Alejandro Muir sabía que ninguna vida era plenamente satisfactoria. Ninguna existencia ofrecía la felicidad completa, no al ciento por ciento. No había individuo que por riqueza, entorno, compañía, ocupación o posición social se sintiera siempre dichoso y complacido. En algún momento, la más favorecida de las personas había de lamentar tal o cual experiencia, consecuencia de tal o cual decisión mal tomada. Alejandro lo sabía mejor que nadie.
Aunque eso a él no le afectaba.
Se encontraba de nuevo en su vida más hogareña. Ana, su novia del instituto. Una relación firme, ordenada, orientada a la creación de una familia. La opción de las responsabilidades gratificantes. Arropado por la estructura de clan, dos parentelas, la de ella numerosa, casi una tribu; la de él, el núcleo básico de siempre: su hermano, su hermana, Papá y Mamá. Llevaba en ella una semana, incapaz de cambiar por mucho que ahora no le apeteciera esta vida. Aquí siempre se sentía incómodo, agobiado por la intensidad de las obligaciones familiares, pero seguro y estable. No se atrevía a pasar a otro entorno de menos arraigo; estaba asustado y no tenía muy claro el porqué. Primero tenía que precisar los motivos de su inquietud.
El espacio a su alrededor era pequeño, confortable y todo suyo: el cubículo que le correspondía –ni hablar de un despacho propio– en la empresa familiar de Ana, un grupo local de publicidad que subsistía por los contactos del patriarca. Tradición y respetabilidad. Ya verían cómo aguantaba los nuevos tiempos. La labor de Alejandro en el grupo era casi testimonial. Ocupaba los huecos donde resultaba de una mínima utilidad. Ayudaba en la gerencia, hacía de comercial, de administrativo. Era lo suficientemente listo y tenía don de gentes como para tratar con los clientes y dejar siempre en ellos un regusto de amabilidad y satisfacción. Aunque la negociación no fuera lo suyo, se le consideraba un buen representante de los intereses y de las decisiones ya tomadas por los mayores de la empresa.
Le habían dejado solo por una reunión en la que no pintaba nada. Mejor. Quitó el sonido del móvil y se dejó resbalar por la silla hasta que su cuerpo encontró en ella un acomodo lánguido. Inspiró y expiró profundamente. Había pasado una semana, y se encontraba ya más relajado. Sin duda, el momento de pararse a pensar. Pero resultaba tan difícil escarbar en sus sensaciones. Era todo muy impreciso. Habría sido tanto mejor compartir sus cuitas con alguien, disponer de una mirada externa. Solo que no podía hablarlo con nadie porque, bueno, él… él no era normal; él era único. Pensó que lo mejor sería ir poco a poco. Repasó de nuevo su primera experiencia, cuando supo de lo que era capaz. Cuando descubrió la verdadera naturaleza del mundo.
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Se hallaba más cerca de los treinta que de los veinte años. A pesar de tratarse de un individuo moderadamente cultivado, moderadamente ingenioso, su natural falta de constancia le había hecho fracasar repetidas veces en la Universidad. Su vida laboral consistía en una continua y pesada lucha por conseguir un puesto de trabajo como funcionario no interino. En lo físico también predominaba la moderación: ni muy alto ni tampoco bajo; delgado, aunque poco atlético. Eso sí: su piel era por naturaleza bronceada, y el denso pelo prematuramente plateado distribuía y mezclaba sus canas con una regularidad atractiva. Era amable, educado, de trato fácil, rasgos agradables y ojos soñadores. Todas esas pequeñas virtudes le aseguraban un éxito tan constante como poco ruidoso con el sexo opuesto. Ese aire de buen chico atraía a mujeres que buscaban algo más que escarceos fugaces. El no corresponderlas –la falta de constancia no era exclusiva del campo académico– le apesadumbraba, aunque nunca lo suficiente como para renegar de la consecución carnal del flirteo. Alejandro Muir confundía su sentimentalismo con los buenos sentimientos, y juzgándose sensible no era otra cosa que un egocéntrico adolescente tardío; hedonista, vago y vanidoso.
