia, la terrible Lamia y me encerraría en una caverna hasta que me portara bien.
Silabeaba lentamente aquel nombre mitológico. Su voz grave retumbaba en el techo bajo de la habitación, la llama de la vela temblaba, amenazaba con apagarse. No sabía qué forma tenían las lamias, pero me aterrorizaban. Con el paso de los años, encontré diferentes versiones: unos decían que era una extraña criatura con rasgos femeninos, el cuerpo recubierto de escamas, pechos y con cuatro patas rematadas en forma de pezuñas; otros, que era una bella mujer que seducía a los hombres.
3
Adorné el sombrero de paja con las margaritas silvestres que recogí el día anterior. La ropa de la colada se secaba en el tenderete al lado del hogar. Madre doblaba algunas prendas sobre la mesa.
—¿Ya está seca? —volví a preguntar con gran ansiedad.
—Sí, qué pesada eres, hija —respondió con una sonrisa, mientras quitaba las pinzas al vestido que luciría al día siguiente.
Cuando me acosté, no pude conciliar el sueño, concentrada en la fiesta de las Erregiñe.
Es curioso, escribo mi historia sentada en el desván, tan diferente de la casa de mi infancia. La pluma surca las hojas al ritmo de la música del tocadiscos. En esta ciudad, donde vivo ahora, la ropa se puede tender al sol sin que la humedad o el mal tiempo estropee las prendas. Tampoco puedo dejar de sonreír, parezco un anuncio de los que salpican la televisión.
Madre me despertó temprano. Me subí al taburete, me quitó el camisón, y me puso el vestido y el sombrero. Cuando madre tiraba de los pliegues, escuchamos el sonido de una dulce canción en el exterior. Bajé rápidamente por las escaleras y en la puerta esperaba mi amiga Nerea, también vestida de blanco. Detrás de ella, aparecieron las Cantoras.
—Os presento: Inmaculada —Nerea señaló a la más alta— y su amiga Pilar. Ella es Rebeca.
Nos despedimos de madre. Ni siquiera pude desayunar, aunque tampoco tenía hambre por la excitación.
Las cuatro nos quedamos solas, sin saber qué hacer, caminando despacio para que el fango del suelo no manchara los vestidos que habíamos sacado del baúl del desván. La tela estaba remendada para ajustarlos a la primera hija de cada generación, pero nos sentíamos especiales por la ceremonia.
No pudo ser de otra forma. Enseguida nos olvidamos de que nuestros vestidos pudieran estropearse aún más. La pura alegría de vivir se impuso a nuestra timidez natural de no conocernos. Saltamos chillando por encima de helechos, tocones y arbustos, hasta llegar a la cima de una colina. Las casonas se divisaban en la lejanía, entre las brumas que aún no se había disuelto por la salida del sol
—¿Adónde vamos primero? —preguntó Nerea, mientras seguíamos otro camino para bajar.
—Podemos visitar el caserío abandonado —respondió Inmaculada.
—Nadie nos dará nada —exclamé. Todas me miraron extrañadas. Pilar se giró y nos paramos bajo un castaño, para trazar algún plan.
—Para que alguien nos dé algo, primero tenemos que maldecir a alguien —apuntó Inmaculada, que el año pasado ya fue Erregiñe.
Callé por cordura, no tenía ninguna experiencia en las costumbres de la fiesta. Bajamos rápidamente por la pendiente y cuando llegamos delante del primer caserío, gritamos: —Que las cenizas del infierno sepulten esta casa en el olvido de los vivos.
Nadie salió y si hubiéramos sentido algún ruido o se hubiera movido la cortina de la ventana, habríamos salido corriendo con el mismo ímpetu con que maldecimos la propiedad.
—¿Qué os parece si vamos a la casona del cura? —nos preguntó Nerea, envalentonada.
—De acuerdo —respondió Pilar—, el cura siempre da algo, muy poco, pero siempre da algo.
Tardamos poco rato en llegar y nos pusimos a cantar. El cura se asomó por el balcón. Bajó a la puerta y nos obsequió con unas monedas, arrancándonos la promesa de que asistiríamos a misa con mayor asiduidad. Nerea y yo bailamos una jota; Pilar e Inmaculada tocaron la pandereta.
Después de pasarnos por todos los caseríos, compramos una onza de chocolate y una vela.
