Todo comenzó con aquel perro.
Osvaldo se daba balance en el portal como era su costumbre cada tarde, cuando los González se aparecieron con el dichoso animal. Le habría sido difícil ignorar su llegada, por otra parte, su casa en las afueras del barrio se alzaba justo al lado de la de los vecinos nuevos.
Según le comentó luego la señora González a Petra, la esposa de Osvaldo, se habían mudado sobre todo por el terreno tan grande que tenía la casa. Allí podrían armar una finquita, si no para vender nada, por lo menos para el autoconsumo, ya tenían dos matas de mango y una de aguacate y pretendían sembrar algunas cosas más.
Por cierto que la señora González podría, de quererlo, muy bien pasar por señorita. Nadie sabía decir muy bien qué edad tendría. De cutis muy fino, sin una sola arruga, el pelo rubio platino le llegaba casi por la cintura. También tenía los ojos grises claros y la tez blanca como la leche… pero, sobre todo, una silueta que ya quisieran muchas modelos.
Ni una libra de más y de lo más bien distribuidas. Pese a esa obsesión por vestirse sólo de blanco que compartía con su marido y que a Osvaldo al principio lo llevó a sospechar que fueran santeros o algo así, costaba trabajo despegarle los ojos de arriba. Y eso que no se vestía descarada ni mucho menos. Nada comparable, en todo caso, a Petra en sus buenos tiempos, cuando la mulata recién llegada de Oriente tenía revuelto al barrio entero con su sandunga, sus bajichupas y sus minishorts, antes de engordar de ese modo… ni que hubiera parido diez hijos, coño.
Sí, estaba buena la vecina… ¿o sería nada más que uno siempre se fija en la vaquita nueva del corral?
En fin, volviendo al asunto canino… a Osvaldo le pareció muy bien que si los González querían dedicarse a la agricultura, de entrada se consiguieran un perro: así espantarían a los muchachos del barrio, una recua de chismosos metomentodo que a la menor oportunidad se colaban donde quiera que hubiese mangos, mameyes o lo que fuera, aunque no fuese época y hubiera cercas de alambre de púas o hasta de cemento con vidrios en lo alto.
Lo único que le extrañó un poquito es que eligieran un perro ya adulto. La gente casi siempre prefería criarlos desde cachorros; se decía que así salían más fieles. Aunque, claro, así también demoraba más en estar listo para guardián, y si uno tenía apuro…
La verdad era que él, carpintero de toda la vida hasta que se retiró, no era experto en el asunto ni mucho menos, pero este al menos tenía cierta pinta de pastor alemán. Sólo que completamente blanco. Pastor belga, tipo Groenendael, comentó un vecino, ex policía, que decía saber del asunto… y pudiera ser, ¿por qué no?
El caso es que la nariz del can era rosa pálido, casi del color de la leche recién ordeñada. Si hasta los huevos los tenía cubiertos de una pelusilla blanca.
Difícil habría sido no notarlo. El mismo día de su llegada, el puñetero animal color yogurt sin sabor entró a su jardín y cagó justo en el medio del portal… Y Osvaldo habría jurado que mirándolo de reojo con socarronería.
Temiendo que Petra, siempre tan obsesionada con la limpieza, fuera a ponerlo de vuelta y media por aquellas cagarrutas, un Osvaldo bastante encabronado se puso la camisa y fue a tocarles por primera vez a la puerta de sus nuevos vecinos.
Le abrió el señor González, de nívea guayabera y blanco pantalón. Era un tipo alto, calmado, y físicamente casi idéntico a su esposa: de cabello rubio platino y más pálido que un huevo hervido. Incluso sus ojos parecían incoloros.
Por suerte, al menos esa vez la sangre no llegó al río; el hombre no sólo escuchó pacientemente la justa queja de su vecino sino que recogió él mismo los excrementos del animalito. Aunque, por supuesto, Osvaldo no le comentó nada de la miradita casi humana del can. Sobre todo porque el señor González le prometió solemnemente que no volvería a suceder nunca nada por el estilo.