Ana, su primera novia, había quedado atrás hacía muchos años. Si acaso, algún arrebato nostálgico sin mayor trascendencia: la memoria idealizada de una benigna etapa de crecimiento. Sus posteriores relaciones, iniciadas bien pasada la adolescencia, nacían ya con el peso específico de la edad adulta. La mayoría fueron irrelevantes, meros divertimentos, sobre todo para él. De ruptura rápida y poco dolorosas. Pero a medida que pasaban los años, le resultaba cada vez más difícil conjugar esa diversión irresponsable con el desamparo que vislumbraba en el horizonte de su madurez. En consecuencia, durante esa última etapa aceptaba implícitamente las pretensiones oficialistas de sus parejas. Una vez espantado el temor a la soledad, no tardaba en aburrirse y dejarse tentar por los encantos de nuevas experiencias; nuevos físicos, nuevos caracteres. Dejaba morir la relación en curso o, si tenía valor, si se encontraba demasiado agobiado, intentaba acabar con ella de modo expeditivo. “Eres un capullo”, acertaban ellas, siempre.
Hasta que volvió Vero. O hasta que, coincidiendo con ese reencuentro, la percepción subjetiva del paso del tiempo incrustó en el subconsciente de Alejandro la urgencia por la estabilidad.
Vero era una excompañera de facultad con la que había confraternizado maravillosamente durante sus primeros años universitarios. Su trato era tan agradable, sintonizaban de tal manera, que no se arriesgó a estropear las cosas pretendiendo llegar más allá de eso. Fuera de su imaginación, al menos. Ayudaba que en aquella época ella tuviera una pareja firme, y que Alejandro no captara nunca señales inequívocas por parte de la chica. Su historia académica los fue separando: ella aprobaba, él no; ella siguió con la carrera, él buscó otras opciones.
Casi una década después, coincidían de nuevo en un gimnasio del centro. Alejandro acudía allí por cercanía a su casa. Se ejercitaba exclusivamente sobre la cinta de correr para justificar el premio de una larga y placentera ducha. Ella acababa de volver de otra ciudad, había pasado por dos relaciones –incluido el largo compromiso con su novio de antaño–, y ahora cambiaba de trabajo y esperaba que de vida. Se había convertido en una ingeniera brillante, y Alejandro envidió con honestidad todo su recorrido vital. Estaba un poco más rellenita –una tendencia contra la que tocaba ya luchar, decía– pero seguía manteniendo la misma frescura, la misma apariencia radiante del Campus.
Fue como si no hubiera pasado el tiempo. Retomaron automáticamente el contacto y enseguida dieron un paso más. Alejandro no podía creer en su suerte. Estaba encantado. Vero y él se complementaban con apabullante precisión. No había duda de que ella era su chica. Lo había sido siempre.
Entonces se cruzó con Mira, o Mirabella; no le gustaba que la llamaran “Bella”. Una reunión en casa de alguien; más bien una pequeña fiesta. Vero andaba fuera de la ciudad, asuntos laborales. Alejandro acompañaba a un amigo que no quería acudir solo. Ninguno de los dos conocía a todo el mundo. Desde el primer momento, Mira fue el foco de atención masculino. Era amiga de la anfitriona, y hasta la fecha había vivido en Milán. Una beca y sus orígenes familiares la habían traído de Italia. Todos los hombres desparejados pasaron por ella intentando sacarle algo más que un par de frases. Mira los despachaba con alegre indiferencia. Tenía un atractivo cosmopolita –figura, estilo y saber estar–, poco exuberante pero que la situaba a años luz de las mujeres que Alejandro conocía. A su pesar, estaba impresionado. No pudo evitar balbucearle un intento de conversación. Más tarde sabría que su propia torpeza y falta de pretensiones habían dado en la diana de su atención.