Regresamos a casa caminando por una estrecha vereda. Los tibios rayos de sol del atardecer acariciaban nuestros cuerpos cansados. No sé quién decidió tomar ese camino o si fue el azar. Me estremecí con el rugido del viento golpeando la copa de los árboles y de los arbustos, como si tuviera vida propia o vigilara nuestros movimientos. Nos topamos con un grupo de mujeres que se taparon el rostro en cuanto nos acercamos. Hablaban en una lengua desconocida. Vestían túnicas blancas y de sus cuellos colgaba una especie de amuleto.
Una mujer se acercó, pude sentir el vaho caliente de su aliento en mi cara. Me arrebató la corona de margaritas y me indicó: —aún no puedes ser coronada.
Las mujeres se desvanecieron con la misma rapidez con que aparecieron. Con la penumbra cerniéndose sobre la claridad, con el silencio desplomándose sobre los sonidos del bosque y el latido rítmico del corazón que golpeaba mi caja torácica.
Nos alejamos con pasos rápidos, con cierto temor, sin decirnos nada porque no supimos que había pasado. Cuando nos despedimos cerca de mi casa, nos conjuramos para no comentar nada del incidente.
Ese fue el primer y último año que me vestí para la celebración de la erregiñe. No era una fiesta religiosa y la dictadura la prohibió.
4
Madre cuidaba a Patxi en casa por un fuerte resfriado. Aitor y yo nos aburríamos, y nos colamos en una fiesta de una aldea cercana. La rivalidad entre los pueblos vecinos se acrecentaba en las celebraciones, aunque si te encontrabas en algún apuro, las manos y las ayudas de todos los convecinos del valle se multiplicaban.
Guiaba a Aitor en la dirección correcta para que rompiera la piñata, con los mofletes pegoteados por las golosinas y las risas de fondo producidas por su falta de tino.
—Son extraños… —gritó una niña con voz aguda.
—¡Nos roban los caramelos! —chilló otro niño que nos reconoció.
Tomé a Aitor en brazos y salimos pitando.
—¡A por ellos! —escuché en derredor.
En el fondo, tuvimos suerte, nos lo estábamos pasando tan bien que no nos dimos cuenta de que anochecía. Nos apresuramos, pero Aitor, cansado por la frenética actividad de la tarde, se paró a descansar en un recoveco del camino.
Presenciamos como un grupo de mujeres caminaban alrededor de una fogata. El resplandor tiznaba de naranja las túnicas blancas que vestían.
Todas se pararon. La guía dio un paso, levantó los brazos y pronunció una palabra. El ambiente atrapó ese gemido gutural y se distorsionó en el silencio del bosque. Siguió el rítmico fragor de los cuerpos, el paso de los pies sobre el suelo de piedra, los brazos extendidos, sacudiéndose y retorciéndose mientras marchaban en círculos.
Aitor y yo nos quedamos pasmados. Nunca habíamos presenciado un espectáculo tan bello.
Las mujeres se pararon. Sólo se escuchaba el crepitar de la hoguera y mi respiración entrecortada. Otro gemido resonó en la lejanía y nos estremeció. Observé los ojos atónitos de Aitor. Nos pusimos en pie y corrimos impulsados por el miedo.
Cuando llegamos a casa, Patxi ya dormía y madre preparaba la cena.
Comenzó a llover. Los relámpagos recorrían la atmósfera cargada de electricidad. Aitor jugaba con el tren de madera. Esperaba el regreso de padre con la nariz pegada al cristal de la ventana, pero sólo apareció un guardia civil envuelto en su capa, entre la cortina de agua que se desplomaba del cielo. Llamó a la puerta con la aldaba y abrí. Me saludó marcialmente y madre se acercó.
—¿Qué desea?
El guardia se quitó la capucha y se aflojó el barboquejo para poder hablar con soltura. Sacó un papel de la cartera de camino y nos anunció con voz monótona: —Debo comunicarle que, en el día de hoy, su marido ha fallecido mientras manipulaba un gran bloque de piedra.
Madre cogió el papel sin inmutarse y se lo guardó en el mandil. El guardia volvió a saludar y desapareció entre la lluvia.
—¡A comer! —anunció madre.
—¿No esperamos a padre? —preguntó Aitor, extrañado.
—No, no vendrá.