Y la verdad es que desde entonces controló bien al animal.
Quizás incluso demasiado bien, porque, de hecho, desde el día siguiente Osvaldo no volvió a ver al perro jamás. Lógicamente, pronto acabó pensando que lo de la mirada socarrona del animal se lo había imaginado él.
Aunque, claro, las cosas no terminaron ahí.
A los pocos días, el señor González en persona llevó a la casa al gato.
Ocurrió a media tarde. Osvaldo estaba en la gloria: en el portal, dándose sillón, leyendo su periódico y fumándose un buen tabaco, mientras en la cocina Petra refunfuñaba que él nunca la sacaba a ninguna parte, lo cansada que estaba de ser la esclava de aquella casa y cómo le gustaría viajar a tantos, tantos lugares, ¡le daba igual a dónde, con tal de que fuera bien lejos de allí!
En cualquier caso, Osvaldo vio perfectamente cómo González llegaba con el nuevo inquilino en una cesta. El minino también era adulto y blanco como una nubecita de verano. Y dejando aparte el tener un ojo verde y otro azul, (mejor para él, pensó Osvaldo, porque los gatos blancos y ojiazules son siempre sordos) tampoco tenía otra mácula visible.
Claro, le extrañó un poco que alguien que ya tenía un perro llevara a casa también un gato.
Pero en las semanas siguientes acabó por suponer que el can ya estaría acostumbrado desde antes a los felinos y viceversa, porque no escuchó ladridos ni maullidos, ni ningún otro ruido de los clásicos indicadores de una pelea de animales. Y eso que la casa de los nuevos vecinos y la suya casi estaban pared con pared, por culpa de una ampliación ilegal que emprendiera el anterior dueño de la actual residencia de los González, «reforma» que acabó por llevarlo a la cárcel… aunque luego nunca nadie se preocupó por corregir el desafuero urbanístico, para variar.
Si ya bastante curioso resultaba el hecho de que a los vecinos les gustasen tanto y solamente los animales albinos, ¿sería quizás por su propia palidez? ¿Por su gusto en ropas? Su curiosidad se vio todavía incrementada cuando poco después, el señor González se apareció nada más y nada menos que con pollos blancos.
Tijerona en mano, Osvaldo podaba un par de arbustos de laurel en su propio jardín cuando vio llegar al vecino con los volátiles. Los tuvo que trasladar uno a uno, porque, otra vez, eran animales adultos y por eso venían cada uno en su propia jaula. Lo único de color que resaltaba en ellos eran las crestas de un rojo tomate. Osvaldo, de buen talante pese al sudor vertido en la tarea de jardinería, o precisamente por ello, se dijo a sí mismo, pensativo, que por suerte no la tenían también blanca… o si no habría podido muy bien pensar que lo que el señor González estaba llevando a la casa eran gallinas zombis.
Y así, lentamente, la fauna descolorida en casa de los González se fue incrementando. No mucho después el cabeza de familia se apareció con doce periquitos australianos en una pajarera. Todos color nieve recién caída, por supuesto, e idénticos hasta en el mínimo detalle. Casi enseguida vino con una tortuga blanca, grande como un plato de pizza y que daba la impresión de pesar sus buenas libras, a juzgar por el esfuerzo que le costaba cargarla.
Osvaldo nunca había visto una jicotea así, pero no le pareció correcto preguntarle así de sopetón al vecino cómo la había conseguido, ni si la quería para comérsela o pensaba tenerla como mascota: sin dudas, era algo muy exótico que no se encontraba así como así a la vuelta de la esquina, y como tras el intercambio de palabras por el perro blanco, semanas atrás, no se podía decir que tuvieran precisamente confianza…
Así que lo dejó pasar, de nuevo.
Pero a la tortugona descolorida le siguió una jaba de nylon llena de peces gatos albinos, una pareja de pavorreales blancos, una pecera de plástico con media docena de raticas de laboratorio…
Y al cumplirse tres meses de la mudanza de los González, Osvaldo ya estaba medio mareado de ver entrar tantos animales blancos en casa de sus vecinos… y, lo más intrigante, jamás salir ninguno.