Se volvieron a ver, en distintas casualidades orquestadas con exquisita precisión por Alejandro. Era casi una obsesión, y finalmente acabaron por liarse. Vero fue relegada por la nueva diosa, entre dudas y remordimientos: el reflejo de su vanidad pudo con la mujer real. Teniendo las circunstancias conspirando para ello, Alejandro no se habría perdonado jamás saberse capaz de obtener un trofeo como Mira, y no hacerlo.
Por supuesto la cosa no podía ir bien. Tardó muy poco en lamentar la ausencia de Vero en su vida. En realidad desde el momento en que ella dio muestras de haber superado el abandono. Entonces no pudo pensar en otra cosa. Mira ya no ejercía sobre él la misma fascinación. Y estuvo tentado: creyó ver posibilidades de retorno en la actitud de Vero para con él. Se echó atrás por no tener la seguridad; la seguridad de su perdón. Lo hizo también porque, por fin, después de esos casi treinta años que llevaba consigo mismo, empezaba a conocerse.
Y supo que si volvía otra vez con Vero acabaría añorando los modos, la sensualidad, la sofisticación, todo lo que Mira tenía y Vero no. Tanto como ahora echaba en falta las cualidades de su ex. Era un bucle, un desastre recurrente, un callejón sin salida. Ni siquiera una improbable fantasía polígama lo habría satisfecho; Alejandro era un individuo de pareja, un monógamo caprichoso en continuo vaivén.
¿Y si hacía el esfuerzo? ¿Y si sencillamente se conformaba con su elección y se dedicaba tan solo a Mira? Era una buena idea, pero tenía un defecto: puestos a conformarse, ¿por qué no hacerlo con su opción previa, Vero? ¿O con la que pudiera venir después? ¿O con las que hubo antes? Ana, Irene, Yol, la nena caniche… cualquiera de aquellas con las que nunca, en realidad, se dio la menor oportunidad. No; el bucle, su bucle –caprichoso, egoísta, desdichado… inevitable–, no admitía rotura. Lo confirmó su propio pecho, en donde, pese a todo, seguía palpitando un feroz e ilusorio anhelo por Vero.
Repentinamente, la frustración se esfumó. La cafetería donde estaba rumiando ese conocimiento adquirido de sí mismo también desapareció de su vista, y del resto de sus sentidos. Ya no había un café humeante delante de sus narices. Estaba en un barco, un ferry que cruzaba el segmento del Mediterráneo que les separaba de Denia. A su lado Vero, dormitando en la butaca. En las bodegas del barco su coche. Una pequeña escapada al sur. Nunca lo habían dejado. Alejandro se sentía feliz y se sentía asustado. El miedo le hizo volver.
Otra vez el café en su pequeña taza blanca. Mira haciendo tiempo en el trabajo, esperando que la llamara para hablar de eso que tenían que hablar. Alejandro oteó a su alrededor. Respiró profundamente, hasta tranquilizarse. Tomó el último sorbo. Sí, desde luego; ahora no quería estar aquí.
De vuelta al ferry. Suave. Con inexplicable facilidad. En su memoria –recuerdos independientes de los que conservaba de… allá donde venía– Mira no le había seguido el juego. La serie de encuentros tras la fiesta falló en el primer intento. Una casualidad, un pequeño detalle que salió justo al revés de lo que Alejandro había planeado. Su sentido del ridículo le hizo recapacitar y no volvió a perseguir a aquella inalcanzable bellezza. Justo lo que el Alejandro de allá necesitaba en aquel momento, el momento del café y el bar. Solo que el Alejandro de allá era el mismo que el Alejandro de aquí, el del ferry y la mujer sesteando a su lado. ¿Cómo era posible? Decidió no darle vueltas por el momento, y tan solo disfrutar del alivio y la ausencia de frustración. La relación con Vero era muy gratificante, y se alegró de no haberla estropeado.