—¿Por qué? Yo quiero que venga y me narre un cuento antes de irme a dormir.
—Aitor, sólo te lo diré una vez: las personas cuando envejecemos, vamos a la cantera y nos convertimos en piedra. A padre, ya le tocaba.
—No le habrá “petificado” alguna Lamia, como castigo por gritar a madre el otro día. Ahora, me tocará a mí, porque yo también le grité…
Le pegué un tortazo y nos pusimos a llorar. Madre, ya lo hacía en la alcoba.
5
Todos los recuerdos de aquellos años, de jugar al fútbol, de labrar el campo, de los juegos de infancia, de leyendas, quedaron atrás. Estudié con una beca en la facultad de derecho de Madrid, en la época en que un guardia civil acompañaba al profesor en las clases. Lo recuerdo como si estuviera aquí, con el ojo permanentemente irritado por el humo del cigarrillo; de los labios tiznados de nicotina; del tricornio calado hasta las cejas y siempre de pie.
Lo recuerdo como si estuviera a mi lado, cuando escribo estas líneas con mi mala letra. Por aquella época, tomaba apuntes, ahora, escribo mis confesiones que no sé si alguien, leerá alguna vez.
Fuera del aula, retumbaban las manifestaciones al grito de: «libertad, libertad» y las pelotas de goma disparadas por la policía. Por fin, se avecinaban cambios políticos en España. Nosotros, los estudiantes, éramos el estandarte de aquella generación del cambio.
De aquella época, guardo con especial desagrado la charla mantenida con una compañera en los retretes de la facultad. En la pared de los lavabos aparecían extraños dibujos.
—¿Qué es eso? —se me ocurrió preguntarle.
—Eso que ves dibujado: es una polla en erección, dispuesta a follar un coño.
—¡Es enorme! —exclamé, sin entender nada, sonrojada por su procaz lenguaje y le pregunté sin pensar: —¿Cómo la ocultan bajo el pantalón?
Creo que aún escucho las carcajadas y las grotescas bromas de mis compañeros de clase, cuando trascendió la conversación por los pasillos.
No estuve rodeada de mis hermanos, sino de mis gruesas gafas de miope y de libros; tanto es así que acabé la carrera con matrícula de honor, pero sólo me sirvió para trabajar en una notaría como pasante. Era otra época la que me tocó vivir, de desigualdad, de cambios más aparentes que efectivos. Las costumbres no cambian de un día para otro, así como así.
Allí, me encandiló la sonrisa tímida de un compañero que invadió mi soledad. No estaba acostumbrada a hablar, pero con Norberto era diferente. Enseguida, me cautivó su galantería. Todas las noches, me acompañaba a casa y me sentía el centro del mundo. Nunca intentó aprovecharse de mi candor, aunque deseaba que me sedujera.
Después de tres meses de cortejo, me pidió que me casara con él. Arrodillándose delante del portal y entregándome un anillo de diamantes.
Las campanas de la iglesia sonaron aquel domingo por la mañana y disfruté, otra vez, de la serena sonrisa de madre, de mis hermanos, de sus mujeres e hijos. Ellos habían aprovechado el tiempo y eran felices.
Tras la ceremonia, me tocaría a mí, pero me equivoqué.
La noche de bodas fue el inicio de mi tragedia. Mi inmaculado vestido de novia quedó rasgado por la actitud posesiva y salvaje de Norberto, con un dolor en mi vagina, partida en infinitos trozos.
Durante toda la noche, sin poder dormir, me volví a sentir sucia. Sólo que, ahora, mis pechos eran demasiado grandes. Mi marido roncaba plácidamente y ni siquiera su pene era monstruoso, como algunas veces había fantaseado en la soledad del estudio.
El tiempo pasó, siempre es así: nunca falla.
No fue fácil ejercer de esposa; el carácter de Norberto se enfrió como el hielo. Tuve que dejar el trabajo, no estaba bien visto y él ya ganaba suficiente para mantenernos a los dos con toda clase de lujos. No me importó, pesaba la conciencia social, a pesar de los cambios políticos. Tampoco deseaba vivir señalada continuamente. Volvía a estar sola en una inmensa casa, donde sólo faltaba la alegría de los niños.
Norberto una vez al mes, después de que menstruara para estar lo más limpia posible, me hacía el amor a la hora del té. Después, se lo tomaba aún caliente.
