Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

Bisturí

Florencía Rodriguez, María

Gregorio abrió los ojos. Su respiración era agitada. Se encontraba de pie en medio de una sala iluminada, y sin mirar mucho a su alrededor, sólo tuvo una cosa clara desde el primer momento: tenía que sobrevivir. 

 

Defenderse era prioridad. Observó lo que tenía más cerca; mesitas con ruedas, una blanca y precaria cama en frente suyo. Sin hacer caso al panorama, o a los sonidos que estaba comenzando a escuchar, supo que estaba en algo parecido a una sala de internación general de un hospital.

 

Los sonidos que llegaban a sus oídos comenzaron a tomar forma; eran voces humanas, pero no llegaban a articular palabras, sólo ruidos. 

 

Todo ocurría rápidamente. En milésimas de segundo parecía que a Gregorio se le iba la vida. Miró hacia la derecha e izquierda, y entonces los vio: infectados. El lugar estaba lleno de ellos.

 

Como en una pesadilla, de todas las camas a su alrededor, que eran unas cuarenta, se levantaban infectados en sus batines blancos amarillentos, todos con una edad avanzada, emitiendo sonidos de ultratumba y acercándose lentamente a Gregorio. El olor que emergía de la masa de seres contaminados, infectos, mezclaba orín con suciedad, formol y podredumbre. Al observar sus bocas, podía distinguir desde esa distancia (la cual era solo un par de metros) que tenían dientes amarillentos, amarronados, asquerosos.

 

Sin dudarlo ni un segundo más, con un pavor desmesurado y estremeciéndose con la sola idea de que los infectados lo alcanzasen, Gregorio tomó lo que tenía más a mano: un soporte hospitalario de suero.

 

Resonaban en su cerebro las voces agónicas de los infectados acercándose a donde él se encontraba, lentamente pero en masa, justo al medio de la sala de internación. El hombre no sabía por qué, pero él no se encontraba en el estado de esos seres, y apenas si llegaba a la mitad de la edad que aparentaban las “personas” que seguían aproximándose…

 

Y entonces estos individuos inmundos comenzaron a abalanzarse hacia Gregorio. Con terror, el sujeto comenzó a golpear a todos los que se encontraban cerca. Entre sonidos de voces sin modular, batió el soporte de suero caóticamente, aporreando a esos viejos olorosos, infectos, y antinaturales. Pero cuando se dio cuenta de que la ola de aproximadamente cuarenta vejestorios era demasiado para él, buscó con la mirada, a velocidad, algo que pudiera servirle para defenderse, pero defenderse en serio.

 

Entonces, levantando el cuello al tiempo que no dejaba de golpear a cuanto infectado se le acercara, divisó en el extremo de la sala una bandeja con instrumental quirúrgico abandonada. Un brillo prometedor dio paso al descubrimiento de que allí, esperándolo para salvar su vida, se encontraban un mango con hoja de bisturí del número 24. Sin preguntarse por qué sabía esa información específica, se abrió paso entre la horda de infectados, zurrando a todos los que se interponían entre su salvación y él.

 

Cuando llegó al bisturí, sin vacilaciones, lo tomó con firmeza y, gritando frenéticamente para descargar las tensiones, comenzó a cortar yugulares a diestra y siniestra. La sangre caliente de los infectados comenzó a salpicar todo, la bandeja de instrumental, a otros infectados, el piso, las camas, la bata blanca de Gregorio.

 

—¡Doctor Gregorio! ¿Qué está haciendo? ¡Está loco! —vociferó con terror una voz femenina.

 

Una enfermera había entrado para encontrarse a todo el pabellón de ancianos en recuperación de Covid-19 teñido de sangre, con casi la mitad de los pacientes muertos, otros tantos agonizando, y algunos pocos magullados que se habían refugiado en el fondo comenzaban a modular sus voces en la mente de Gregorio, quien empezaba a oír palabras… empezaba a escuchar cómo ellos contaban que el doctor estaba caminando por la sala, haciendo la revisación matutina, cuando se quedó quieto unos minutos y de repente se puso hecho un demente, repitiendo la palabra “infectados” como un poseso.

 

Mientras la policía se llevaba a un aún confundido Gregorio, sus colegas desaprobaron el hecho de que los hicieran seguir trabajando sin dormir por días por culpa de ese maldito virus. El pobre doctor llevaba 96 horas sin dejar de trabajar, sin pegar un ojo. Al parecer, la falta de sueño les afectaba más de lo que todos pensaban.