Su traje mimetizado no era el más adecuado para el bosque otoñal donde se encontraba. Su misión estaba clara y el éxito era la única salida del valle bosnio. Se adentró entre los árboles con pasos sigilosos y aun así, el crujir de las hojas era audible a una veintena de pasos. Su primer enemigo apareció patrullando por el sendero, lo emboscó y le fue fácil degollarlo con su cuchillo. El cuerpo inerte del serbio-bosnio calló al suelo tapizado de ocre hojarasca. El bosque lo acogió con el previo silencio de las grandes gestas. Se acercó sin más problemas al campamento enemigo. Un par de garitas lo franqueaban y una patrulla de soldados lo circundaban distraídamente. Sacó su arco, cargó una flecha explosiva y apuntó. El ulular de la saeta rompió el monótono sonido del campamento. La flor amarilla y roja de la explosión sumió en llamas la primera garita. Raudo descolgó una granada y la lanzó a la patrulla. Las voces y el crepitar de los subfusiles llenó el ambiente de ecos guerreros. Se desplazó rápido, la muerte se preparaba para la cosecha de vidas humanas. Sin más estruendo que la deflagración de una mina, el comando encontró su cuerpo disperso entre los árboles y la franja de bosque aserrada para cobijar el campamento enemigo.
Se encontraba frente al emplazamiento donde el enemigo tenía los cascos azules prisioneros. Su carta pintada y el brazalete lo identificaban como un soldado de la ONU de nacionalidad española. La garita de la derecha estaba destruida y la de la izquierda vacía. Ningún enemigo visible. Sabía que el espacio despejado de árboles estaba sembrado de minas. Se acercó cautelosamente sorteando las bombas agazapadas bajo el suelo. Atravesó la alambrada y se adentró en el cuartel enemigo. El plantón de la tienda de campaña estaba de espaldas, se aproximó a él y con un diestro tajo seccionó su tráquea. El serbio aflojó el cuerpo entre silbidos de sangre. Sacó su lanzallamas y lo apuntó a la puerta de la tienda. Las llamas devoraron la tela y los cuerpos dormidos de sus enemigos ardieron en dantescas escenas propias del averno. Se dirigió a la siguiente tienda, quemó la cara del primer soldado que apareció por ella. Los gritos de alarma pulularon a su alrededor. Descargo su lanzallamas a diestro y siniestro, mientras las balas enemigas lo envolvían. Se deshizo del depósito vació y cogió su cetme. El crepitar de su arma llenó el suelo de enemigos caídos. Tres impactos simultáneos desgarraron su cara, su visión se nubló en rojo y su caída se vio compensada por varios proyectiles serbios que hicieron blanco en su cuerpo sin vida.
Sólo la bandera española junto al símbolo de la ONU daban color a su uniforme mimetizado. Estaba en el cuartel enemigo y varias tiendas habían ardido. Reptó hasta la estructura más sólida, al llegar a su base colocó una carga explosiva y se alejo gateando; aprestó su fusil y oprimió el mecanismo de detonación a distancia. Los restos humeantes del edificio y trozos de carne sanguinolenta cayeron a su alrededor. Se levantó y disparó contra la puerta de lona de la tienda más cercana; varios hipidos interrumpidos brotaron de las gargantas de los soldados serbios heridos mortalmente. Corrió hacia el único edificio de madera indemne, sólo allí podían estar sus camaradas prisioneros. El silbido de las balas le informó de la rápida reacción de sus enemigos. Devolvió el fuego con su arma, mientras corría zigzagueando. La fortuna y una certera puntería le permitió ganar el umbral del barracón. Con un ágil culatazo destrozó el candado que guardaba la puerta. Dos granadas de mano bastaron para detener el pelotón de soldados enemigos que se acercaban corriendo.
—Compañeros, ¡salid rápido de ahí!.
Como si la voz del comando español hubiese sido la señal del fin del mundo, sobre la nave de madera se desató el infierno. Las llamas lo invadieron todo y las explosiones expulsaron los cuerpos mutilados de sus compañeros. La posterior lluvia de proyectiles acabó con su vida.
* * *
—No empieces otra partida.
El soldado miró al cabo del SERRES que le había hablado y con ambas manos se impulsó para alejar la silla del aparato de televisión.
—¡Que pronto han pasado los cuarenta minutos!
—¿Es el nuevo juego de guerra?— interpeló el soldado que acompañaba al cabo.
—Sí— respondió, mientras se levantaba de la silla.
—Pues no lo saques de la consola, que voy a jugar yo ahora.