Me pasaba los meses visitando al psicólogo por llamémosle de alguna forma: «El complejo del cenicero sucio». Siempre estaba limpiando la casa y, sobre todo, los ceniceros repletos de colillas. El psicólogo me narraba en forma de metáfora, que la concavidad del cenicero simbolizaba mi vagina, el cigarrillo representaba el pene de mi marido y la ceniza, el esperma. Y así me sentía: acomplejada y sucia.
De cara al mundo exterior, Norberto se mostraba como un marido liberal, incluso me otorgó la potestad para abrir una cuenta de ahorros en un banco. Como telón de fondo, se anunciaba en todos los medios de comunicación, las primeras votaciones de la España democrática.
Todo es dolor, malas experiencias. Todo es pasado y vivencias almacenadas en la memoria, que, por desgracia, afloran en la soledad. Y me digo: para qué quiero escribir nada. Ya conozco mi propia historia.
6
Cada quince días, Norberto viajaba a los cercanos puertos de la sierra de Madrid para esquiar con los jefes, o practicar alpinismo. Comenzó con esta costumbre al poco de casarnos. Al principio, era para promocionarse y, después, según explicaba hasta la saciedad, como una buena terapia grupal para eliminar la tensión acumulada del trabajo de abogacía.
Norberto me invitó algunas veces, pero no le acompañé en ninguna de las ocasiones. Me consideraba muy patosa y me aburriría en algún aislado hotel de montaña.
Un día, todo se desencadenó. La casualidad desveló la cruel realidad. Una ambulancia, sin aviso previo, trasladó a mi marido de una cama de hospital a nuestra alcoba, con fracturas en el brazo derecho y la pierna izquierda. Sufrió una aparatosa caída mientras esquiaba.
Hasta aquí, todo era normal, dentro de lo que se puede considerar normal, pero al deshacer la maleta, encontré vestidos de mujer y abundante ropa íntima y lujuriosa. Mi sangre dejó de fluir, como si se hubiera parado mi corazón. Norberto me prohibió ese tipo de prendas y así me amonestaba en las habituales conversaciones de moralidad y buenas costumbres, hablándome del pecado de la carne y que sólo me deseaba como la madre de mis hijos.
Tomé aire, lo expelí lentamente y entré en la alcoba muy irritada. Desde la puerta, sólo pude gritarle: —¡Eres un calavera!
Norberto tumbado sobre la colcha guardaba las formas.
—¿Por qué me insultas? —me preguntó, después de una larga pausa.
—¡Eres un maldito calavera! —grité, sin apenas fuerza.
—En cuanto me cure de las fracturas, me iré para siempre —me escupió con desdén, sin ni siquiera disimular —. No aguanto follar tu cuerpo sin vida, incapaz de proporcionarme placer. ¡Cursi de mierda!
Me había sonrojado muchas veces durante mi vida, pero estaba segura de que, si me hubiera contemplado en el espejo de la cómoda, mi cara hubiera parecido un volcán punto de entrar en erupción.
—Te cuidaré hasta entonces —le gruñí entre sollozos. Me refugié en el sofá del comedor, abracé un cojín y lloré a moco tendido.
Por hoy termino, harta, las palabras me pesan. Me pesan y me liberan, como si fueran cadenas.
7
Los días siguieron pasando y mis hábitos de limpieza desaparecieron paulatinamente. Las telarañas florecían por los rincones, los pies se pegaban al suelo por el polvo acumulado, las ventanas cerradas transmitían un ambiente tétrico.
Norberto me observaba con desprecio, tumbado de costado en la cama. Yo, sentada a su lado, le evitaba, pero el muy sádico disfrutaba de la situación. Cortaba trozos de bistec y se los daba con el tenedor, pero no podía evitar que nuestras miradas se cruzaran.
—¿Sabes que sus piernas son suaves, muy suaves y me encanta acariciarlas?
Agachaba la cabeza, miraba al suelo o al armario ropero con las puertas abiertas y los cajones desordenados. No era yo, no era nadie.
—Dame otro trozo, Rebeca —y seguía observándome con esa fijeza, con ese odio interior, masticando la carne con la boca abierta y grandes aspavientos.
—¿Sabes que se perfuma su tersa piel para que la acaricie? — En ese instante, sacaba la lengua grotescamente y la movía compulsivamente.
