El despertador y el ruido de los camiones repartidores que a esa hora estacionaban pegados a mi ventana terminaron por despertarme.
De reojo y desde la cama, alcancé a leer los titulares del diario que estaba junto a mi cartera en el piso: la acostumbrada ración diaria de catástrofes, gloriosas victorias deportivas y corruptelas. Miré el reloj de la cocina: no me alcanzaría el tiempo para leerlo. Puse radio, mientras me cebaba unos mates y me vestía volando para correr al trabajo.
Aunque no presté mucha atención al locutor, oí que hablaba sobre las bajas en alguna guerra civil en un país de nombre exótico. Demasiado ruido de camiones, y ya empezaban las bocinas del tránsito.
8:30 marcó el reloj.
Salí corriendo, a tiempo de ver doblar el colectivo por Montes de Oca.
En la oficina, me esperaban un montón de expedientes para cargarlos al archivo.
Prendí la computadora. En el escritorio no apareció ningún ícono. A punto de reiniciar, vi titilar unos caracteres ámbar, que brillaron. Y se desplegó una planilla totalmente desconocida, llena de renglones, cuadros y recuadritos.
HOJA DE VIDA
PARA PODER SEGUIR REGISTRANDO LA HOJA DE SU VIDA, LLENE CADA CASILLERO.
Seguro que uno de mis compañeros había metido mano en mi trabajo. No era la primera vez que alguno de estos estúpidos contaminaba la computadora por poner un jueguito para sus horas de aburrimiento sin jefes a la vista.
Quise cortar ese programa. Pero…, ¿de dónde había salido esa planilla tan antigua? Presioné ESC. Nada. La pantalla seguía ahí:
HOJA DE VIDA
Revisé el disco duro con un detector de virus de última generación. Aparentemente limpio. Estuve unos buenos minutos toqueteando teclas de aquí y de allá, pero todo fue inútil: la pantalla no cambiaba.
Apagué la computadora y volví a encenderla: ahora sí tendrían que aparecer los íconos habituales. Inútil. La pantalla volvió a desplegar aquella HOJA DE VIDA. Presioné ENTER.
PRIMER AÑO DE VIDA.
ANTES DE CONTINUAR, COMPLETE CADA CASILLERO CON UNA X
¿A qué llamaría aquél programa "primer año de vida"? ¿Sería el primero después del nacimiento, o se contaba a partir de la concepción? Marqué X en el casillero.
TERCERA SEMANA.
ANTES DE CONTINUAR, MARQUE EL CASILLERO CON UNA X
Las manos me temblaron. ¿Por qué, de entre todas las posibilidades, tenía que marcar la Tercera Semana de vida? ¿Por qué el misterioso programa se interesaba por ese período de mi vida, y no por cualquier otro? Volví a presionar ESC. No hubo caso. Apagué de nuevo la computadora, y de los parlantes de la PC brotó una voz grave, salmodiando:
OM PADMI OM - OM PADMI OM
Y de vuelta la molesta planilla. Las letras ámbar titilaban, como si se burlaran de mis vanos intentos por escapar de ellas. Ya me estaba poniendo nerviosa.
TERCERA SEMANA...
Repitió la pantalla. El insistente OM PADMI OM, por alguna razón, me obligó a obedecer las órdenes de la computadora. Aunque mis dedos se resistían a moverse y a presionar tecla alguna. Y la voz insistió con su salmodio.
Presioné X en el casillero. Luego, ENTER.
Oscuridad. Silencio. Flotaba en un mar sin límites, en medio de la oscura nada. El aire no me llegaba ni a la nariz ni a la boca. ¿Cómo respiraba entonces en ese medio líquido? De algún modo, estaba viva. Me agité en espasmos, con movimientos nuevos y a la vez extrañamente familiares.
¿Qué es este océano?, pensé. ¿Cómo llegué aquí?
Nada perturbaba ese silencio oscuro. Y yo respiraba con regularidad y con calma.
El silencio era un envoltorio acolchado y acuoso, que se me adhería.