Al principio pensó que los matarían para comérselos. Nada raro ¿para qué, si no, se criaban bestias?
Pero qué va: la casa estaba siempre inusualmente silenciosa y tampoco se propagaba hedor alguno que pudiese delatar criaturas muertas o siquiera hacinadas.
Y el caso es que tampoco los veía jamás en el patio.
Así que llegó a pensar que los González se dedicaban al tráfico ilícito de especies albinas o algo por el estilo. ¡Y los muy malditos tenían que ser súper habilidosos! Se las arreglaban siempre para salir de los ¿valiosos? ejemplares el mismo día que los adquirían; lo mejor para evitar a los chivatos del barrio. Que, le constaba, eran unos cuantos…
Revolucionario a todo y militante del Partido desde sus ya lejanos cuarenta, henchido de deber cívico y de espontánea combatividad contra el delito y lo mal hecho, Osvaldo incluso llegó a renunciar al sueño para vigilar la casa de sus vecinos durante algunas noches.
Pero nunca advirtió el menor movimiento inusual; lo único que ganó con sus guardias voluntarias fue una bronca atómica con Petra, que lo acusó de estarle cazando la pelea a «esa perra descolorida». Porque, al cabo de algunos meses, seguían sin conocer los nombres de pila de los González, ¡para que habnlen luego del exceso de confianza entre vecinos!
La infidelidad era algo en lo que Osvaldo ni siquiera había pensado. Bueno, en honor a la verdad… no demasiado. Así que era inocente: la vecina podría estar muy bien, sí, no lo negaba… pero era demasiado delgada para su gusto. Siempre había tenido debilidad por las mujeres más envuelticas en carnes.
Vaya, mucho más como Petra que como la señora González. Aunque últimamente, en verdad, su esposa ya se hubiera ido un poco en vicio con lo de engordar…
Como último recurso para salvar su matrimonio de tantos años con la mulata y suspirando, Osvaldo le reveló todas sus sospechas sobre los tejemanejes de los vecinos y le preguntó si no le intrigaba tanto lleva-y-trae de animales blancos.
La respuesta irritada de su mujer, antes de cerrarle la puerta en la cara y ofrecerle la agradable oportunidad de apreciar durante esa noche las virtudes del viejo sofá de la sala con sus tres muelles salidos, lo preocupó bastante: Mijito, ¡mira que tú tienes la cara dura! Mejor invéntate otro cuento mejor para tu vigiladera dela rubia escuálida y desabría esa. Además ¿cuáles animales blancos? Yo también vivo aquí y no he visto ni uno…
Atónito, Osvaldo quiso creer que aquella declaración de Petra sólo se debía a que la mulata estaba tan encabronada que su cerebro se negaba a procesar la información obvia.
Así que lo intentó de nuevo en la mañana.
Pero ya desde el inicio se dio cuenta de que volver al tema no había sido buena idea.
Esta vez no hubo gritos ni acusaciones; fue mucho peor. Mientras él le replanteaba con mucho tacto a su esposa (y tratándola cariñosamente de «mími» y «amorcito», como se debe, que conste) la pregunta clave de si no encontraba bastante extraño que los González metiesen esas manadas de animales blancos en su casa y que nadie nunca viese a ninguno después, Petra lo dejó hablar cuanto quiso, pero todo el tiempo observándolo con una indescifrable expresión.
Que resultó ser nada menos que lástima; en cuanto el ex carpintero dejó de hablar, su mujer le acarició la cabeza, de repente incongruentemente cariñosa, y le sugirió que descansara más y vigilara menos a los buenos vecinos.
Y no, no le parecía nada raro que a los González les gustasen tanto los animales blancos. Ni los verdes ni los azules, que para gustos, los colores.
Después, en cuanto quiso darle muy mimosa una amitriptilina «por tu bien, pipo», Osvaldo huyó aterrado de la casa… hasta la hora de almorzar.
En los días siguientes, el enigmático tráfico de animales albinos en casa de los González continuó. Lo peor era que el único que parecía advertirlo era Osvaldo.