—Dame otro trozo —me repetía, como si fuera el estribillo de una mala canción—. Y follamos con la luz encendida, como animales, y husmeamos nuestros cuerpos, nuestro sudor, nuestros sexos.
No aguantaba tanta humillación, mis lágrimas fluían a borbotones de mis ojos. Me levanté de la cama y los platos cayeron sobre el suelo.
—¡Rebeca, limpia la puta casa! Mi amante no tardará en visitarme. Espero que cocines tu mejor plato, si es que tienes alguno —me ordenó antes de salir de la habitación. Me giré y le repliqué: —No abriré la puerta a nadie, ni menos aún a tu fulana.
Noté las mejillas rojas por la tensión. Esperaba encajar alguna retahíla de insultos, paralizada en un extremo de la alcoba. No podía más, la situación era inaguantable.
—¿Estás celosa? ¿A que no lo soportas? —me gritó, con la cara totalmente constreñida.
Salí de la alcoba, pero aún podía escuchar sus provocaciones. Entré en la cocina y cerré la puerta. En la penumbra, me senté en una silla y me transporté a un momento de mi pasado. Mi nariz se inundaba de olores familiares del bosque, de los prados, de las retamas, de la lluvia. Sentí en la piel el calor de una hoguera. Revivía aquella imagen congelada de mi infancia, de mujeres trazando círculos alrededor del fuego. Me incorporé a la danza hasta que, a un gesto de la líder, paramos de bailar. Una mujer se acercó con paso ceremonial, me devolvió la corona de margaritas, totalmente ajada, y me susurró: —ya puedes ser coronada.
La imagen se desvaneció y desperté a la realidad. Las cucarachas campaban a su aire por el mármol y el suelo. Comencé a llorar, quizás ese era mi lugar como siempre me decía Norberto.
Regresé a la alcoba, más calmada. Norberto sonreía por mi cara de circunstancias.
—¿Quieres que te hable más de mi amante? —me preguntó con rudeza—. ¿O quieres que hablemos de lo mal que follas a oscuras?
—No, quiero que te vayas de esta casa, hoy mismo—expuse sin rodeos. Antes de que pudiera añadir nada más, Norberto me golpeó con el brazo escayolado y me partió el labio. Estrellé la lámpara de la mesita sobre su cabeza. Norberto se desvaneció y aproveché para atar sus extremidades a la cabecera de la cama, con alguna de las camisas desperdigadas por los rincones y la andrajosa sábana que le tapaba.
—¿Qué coño me estás haciendo? —atinó a preguntarme, cuando se desperezó.
—Quiero hacerte feliz —le contesté con una sonrisa cínica, sin inmutarme ante su estado. Norberto me había hecho padecer y, ahora, me tocaba a mí.
—Sólo seré feliz, cuando pierda de vista tu cara de niña repipi... —no acabó la frase, mis manos se aferraron a su cuello. Era una presa fácil, apenas oponía resistencia y facilitaba mi labor de estrangulamiento. Norberto se convulsionaba y sacaba la lengua. Lejos de ceder (y lo escribiré sin sonrojarme), me excitaba y, más aún, cuando noté su erección sobre mi sexo. Como si fuera un autómata, me despojé de mis bragas sucias y le cabalgué, contorneándome como si danzara al calor de la hoguera.
—¡Zorra, eres una zorra! ¡Sólo piensas en follar!
No respondí. Entorné los ojos. Por primera vez en mi vida, experimentaba placer, un intenso placer
—Ten cuidado, puedes preñarte —me advirtió con la voz quebrada.
—¡Con las veces que lo hemos intentado! ¿Cómo puede ser? —le pregunté sin terminar de creérmelo, sin parar de gemir, sin parar de gozar.
—Para no engendrar hijos contigo, utilizaba el método Ogino. Siempre fuiste una empollona, pero sólo eres una maldita raposa inculta. Mis padres me dijeron que me desheredarían, si no me casaba...
Sus frases sonaban en mi cabeza y me concentré en la música, en las notas ancestrales de aquella danza. Mi cuerpo se estremeció con el primer orgasmo de mi vida y seguí cabalgando hasta que Norberto eyaculó. Me tumbé a su lado, exhausta, disfrutando de aquel instante.
