Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

Chispa divina

Santos, Isabel

En el planeta Somhra, tuve un colapso por fallas graves, y los programadores reemplazaron mi disco de memoria. Clara me ayudó a soportar el traspaso, y el procedimiento tuvo éxito. Pude tener el espacio para seguir siendo un trabajador cibernético religioso.

Gracias a mi adicción caótica de acumulación, la conocí personalmente.   

Desde mi cubículo en el piso 128, sentía cuando Clara ponía un pie en la torre. Mis circuitos absorbían su energía. Donde estaba, ella generaba olas de sensaciones y ondas de protección anímica.

Mis usuarios eran muy curiosos. Y yo los imitaba. Me hacía las mismas preguntas que se hacían ellos. Pero no sabía nada de mi vida. No recordaba nada de mi vida. Era un experto en buscar respuestas a problemas religiosos ajenos. Y todas esas preguntas y respuestas las llevaba conmigo, y hacían que me sintiera acompañado.

Muchas veces tenía visiones, veía destellos, chispas divinas, imágenes de un viaje por el espacio. Llegaba a Somhra, a las torres inmensas dónde trabajaba.

Y lo más perturbador: seres extraños que nunca había visto, nos obligaban a subir a las torres.

Al despertar de esas visiones necesitaba que Clara me equilibrara. Le preguntaba siempre.

—¿Fui raptado? ¿Los somhranos me raptaron?

En ese momento yo nunca hubiera creído esa verdad. No estaba preparado para la verdad.

Clara me explicaba que mis alucinaciones eran resabios de viejos discos. Memorias antiguas que traían imágenes de prueba para desarrollar la empatía con los usuarios. Para aprender a hacer nuestro trabajo.

Hasta que Clara venía a visitarme, me distraía trabajando más. Otras veces salía de mi cubículo de contacto y miraba por la ventana. Intentaba llegar al ascensor. Y me preguntaba para qué. ¿A dónde iría? ¿Más arriba? ¿Más abajo? Toda la torre era igual.

Todo el planeta Somhra era igual, lo habitábamos los que atendíamos a los usuarios, los que instalaban el archivo religioso, las cuidadoras anímicas y los programadores, que dirigían todas las tareas.

Llegó un momento en que no me conformaba con seguir el protocolo de siempre. Después de tantos años de trabajo, no me podía apagar, pero tampoco podía hacer lo que hacía.

Me propuse analizar los archivos de otra manera. Tener en cuenta el primer contacto con el usuario.

El comienzo es básico. Cada uno sabe desde el principio lo que puede hacer y lo que no.

Elegí a mi usuario Mara. Ella se preguntaba una y otra vez:

—¿Estamos solos?

Yo intentaba contestarle que no. Que estaba con ella escuchándola desde Somhra. Pero ninguno de los dos podía estar satisfecho. Yo porque nunca podría verla para decírselo. Y ella porque siempre iba a pensar que mis respuestas eran ideas suyas, y no mías. Nunca podría imaginarse que yo hablaba con ella desde Somhra, que ella tenía un chip religioso instalado para comunicarse conmigo.

Había mucha actividad en su planeta. Se sospechaba de algún instalador extraviado. A veces se escapaban de Somhra. Instalaban archivos religiosos y no volvían para conectarlos con nosotros. Esos usuarios quedaban desamparados. Pensando toda la vida preguntas religiosas, sin una conexión que los guiara para darles las respuestas.

Yo volvía a mirar siempre el momento en que le habían creado el archivo religioso a Mara. Me gustaba esa escena. Tenía algo épico. Había imágenes que no me cansaba de ver. 

Quería ser un instalador, para viajar a su planeta. Ya no me alcanzaba con visualizar la zona de vuelo. Los instaladores abren los brazos y ascienden, son como aves de gran complejidad.

Desde los balcones del piso 128, yo los imitaba. Quería descartar que hubiera alguna energía de vuelo en la zona y me elevara a mí también.

Los programadores emitían un rayo desde las alturas. Captaban algo en cada uno: un poder de transformación para ascender.

A mí, con salir de Somhra, con que ese rayo me hiciera llegar al planeta donde vivía Mara, con estar cerca de Mara ya me alcanzaba.