¿Habrían hipnotizado a Petra, aquellos malditos?
En todo caso, no sólo a ella: hizo averiguaciones discretas en la cola del pan, en el agrito particular de la esquina, ente los habituales de la cuadrilla del dominó de las cinco y entre su relevo de las seis. Indagó en el usual puñado de muchachos mataperros del barrio con sus palomas ¿no les habrán robado ninguna blanca, por casualidad?, con el mensajero de la bodega, y casi mata del susto al florero al literalmente saltarle encima a su bicicleta para preguntarle si los nuevos vecinos compraban muchas flores y de qué color ¿no serían blancas todas, eh?
Pero la única confirmación de sus sospechas fue precisamente por parte del florero: los González siempre le compraban mariposas. Y sólo mariposas.
En cuanto a todos los otros del reparto tan discretamente entrevistados, no tenían ni la más remota idea de lo que les hablaba.Son buenos vecinos, gente tranquila que no se mete en ná, repetían todos como un himno, con sonrisas flojas; ¿cinco chivos blancos…? Bueno, ellos tienen un patio grandísimo, ¿no? Entonces ¡que tengan lo que les dé la gana! Pa´ eso es su tierra ¿verdad? Osva, mi herma, ¿no te estará afectando el calor? Es que ya es tremendo para esta época del año. Mira ¿tú quieres un consejo de amigo, así, gratiñol? Mejor vete unos días con Petra pa´ la playa… les recomiendo Varadero, que es como otro país, y ¿no está diciendo ella siempre que quiere viajar? O mejor entoavía, dale tú solo una quincena pa´ casa de tu hermana, así refrescas el moroco y de paso tumbas de una buena vez esa muela bizca tuya de los bichos blancos de los vecinos…
Por supuesto, al arrojar su encuesta de ciudadano con conciencia tales resultados, Osvaldo no podía ni pensar en irse a ninguna playa con la mulata, ni solo y así como así a casa de su hermana. Y menos en «tumbar esa muela bizca». Más que roerlo, la intriga ya lo masticaba hasta la cintura.
No podía dormir de tanto aguzar el oído cada noche, pegando incluso un vaso a la pared divisoria de su cuarto con la casa de los nuevos vecinos. Se preguntaba y se volvía a preguntar qué rayos harían los González con todos aquellos animales, en por qué no los veía ni los escuchaba, ni había hedor en su finca.
Porque si los mataban, algo debía olerse… ¿quizás los enterraban en el terreno detrás de la casa? Después de todo, él siempre había vigilado el frente de la casa. Nunca el patio…
Carajo. ¿Sería el patio?
Montó guardia sobre el trocito de tierra de marras por toda una semana, pero así tampoco se esclareció el asunto. Petra estaba cada vez más preocupada, al verlo con ojeras, atontado, con la piel pálida y sin apetito, por muchas exquisiteces que se desviviera en cocinarle. Te estás poniendo tan blanco como los vecinos, pipo, le comentó un día, y Osvaldo tuvo un extraño ataque de nervios, donde vociferó que él no era un animal blanco y que, de serlo, jamás iría a casa de los González a que se lo comieran.
El resultado fue que Petra, ex campeona panamericana de los 65 kg en sus buenos tiempos, optó por trabarlo en una creativa llave de judo para obligarlo así a tomarse la dichosa amitriptilina, que hizo lo suyo poniéndolo a dormir por doce horas.
Cuando Osvaldo hubo superado un poco el sopor del fármaco, su mente sólo procesaba una idea: aquello no podía seguir así. Si no quedaba otra, tendría que entrar en la casa de los González y acusarlos directamente. Aunque no tuviese pruebas, sus convicciones revolucionarias serían suficientes para…
¿Para qué?
Que el diablo se lo llevara si sabía para qué. Todavía no pensaba con mucha claridad, pero el caso fue que cuando volvió a parpadear y caer en la realidad, ya estaba parado frente a la puerta de sus vecinos, hirviendo de justo fervor cívico, con el dedo índice en alto, apuntando al timbre.