Aquí.
Disfrutó mucho de esa etapa. Era feliz, e hizo feliz a Vero y a quienes les rodeaban. Se trataba de la vida que quería, sin duda, y la estuvo disfrutando plenamente. Durante tres meses. Entonces llegó el aburrimiento. Perdió el interés. Se reprodujeron los nubarrones en su ánimo. Tenía esta vida tan asimilada que casi había olvidado sus otros recuerdos. Fue echando la vista atrás –un retazo de emoción al encontrarse con su amigo y pensar ambos lo que pudo haber sido llegar a liarse con aquella chica italiana, la de la fiesta… ¿cómo se llamaba?– que fue de nuevo consciente de su existencia originaria, desde la que había saltado a esta otra. Que era la auténtica novedad, aunque después de quince semanas ya no se lo parecía.
Con cierta inseguridad intentó volver. Cambiar a su antiguo estado. Fue quererlo y encontrarse de forma súbita en una exposición de… arte, con Mira. Era una inauguración. Había músicos tocando jazz suave, y unas mesas con restos de delicatessen. Gente charlando en diferentes idiomas, y él disfrutando del momento. ¿Qué había pasado tres meses atrás? Ya recordaba, no habían llegado a hablar. ¿Para qué? De Vero no sabía nada. Simuló un tembleque: mucho mejor. ¡Ah! Era lo que necesitaba. Mira dejó su conversación al observar la sonrisa satisfecha de Alejandro. Le dio un beso en la mejilla. Qué bien estaban los dos.
Un péndulo de recorrido cada vez más corto. En eso consistieron los meses siguientes para Alejandro. De Mira a Vero y de Vero a Mira. Aguantando menos en cada ocasión. Hasta que ninguna de ambas realidades le satisfizo lo suficiente. De nuevo, volvió la vista al pasado. ¿Y aquellas otras relaciones que truncó, antes de que llegaran a nada? ¿Qué habría pasado? ¿Cómo sería su vida si hubiera actuado de otra manera? Quizás esas mujeres se habrían llegado a convertir en lo que él necesitaba, si en su día se hubiera esforzado en ello; si él hubiera estado preparado. Pensó en un caso clarísimo: Yol. Era divertida, era dulce y tenían muchísimas afinidades. La había conocido en un viaje, y la lejanía entre ambos fue su excusa cuando lo dejaron. Evocó como si fuera ayer la ocasión en que, recorriendo su tierra, entraron para refugiarse de la lluvia en un bar de pueblo. La facilidad con la que entabló conversación y compartió bromas con los abueletes y paisanos que eran sus parroquianos, todos completos desconocidos. Alejandro se enorgulleció de estar con ella. Le recorrió el pecho un calorcillo de satisfacción, y de manera espontánea se dijo: “Ésta podría ser mi mujer”. Tan rápido como llegó se espantó de su propia idea, y luchó contra la misma inaugurando el ocaso de la relación. Había demasiadas experiencias aún por vivir. Más guapas, más listas, más altas, más bajas; sencillamente distintas.
Experiencias.
El agridulce recuerdo de la chica del norte le impulsó a anhelar una realidad donde las circunstancias le hubieran hecho permanecer con ella. La encontró, y se mantuvo en ella un tiempo. Menos que con Vero y Mira. Afloraron otras antiguas ternuras. Se aburría, o agobiaba, y rescataba la siguiente. Fue saltando de una a otra, asimilando de manera natural las vivencias que su identidad había acumulado con los años en cada una de ellas. Paladeaba esos recuerdos –nuevos y a la vez viejos– y luego disfrutaba del cambio unas semanas, unos meses.