Lenta, muy lentamente, fui siendo consciente de que era muy muy pequeña. Ya no tenía ni pies ni manos. Era poco más que un renacuajo. A eso no podía llamarlo cuerpo. Flotaba dentro de una tenue envoltura sin tiempo.
Empecé a oír un lento y rítmico bum-bum.
Poco a poco algo cambiaba. La misma voz grave de la computadora resonó en esa oscuridad: OM PADMI OM. Entonces supe dónde estaba y qué era exactamente ese oscuro y protector mar.
Algo vino de alguna parte. Me atacó, metiéndose en cada resquicio de mi débil forma, en cada una de mis células, de mis moléculas. Temblé y temblé, como una gelatina. El tranquilo mar me aplastaba ahora. Quise gritar, quise salir de ahí, pero no fui capaz de hacer otra cosa que sacudirme en violentas convulsiones.
Abrí los ojos. La pantalla de la computadora seguía mostrando:
TERCERA SEMANA DE VIDA...
Seguía llamándome. Y yo no quería regresar a ese mar. Presentía lo que pasaría si obedecía.
Estaba por apagar la máquina, cuando la voz grave resonó en mi cerebro: OM PADMI OM. Mis dedos respondieron antes que mi conciencia: teclearon.
De nuevo estaba flotando. Ahora era un convulso revoltijo. Un puro temblor. Mientras, aquello que me había atacado, ahora dueño de mis células, lastimaba cada parte de mí. Sólo podía estremecerme, sin más defensa que la de dejarme llevar por la fiebre. Aquello me retorcía ahora en dolor.
¡Quiero salir!, grité con mi mente.
Y sentí como si mi protocuerpo se hundiese en un mar aun más tenebroso y más negro que el que me rodeaba. Esa cosa estaba haciéndome pedazos, quería terminar conmigo, desgarrarme, devorarme o destruirme. Yo empezaba a morir.
Parpadeé. La computadora volvía a estar ante mis ojos. Me miré las manos: tenía los puños apretados y los nudillos sobre el borde del teclado. El reloj pulsera marcaba 12:00. Tenía el pelo húmedo y apelmazado sobre las sienes y en la nuca. El sudor bajaba por mi espalda y se deslizaba entre mis senos. La ropa, completamente empapada, se me adhería. Como al despertar de una noche febril.
Vi por fin los íconos en pantalla.
Respiré aliviada, más relajada: ¡La extraña planilla había desaparecido! Me quité los anteojos y me restregué los párpados.
¿Anteojos? Tuve conciencia del peso de su armazón en mis dedos. ¿Desde cuándo yo usaba anteojos? Me recosté contra el respaldo de la silla.
Ya no oía la voz que salmodiara gravemente su OM PADMI OM. Pero los ruidos de la oficina tampoco eran claros: el timbre del teléfono y las conversaciones de mis compañeros sonaban extrañamente apagados. La rutina de todos los días. Nadie parecía haber notado nada.
Me acaricié los brazos: estaba viva. Y esto no era ilusión.
Sin pensarlo, me toqué las orejas. Sentí el contorno de unos audífonos. ¿Audífonos? Si yo siempre oí perfectamente.
Sentí un frío tan grande... Constaté que si bien aquello no pudo disolver mi existencia, sí pudo dejar secuelas.
Me rasqué los ojos, y miré de nuevo la pantalla: los íconos habituales seguían allí.
Vencí, quise consolarme. Después de todo, volví. Pero estaban, impresas en mi carne, las heridas de un combate invisible.
Nada había cambiado en la oficina, al menos en apariencia. La pila de expedientes seguía apilada a mi derecha, con los tildes en rojo que señalaban los que ya había ingresado.
¿Quién iba a creerme lo sucedido?
Llamé al analista de sistemas de la empresa. Él buscó y rebuscó dentro de los archivos de la computadora. Nada anormal. Nada parecido a una HOJA DE VIDA. Me miró un poco perplejo, sin entender qué me pasaba. No le insistí. Al fin y al cabo, ¿podría cambiar algo?