Pero no llegó a tocar el botón.
Inexplicablemente, la puerta se abrió para él.
Aunque no sola, porque sosteniéndola estaba el sonriente señor González.
*****
—Pase y siéntese, Osvaldo… ya habíamos notado su notable resistencia al campo hipnótico. El único del barrio, todo un fenómeno estadístico. Pero tardó usted un par de horas más de lo que calculamos—fue su amable frase de recibimiento, que dejó a Osvaldo literalmente sin palabras.
Al trasponer el umbral que tan amablemente le franqueaba el anfitrión, un curioso cosquilleo lo colmó, naciendo de su cabeza y extendiéndosele por todo el cuerpo acto seguido. Aunque estaba demasiado concentrado en captar el entorno como para prestarle mucha atención a aquel escozor, que por otro lado desapareció casi de inmediato.
Aunque aquella era la primera vez que entraba en la casa de los González, no le sorprendió demasiado constatar que la sala, y por lo que podía ver a través de la puerta, también el resto del inmueble, era tan blanco y descolorido como sus dueños.
—¿Campo… hiponótico? ¿fenómeno… establístico? ¿Calcu… lamos? ¿Quiénes? ¿Quiénes son ustedes y qué quieren?—logró balbucear al fin, mientras se dejaba caer más que se sentaba en una amplia y nívea poltrona—. ¿Qué coño tienen ustedes en contra de los colores, para empezar?—continuó, ya más repuesto del asombro inicial, y blandiendo el índice como un húsar blandiría su sable, tras ponerse de pie al cabo de varios intentos fallidos por adoptar aquella postura erecta de probada superioridad evolutiva y moral.
Cuyo efecto, por cierto, resultó algo disminuido por el desagradable hecho de que el señor González le sacara su buena cabeza de estatura a su iracundo visitante.
—Cálmese, Osvaldo—siguió sonriendo el casi albino, al tiempo que muy calmado, renunciaba a la injusta ventaja de su superior altura para sentarse en otra butaca tan blanca como todo en su casa—. Y, como tenemos tiempo… ante todo ¿no sería mejor si, para empezar, le contesto una pregunta a la vez? Nosotros… nosotros somos el equipo que opera esta… llamémosle estación de relevo interdimensional.
—¿Estación… de relevo… interdimensional? —repitió Osvaldo, sin entender demasiado, aunque tampoco le sonó muy bien ninguno de los 3 términos—.Y antes dijo campo no-sé-qué y fenómeno qué-sé-yo-cuánto. ¿Quiere decir espías, radares, escuchas del enemigo y todo eso? ¿Y lo confiesa así de entrada, tan fácil, entonces? —añadió, tratando de disimular su decepción.
Realmente, esperaba más reticencia por parte del delincuente; empezar, así de sopetón, con una confesión completa, como mínimo rebajaría bastante sus méritos como detective…
—Qué espías ni qué enemigo. Ustedes los humanos en general, y los cubanos en particular, siempre con su paranoia —el señor González hizo un vago gesto impaciente en el aire—. Supongo que le dispararían un misil antiaéreo a un ángel sin dudar un instante, si tuviera la mala suerte de aparecer en sus radares.
La alusión hizo nacer una sospecha incómoda en el cerebro materialista del ex carpintero. Tragó en seco y por un momento pensó en callarse. Pero acto seguido cambió de idea: si después de todo ya habían venido a Cuba tres Papas… y cosas más raras se habían visto...
—Entonces ¿son ángeles? —dijo casi tímidamente, volviendo a sentarse, muy atento a cualquier respuesta.
Pero el señor González sólo lo miró un instante, asombrado, y luego soltó una carcajada. Breve y educada, como de quien no quiere ofender la algo dudosa inteligencia de su interlocutor.
—No, Osvaldo —le explicó pacientemente—. No somos agentes de la CIA, ni ángeles. Ni siquiera somos extraterrestres… bueno, en rigor, sí lo somos, pero antes que ser de otro planeta, somos de otro… universo.