A veces volvía a Vero, o a Mira. A Yol, a Ana, a Irene. En ocasiones, desde alguna de esas existencias, exploraba otras posibilidades; se dejaba llevar con absoluta desvergüenza por pasiones caprichosas, sabiendo que al cansarse o arrepentirse podía retomar un curso de esa realidad donde no hubiera cedido al impulso.
No podía quejarse. En el aspecto sentimental por fin había encontrado el equilibrio.
Una vez asimilada y normalizada su extraordinaria facultad, es decir, cuando la estabilidad personal conseguida a base de alternar distintas existencias se convirtió para Alejandro en el estado natural de las cosas, intentó acceder a cambios más radicales. Lo había leído; aunque mal estudiante, nunca había dejado de interesarse por la ciencia y la tecnología. Y era casi de conocimiento común: en base a la mecánica cuántica se postulaba la posible existencia de infinitos universos. Infinitos. Alejandro sabía que no se trataba de una mera posibilidad. Vivía en una multiplicidad de ellos. Entonces, ¿por qué no buscar alguno en el que las cosas le fueran mejor; mejor aún? Pensaba en escenarios donde hubiera tenido éxito en los estudios, en el trabajo… o donde fuera rico, simplemente. Lotería, herencias. En una infinidad de posibilidades sólo era cuestión de encontrar las que más le satisficieran.
Nunca lo logró. No acertaba con la manera de proyectarse en esas presuntas realidades. El hecho era que accedía a sus múltiples vidas a través de una conexión emotiva, un anhelo de índole sentimental; como si las coordenadas de cada universo fueran fijadas por una especie de motor afectivo, potente e intuitivo, ubicado en su interior. Estaba convencido, sin embargo, de que debía existir alguna otra clave para moverse por entre todos los mundos posibles. El no hallarla le fue sumiendo poco a poco en una muy peculiar frustración. ¿De qué le servía poder cambiar de vidas si en cada una de ellas seguía siendo… él mismo? Sus circunstancias personales variaban, sí, pero no tanto como para hacer que la realidad circundante difiriera en exceso. Los años pasaban, y todas sus encarnaciones repetían con idéntico ritmo las pautas de una existencia insignificante; la existencia insignificante de un individuo insignificante.
Y en plena crisis –multicrisis– ocurrió algo impensable, que le cogió por completo desprevenido: uno de sus universos desapareció de su alcance. El universo donde la nena caniche –Elena, la pequeña Elena, animalesca, lujuriosa y sensible– había roto sus defensas para convertirles a ambos en una pareja sorprendentemente bien avenida. Cuando intentó acceder a él y no lo consiguió, sintió como si le hubieran amputado un miembro. Estaba tan acostumbrado a cambiar, lo hacía de forma tan natural –la ronda: así llamaba al paseo secuencial por sus múltiples realidades–, que esa única falta le causó un auténtico shock. Por supuesto Elena seguía existiendo en el resto de vidas que no compartía con ella. En la mayoría no mantenían la menor relación, aparte de algún encuentro fortuito por las calles de la ciudad (y su correspondiente saludo). Pero ese concreto rango de probabilidades, el que los había puesto a uno en manos del otro con firmeza, para no dejarlo, se había volatilizado. Ni directa ni indirectamente; no hubo forma de volver a encontrar una vida donde ellos dos fueran o hubieran sido pareja.
No podía entenderlo. Como una muela rota a la que no paraba de dar vueltas con la lengua, intentaba acceder a ella una y otra vez, al tiempo que buscaba una explicación. Y de repente lo vio. Era tan obvio. Tan, tan obvio. Sencillamente ya no estaba vivo en el universo de la nena caniche. Un accidente, una enfermedad. Una agresión, quizás. Algo a lo que el conjunto de peculiares circunstancias de esa vida le hubiera abocado. Las mismas pequeñas diferencias que entre otras cosas habían propiciado su entendimiento con la pequeña Elena. Alejandro por fin había encontrado una explicación. Pero en lugar de quedarse tranquilo, se infiltraron en su más profundo tuétano los insidiosos tentáculos de un pavor existencial.