Solo pensaba en Mara. Solo podía esperar su comunicación y mirar el primer archivo que conservaba de ella. Un día, se me ocurrió cambiar mi pantalla a modo color. Y también le puse lo que nos ordenaban sacarle siempre a todos los archivos: sonido ambiente, olores y textura. Lo hice funcionar en modo holograma. Las imágenes me rodeaban.

No pude evitar descontrolarme. Por momentos pensé que sonaría mi alarma.

¿Cómo no se me había ocurrido hacer eso antes?

Sin salir de mi cubículo, me sentía un experto en los comandos. Esa vez era yo el que despegaba. Me veía rodeado de la proyección de Clara y su amigo instalador. Juntos, en la ruta cósmica.

Silencio de voces y de imágenes, hasta que llegamos. Vi a Mara, mi usuario, navegando. Intentaba sostenerse en medio de la tormenta que habían generado Clara y el instalador.

Mara cayó al agua. Clara la sostenía a flote.

Antes de abrir el archivo religioso se comunicaron con ella. Le revelaban información sobre nosotros. ¿Sobre nosotros? Lo tenían totalmente prohibido. Lo que tenían que hacer era instalar un archivo vacío, sin información. Sólo estaba permitido que incorporaran energía religiosa dentro del archivo. Pero los usuarios no tenían que saber nada sobre el planeta Somhra.

El momento en que yo accedí a la primera pregunta religiosa de Mara vino después. Ese era el momento cero para mí, pero no el momento cero del contacto.

El holograma se apagó.

Ahora Clara estaba parada junto a mí, en Somhra, al lado de mi cubículo.

—¿Estás loco? —dijo—. Y me tocó la cabeza para calmarme.

—¿Sonó la alarma?

—Casi nos descubren —dijo Clara—. Tuve que venir para evitar una catástrofe. 

Clara puso sus manos sobre mis hombros y al mismo tiempo hizo algo en el ambiente, porque todos los otros siguieron trabajando sin mirarnos.

—Hay una sola solución—dijo—. Vendrás conmigo al planeta del usuario Mara. —Me pregunté si había oído bien—.  Allí te quedarás. Sin archivos y sin conexiones. Nadie debe saber lo que hacemos.

Una idea se apoderó de mí, y supongo que mi cara se transformó, porque Clara me dijo:

—No sabía que podían sonreír. —Y agregó—. Supongo que eso es un “Sí”.  Mejor para todos los que estamos en esto.

—Sí, sí —me apuré a decir—. Vayamos.

 

Ya en el lugar de ascenso, yo seguía preocupado. Me preguntaba cómo iban a ocultarme. Pero me dejé ir confiado: Clara estaba conmigo monitoreando todo.  Lo único que yo quería pensar era en la posibilidad de salir por primera vez de Somhra: el planeta donde había estado oprimido durante tanto tiempo.

Fue muy fácil.

—Toma mi mano —dijo su amigo instalador.

Clara me sostenía la otra.

—Me van a descubrir —dije.

Sentía que Clara me equilibraba, pero de otra manera.

Salimos sin problemas.

El rayo nos elevó y nos guió hasta el planeta de Mara.

Clara me explicó que yo podía vivir ahí. Que los trabajadores religiosos éramos seres nacidos en ese planeta. Y que nuestras capacidades cibernéticas sólo funcionaban en Somhra.

—El contenido de tu archivo fue eliminado de tu memoria —dijo el instalador—. No pueden quedar pruebas de nuestra rebelión.

—¿Nunca podré encontrar a Mara? —le pregunté, resignado.

—Quizás sí la encuentres, pero no podrás saberlo. Ya nunca más podrás saber lo que hay dentro de las mentes de los usuarios. Del usuario Mara, dejé el nombre de su archivo para que sepas que por una Mara estás en la Tierra.

 Clara y el instalador se fueron juntos. Para seguir con su rebelión en otros lugares oprimidos por los somhranos.

 

Yo me adapté a mi nueva vida. Había recuperado mi libertad y me aferré a ella.

Cada vez que conocía a una mujer con ese nombre, tenía un sobresalto. Esas cuatro letras generaban la misma intriga. ¿Sería la Mara que me había liberado de Somhra? ¿Sería la Mara que sabía, igual que yo, la verdad sobre los somhranos?