—Invasores, o infiltrados ilegales, de cualquier manera —acotó triunfal Osvaldo—. Seguro que ni siquiera sacaron visa turística ¿a que no?
—No la necesitamos. Tampoco vinimos para quedarnos. Somos… viajeros en tránsito, más bien —le corrigió el señor González—. Es que su planeta, su universo, no nos interesa por sí mismo de modo especial. Pero da la casualidad de que ocupa un sitio crucial en la intersección de ultraplanos del multiver… —por un instante pareció ruborizarse y volvió a sonreír—. Disculpe, se lo diré en términos más simples para que pueda seguirme; su realidad es como un nodo ferroviario, un cruce de carreteras o un aeropuerto internacional: hay muchas… rutas que llegan y salen de aquí.
—Tráfico ilegal de inmigrantes, entonces —porfió Osvaldo—. O de no sé qué otra cosa. Drogas, seguro…
—Y, bueno… en cierto modo —aceptó suspirando el señor González, tras mirarlo de hito en hito como si le hubieran salido cuernos o cosa por el estilo—. Ah, y le informo que hay varios puntos similares en el globo, no crea que este de La Habana es el único.
—A menudo basta con tirar de una punta de la madeja para revelar toda la red. Y con neutralizar ciertas partes clave para que todo el conjunto se desarticule —repitió Osvaldo algo que había escuchado en un Tras la huella ¿o era CSI Las Vegas?, tratando de sonar enterado, competente y amenazador…
Pero no demasiado; el señor González, aunque delgado, era bastante más alto que él, después de todo. Además ¿y si estaba entrenado en algún arte marcial extraña? Trató de refrescar mentalmente la defensa personal que le enseñaran en la previa del Servicio Militar… sin mucho éxito ¡hacía ya tanto tiempo de aquello! Cuando la Zafra de los Diez Millones, como mínimo. Y nunca fue muy bueno, tampoco.
—Supongo que el condicionamiento es demasiado fuerte. Simplemente, no pueden dejar de verlo todo en esos términos —se resignó de nuevo el señor González, encogiéndose de hombros—. Pero, en fin… la clave del asunto es que cada… nodo tiene ciertas características muy particulares. Digamos, longitudes de onda prohibidas. Para los siete nodos de esta, su Tierra, es el color. Nada que no sea casi por completo blanco puede salir de aquí sin un gran despliegue de energía que, sinceramente, preferimos evitar.
—¿Salir hacia dónde? —preguntó Osvaldo guiñando un ojo como para dar la impresión de que entendía muy bien de que le estaba hablando, aunque la verdad es que ni puñetera idea ¿estaciones de relevo? ¿Nodos? ¿Longitudes de onda? Seguía sonando a radistas de la CIA infiltrados, como en En silencio ha tenido que ser… ¿o serían salidas ilegales, balseros, cigarretas y eso?
—Ahora tampoco es lo que piensa. Salir hacia otras realidades —dijo paciente el señor González—. Así que, bueno… la cuestión es que, aunque para la estancia de nuestras… entidades, en este planeta podríamos escoger cualquier envoltura corporal viva, por razones puramente logísticas preferimos transferirnos también a receptores blancos. Claro, se necesitan animales de cierto nivel neuronal mínimo para albergar una conciencia, incluso por algunos minutos… por eso no sirven amebas ni insectos, aunque le confieso que tenemos muchas expectativas con nuestros más recientes experimentos con colonias de termitas… pero fuera de eso, basta con una correspondencia muy aproximada de los índices de masa corporal para servir como hospedero temporal.
—Ah, claro… basta con una correspondencia aproximada de la masa; si usted lo dice —asintió Osvaldo, ¿qué otra cosa podía hacer? Y acto seguido, sintiéndose muy orgulloso de sí mismo, añadió—. Y con los animales blancos ¿qué pasa entonces? ¿Por qué no queda nada cuando… cuando hacen lo que hagan con ellos?
—No puede quedar; cuando la conciencia prosigue su viaje hacia otra realidad… digamos que su hospedero material se desintegra sin dejar rastros —declaró muy docto el señor González—. Masa convertida completamente en energía ¿entiende? La ecuación de Einstein.