Muerto.
Muerto.
Muerto, sí, pero él no había estado allí para enterarse; para morirse.
●●●
Estaba sudando. Recobró la postura en la silla y se desanudó la corbata. Seguía solo en su cubículo. Bueno, bueno. Le había venido bien darse esa semana de no pensar. Ahora, con calma, lo veía de otra forma. Y podía ser que no fuera para tanto: debían existir innumerables universos donde la versión de Alejandro hubiera fallecido. Incluso universos en los que no hubiera llegado a nacer. Era evidente. Pero es que resultaba tan difícil de asimilar… él había estado allí. Donde la nena caniche. Él era el mismo individuo que ahora estaba muerto, vete a saber por qué causas.
Lo que le llevó a considerar un aspecto de su peculiar modus vivendi al que no había dedicado antes el menor pensamiento.
¿Qué pasaba con él cuando él no estaba?
¿Quién, o qué era ese individuo que vivía su vida hasta que él volvía a retomarla?
Se dio cuenta de que había pasado los años ensimismado en sus angustias emocionales; que en base a ellas había llegado a aceptar –y a explotar– con naturalidad la posibilidad de saltar de una vida a otra. Pero nunca, nunca había reflexionado con profundidad en los detalles del fenómeno. Se sorprendió y volvió a sorprender de su cortedad de miras. Observó sus manos. Siete días en esta realidad. Siete días ocupando este cuerpo, que ahora sentía con reluctancia, como si no fuera suyo. Y sin embargo ahí estaban los recuerdos del mes anterior, del año pasado; de todo lo que había acontecido para Alejandro Muir en esta existencia.
Era eso.
Su consciencia viajando de vida en vida, ocupando el chasis inteligente pero vacío de sus varias encarnaciones. Un alma, un ego… infinidad de soportes; de bastidores, de monturas. Vivían según sus mismos intereses, y respondían a sus mismas motivaciones. Simulaciones perfectas de su ser. Réplicas de sí mismo interaccionado magistralmente con el entorno, autómatas ideales que él se enfundaba cuando le convenía. Raciocinio sin contenido.
¿Era eso?
No cabía otra explicación.
Sufrió un sobresalto al abrirse repentinamente las puertas de la sala de reuniones. Salieron en tropel los responsables de la empresa familiar. Hermanos, primos, asesores externos, todos cacareando animados. Alejandro los observó ocupar de nuevo el espacio vacío, dando vida a la oficina. Alguno le palmeó los hombros, haciendo algún comentario intrascendente. Qué vivos parecían todos. Individuos aislados, en realidad; incognoscibles excepto por sus acciones. Por lo que se veía desde fuera. Como cualquiera. Como…
Como él.
Volvieron los sudores. Calor en su rostro y axilas. “¿Estás bien?”, preguntó alguien.
No, no estaba bien.
Cómo saber que no estaba equivocado desde el principio. Podía no ser el único. Más aún: quizás se trataba de algo común. La capacidad de acceder a innumerables existencias, una facultad inherente a la consciencia humana. Un conocimiento no compartido, que sólo pondría en evidencia el egoísmo innato de la especie. ¿Por qué no? Cada individuo saltando en pos de su felicidad, dejando atrás robots de carne y sangre, actores mecánicos haciendo su papel sin sentirlo. Miró a su alrededor. ¿Cuántos de ellos estaban allí? ¿Cuántos completos? Se sintió ridículo. ¿Con cuántas personas reales había interaccionado de verdad? Tantas mujeres; tantas relaciones tomadas, rechazadas, vueltas a tomar. ¿Afortunado? ¡Ja! ¿Por qué no iba a ser igual para él? Sistemáticamente abandonado, ignorado por naturalezas tan egocéntricas como la suya. Solo, en realidad.
Rodeado de figurantes.
Rodeado de carcasas.