—¡Lávate, so guarra! No quiero tener un hijo tuyo —me suplicó con los ojos rojos.
Acaricié mi sexo húmedo y pegajoso, mis pechos endurecidos, los labios doloridos. Pero en vez de lavarme, me aferré otra vez a su cuello magullado, sin ningún tipo de compasión, aunque sintiese que las fuerzas le abandonasen. Sólo cedía un poco, cuando notaba que su pene se endurecía. Quería disfrutar, lo que no había disfrutado en mi vida de mojigata. Como la vez anterior, el coito fue fugaz.
Me levanté y salí de la habitación con el esperma chorreando por mi entrepierna. No me sentía sucia, nada de eso, sólo insatisfecha. No sé qué pasó aquella noche, quizás me poseyó el espíritu de alguna lamia, pero me consumía un fuego interior.
—¿Adónde vas ahora? —me preguntó con la cara convulsionada.
—A tratar de arreglar tu eyaculación precoz. Ahora mismo, sólo me sirves para una cosa —le repliqué sin inmutarme.
No tardé en regresar con una varilla metálica y un poco de mantequilla.
—¡Qué vas a hacer ahora, zorra! —gritó Norberto, retorciéndose como un poseso y temiéndose lo peor.
—En cuanto te introduzca la varilla por la uretra, la erección durará más tiempo y podré… —no pude terminar con la perorata, Norberto se desmayó por el pánico.
Deposité un cubito de hielo en cada uno de sus ojos y deslicé otro por su frente. Pasó un buen rato hasta que recobró la conciencia. Mi primera respuesta fue ahogarle y le cabalgué otra vez. Norberto aullaba de dolor por mis movimientos sincronizados y le abofeteaba para que dejara de gritar. De un embate, la varilla perforó sus intestinos y mi marido murió en mi primera noche de placer.
Desde aquel día nunca más se volvió a abrir la puerta de la alcoba y la casa permaneció limpia.
8
Hacía tiempo que no escribía. Me sentía liberada, pero tengo que darle algún final, no el que me gustaría o desearía. Sólo un final para no seguir recordando la misma historia.
Han pasado los años desde aquel episodio nefasto de mi vida y, en estos momentos, finalizo mis confesiones. No sé si para la policía que habrá registrado el desván o para algún desconocido. Si eres un lector anónimo y has aguantado hasta aquí, entenderás mi transformación y no reprobarás mi forma de proceder. Creía que los remordimientos desaparecerían con solo escribirlos, que la soledad sería mi redención, pero no ha sido así.
Después de deshacerme del cadáver con ácido sulfúrico, me entró el pánico. Sólo deseaba huir a ningún sitio. Vendí la casa, con la autorización de los padres de mi ex marido. Sabían que era una bala perdida. Cuando les conté que me había abandonado por otra, me apoyaron en todo lo que pudieron.
O eso creo. Nunca se sabe. Por si acaso, también les anuncié que abandonaba Madrid y regresaba a mi población natal, Arráyoz. Quizás tampoco les gustaba o pensarían que su hijo regresaría a sus brazos, una vez desapareciera del mapa.
Y nadie supo de mí, ni siquiera dije nada a madre o hermanos. Tuve que olvidarlo todo, alguien hubiera atado los cabos sueltos. Elegí Valencia para vivir, nunca había visto el mar y era la ocasión para comenzar una nueva vida, lejos de los recuerdos del pasado que me reconcomen.
Cuando la lamia se apodera de mí, realizo el mismo ritual: Saco del armario el apolillado vestido de boda, me coloco la corona de margaritas, destapo el matraz y me satisfago con el pene de mi marido.
Hasta hoy.
Hasta hoy que he releído la historia, presionada por los últimos acontecimientos. El Congreso de los Diputados ha sido ocupado por fuerzas militares. La televisión ha sido silenciada. A través de la pequeña ventana del desván, contemplo las calles vacías donde resuena el pesado paso de los carros de combate. Es un golpe de estado, un presente aprisionado a un pretérito que aún no ha pasado página. A pesar de todo, los fantasmas no desaparecen. Siento miedo de que todo vuelva a ser como antes, de que alguien descubra todo el mal que hice, de tantas cosas que ya no escribiré.
Quizás sólo sea un paso atrás, para saltar con más fuerza hacia delante, pero no sé adónde huir, otra maldita vez.