—Claro… Einstein, cómo no —trató de sonar completamente convencido el ex carpintero, y mientras se levantaba con toda la naturalidad de la que fue capaz, agregó, mirando de reojo al señor González—: Bueno, querido vecino… lamento de corazón este malentendido, pero ahora que me ha aclarado todo de ese modo tan convincente, creo que puedo regresar a mi casa tan tranquilo...
—Por supuesto —sonrió el señor González, sin hacer el menor ademán para detenerlo—. Pero antes ¿qué tal si me repite todo lo que le dije?
Osvaldo tragó en seco, respiró profundo y para su sorpresa, comenzó a decir de carretilla:
—El plan de pesca de agua dulce de la provincia de Las Tunas para 1991 fue fijado en 400 000 toneladas, comprendiendo las capturas de tilapia, tenca, carpa y amura. En este estimado no se incluyen las tilapias en proceso de aclimatación al agua salobre de los manglares ni los recientemente introducidos peces gato híbridos… —al fin calló, confuso.
¿Qué coño era aquello? ¿Pesca de agua dulce, en Las Tunas? Si él nunca había trabajado en la pesca, ni ido más allá de Santa Clara.
Miró al señor González, entre sorprendido y preocupado.
—¿Campo… hiponótico? —preguntó.
—En efecto, y lo siento de veras —se excusó su anfitrión—, pero tenemos que tomar nuestras medidas de seguridad. Esta operación, después de todo, se supone más o menos secreta para todos los… gobiernos locales. Evita complicaciones… Así que, para curarnos en salud, como dicen ustedes, cuando atravesó el umbral, que en realidad es un superinductor de campo, cambiamos… ciertos detalles en su neurología. Cada vez que trate de contarle a alguien lo que le revelé, el resultado será como acaba de experimentar.
—¿Siempre hablaré de pesca? —se preocupó Osvaldo—. Porque nunca me gustó mucho el pescado. Si acaso, los mariscos…
—No, cada vez será un tema distinto —lo tranquilizó el señor González, casi dolido—. Béisbol, el transporte, lo mala que está la cosa, dominó… los usuales. Pero para su personal alivio, le doy mi más solemne palabra de que ninguna de nuestras actividades aquí perjudica en lo más mínimo a su país o a su especie —sonrió nuevamente—. Incluso estos cuerpos, el mío y del… la señora González; le doy mi palabra que no fueron robados a ningún humano vivo o muerto, sino sintetizados de modo completamente seguro, aunque lo bastante sofisticado como para poder rebasar cualquier examen físico o incluso autopsia sin revelar su origen estrictamente no humano. Tienen huellas digitales, apéndice y todos esos anacronismos inútiles, ya sabe…
—Bueno, pues me alegro por ustedes —señaló Osvaldo, por decir algo—, entonces ¿eso es todo? Si entendí bien, me dejan ir así de fácil porque no podré contarle nada a nadie; cada vez que lo intente empezaré a hablar cáscaras de piña ¿no?
—No, no es todo —dijo casi con alegría el señor González—.No evolucionamos a partir de ancestros predadores… ni siquiera ocasionales, como sus antepasados primates. Así que… no somos agresivos. Nuestra política empresarial tampoco es intimidatoria, ni punitiva… básicamente, tratamos de causar buena impresión en la población local, colectiva e individualmente, si no queda más remedio que revelar nuestra presencia a algunos. Por lo tanto… estoy autorizado a ofrecerle algún tipo de compensación por sus… molestias. Todo lo valiosa que quiera. Pero siempre dentro de los servicios que ofrece la estación, claro…
—Qué ¿me van a regalar un perro blanco? —se burló Osvaldo—. No, gracias. Y tampoco quiero un gato.
—Osvaldo ¿nunca ha querido viajar? —le dijo de pronto el señor González, con la misma sonrisa que usaría el diablo para tratar de comprar el alma de un pecador.
—Ná… me gusta mi país, y en Cuba, como La Habana no hay otro pueblo —dijo Osvaldo, interiormente muy orgulloso de su condición de capitalino por nacimiento… y de su integridad: podrían enredarle la lengua con sus brujerías hiponóticas extraterrestres, sí, pero ¡no iban a comprar tan fácilmente a un verdadero revolucionario como siempre había él sido!
—Osvaldo, le aclaro que mi… esposo no se refiere precisamente a otros países —la voz de la señora González, que apareció en ese momento desde la cocina, sorprendió al visitante—. Le estamos proponiendo otros mundos, otras realidades, otras dimensiones…
Y en ese momento Osvaldo, que se había quedado sin habla detallando a la recién llegada ¡qué bien le quedaba a la muy condená aquel vestidito entallado color nieve! ¡Ni Petra en sus mejores tiempos con sus minishorts, caray! tuvo una inspiración genial:
—Pues, si de compensaciones valiosas hablamos —hizo hincapié en el plural, evitando a duras penas babearse ante los níveos y largos muslos de la anfitriona—. Tengo una idea. Creo que sé a quién podría interesarle de verdad eso de los viajes… aunque, por supuesto, para mí todavía quisiera otra cosa. Un poquito distinta, pero que a ustedes tampoco les costaría demasiado… supongo —y guiñó un ojo con picardía al matrimonio.
*****
Dándose balance en el portal, como cada tarde, Osvaldo vio pasar al señor y la señora González. Los vecinos lo saludaron casi con afecto: caminaban rápidamente, tirando ambos de una cuerda en cuyo otro extremo trotaba juguetona una nívea yegua de al menos dos años.
Osvaldo no pudo menos que preguntarse qué clase de turista estarían esperando ahora los encargados de la estación de relevo. Por supuesto se alegró de no tener que saber nunca a qué se parecería el viajero en cuestión: aquel caballo blanco era, con mucho, el animal más grande que hasta ahora habían traído a la finca.
Incluso más grande que la ternerita con la que se habían aparecido los solícitos vecinos el día antes de que él al fin pudiera regalarle a Petra su sueño más querido: una gira por el mundo.
O más bien, por los mundos…
Otros mundos, y mientras más lejanos, mejor.
¿Regresaría alguna vez, su mulata?
Bueno, según los González, las realidades eran casi infinitas, así que probablemente, si lo hacía, no sería muy pronto.
Y no es que él tuviese apuro por verla regresar, precisamente…
Ni siquiera aunque los viajes la hicieran bajar un poquito de peso, por cierto.
—Pipo, ya está el café —anunció una voz musical desde dentro de la sala de la casa, y al segundo siguiente salió, descalza y contoneando las caderas apenas enfundadas en el breve short blanco de jean desflecado, una belleza casi adolescente. Un tope igual de níveo y ceñido cubría apenas los rotundos pechos de la muchacha (sin sostén, como bien se apreciaba por transparencia del fino tejido), que portaba en una mano un platico con una humeante taza del néctar negro, mientras que en la otra sostenía un habano y un encendedor—. ¿Te lo prendo, mi chini? —inquirió, entre solícita y juguetona.
—Deja, mimi, me gusta más hacerlo yo mismo. Mejor ven y dame un besito —respondió Osvaldo, tendiendo los brazos hacia la esbelta jovencita.
Sí, esa gente sabía hacer las cosas, pensó, disfrutando el suave olor de la epidermis juvenil de la pizpireta rubita. Aquella niña estaba hecha a mano, justo como se la había recomendado el doctor.
Sonrió, feliz, mientras su lengua se entrelazaba con la de la muchacha: seguro que todo el mundo estaba comentando la suerte que había tenido ¡mira que, apenas tres días después de perderse la malagradecida de Petra, llegar una sobrina de los González a vivir con el matrimonio… y encapricharse nada menos que con un ocambo como él!
¡Con tanto muchacho y ya no tan muchacho que se bebía los vientos por la condená! Que estaba muy buena, la verdad… si a uno le gustaban bien blancuzas y con el pelo tan rubio que casi parecían canas, claro.