Las noches en La Habana Vieja siempre son ruidosas. Cada cohete portador sacude las viejas rocas de los edificios medio hundidos. Los canales de agua negra, que corren por las antiguas calles, se iluminan con los destellos del oxígeno y el hidrógeno en combustión. El agua mezclada con petróleo de los viejos cargueros soviéticos vibra y se agita con cada despegue. Como bengalas gigantes, los protón II iluminan la parte vieja de la ciudad en cada salida. Hieren el cielo de La Habana Autónoma y se pierden en el cosmos monopolizado por los rusos.
Allá arriba están las estaciones espaciales, los satélites con ojivas nucleares, los servidores de la Red Neural Global, el Russian way of life, como dicen los balseros de La Florida. Inmigrantes ilegales que duermen en los pasillos del Almejeira y trabajan en las plataformas de Underguater por cuatro kopec. Todo por la esperanza de montarse en uno de esos y llegar a la estación Romanenko. O a cualquier otra. Toda una vida de esfuerzos por ser como los rusos.
Un tavarish más.
Pero tú sabes bien que ese, más que un sueño es un espejismo. Que los rusos nunca tratan a nadie como un igual. Que terminas siendo otro inmigrante en otra parte. Otro extranjero en tierra extraña.
Tú también caíste víctima de aquel espejismo. Vivías en una ciudad en el caos, después de un ciclón que inundó todo y puso a caerse a tiros a todo el mundo. Te fuiste para arriba y no miraste atrás.
Ahora el caos está organizado. Hay abakuás pacificando Viejo Alamar, Santeros en el Centro y Babalawos en el Vedado. Inversionistas de corporaciones religiosas en Miramar y la FULHA que vigila desde la vieja fortaleza de la Cabaña. FULHA, la fuerza emergente que intentó hacer función de ejército, policía y gobierno. Pero solo se volvió una fuerza más que lucha en medio de la anarquía. Nadie manda en La Habana. No hay orden en esta ciudad. Pero, al menos, hay menos caos.
Y volviste.
No en busca del orden o del caos.
Volviste porque no te quedó más remedio.
Porque no se está mejor en otro lugar que en casa. Y La Habana, aunque sea un infierno, es tu casa.
Bajaste en una de las pocas cápsulas de aterrizaje que quedan. Caíste en la bahía de Puertohabana gracias a la buena puntería de tus tavarish rusos. Te rescataron los de la Fuerza Marítima Costera. La última vez que supiste de ellos eran una unidad especial de la FULHA. Ahora, ya ni sabes.
La cigarreta de la FMC zigzagueó por las calles de La Habana Vieja Hundida hasta llegar a la Catedral. Allí, en el muelle del cosmódromo te dejaron en manos de los tipos de la aduana rusa. Ellos terminaron los papeles y te propusieron una lancha hasta Underguater o el Vedado. Les dijiste que no.
Estás legal ahora en La Habana Autónoma. Cuando te fuiste, apenas eras un ciudadano de Cuba. Ahora, tienes un pasaporte ruso que te permite entrar y salir de esta ciudad estado que ya apenas reconoces.
Miras el mar, los edificios hundidos, el petróleo que crea una capa que se mueve a la par del agua.
—Le busco un taxi, compañero.
—Con un botero que me lleve a Cayo Hueso Hundido será suficiente —dices mientras le das un rublo al empleado del cosmódromo que descansa sobre la vieja catedral—, y no me llames compañero. Por favor.
Tomas una lancha de motor de veinte pesos. Atraviesas los estrechos canales de Underguater hasta llegar a Cayo Hueso Hundido. Buscas una dirección. La encuentras. Le dejas un rublo al botero. Te dice que no tiene vuelto. Le respondes de mala gana que no lo necesitas.
Subes al edificio por la escalera a medio hundir. Las casas habitables empiezan a partir del tercer piso. Recuerdas el lugar.
Demasiado bien.
En el entrepiso hay cinco muchachos. Están en camiseta, llevan revólveres en la cintura y huelen a vodka barato. Chiquillos del barrio que sueñan convertirse en aseres famosos. Guarda-espaldas de estrellas porno de los estudios de la Vieja UCI o trabajando para los santeros de Centro Habana. Todos quieren ser triunfadores y ricos de la forma más mediocre y mezquina posible.
Notas que el barrio no ha cambiado.
Pasas entre ellos sin hacerles el menor caso. Uno, el que parece el líder, te cierra el paso.
—Para pasar por aquí, hay que pagar un peaje, tío.
—¿Y por qué habría de pagarte dinero a ti, sobrino? No veo que hagas nada que te haga merecedor de un solo kopec.
—El problema está en lo que te haré si no me pagas.
Los demás ríen. Para ti es solo volver al viejo barrio.
—¿Tú mamá sabe que estás aquí? Mejor vuelve a casa, sobrino. Antes que te hagas daño con ese revólver.
El muchacho pierde la compostura. Está rojo de ira. Te grita, te empuja, te apunta con su arma. Justo lo que quieres. Siempre fuiste bueno sacando a la gente de sus casillas.
Tomas su muñeca, la tuerces. El revólver se dispara y la bala hace blanco en el pecho de otro muchacho. De un golpe le partes el codo. El grito paraliza a los demás. El muchacho se dobla de dolor. Con suavidad le quitas el arma y descargas un golpe con la culata en su nuca. El cuerpo cae inconsciente en medio de un charco de sangre.
—Ya se los dije —tiras el revólver a un lado—. Vuelvan a casa. Esto no es para ustedes.
Y sigues subiendo las escaleras que te roban el aliento. Estás viejo y acostumbrado a la buena vida de la órbita. Ya no puedes pelear bien y subir cuatro pisos al mismo tiempo.
El barrio no ha cambiado, pero tú sí.
Llegas finalmente a la puerta, estás exhausto. Casi no tienes aliento para llamar. Tampoco quieres hacerlo. Respondes a una pervertida necesidad que tienes de sufrir por las cosas. Especialmente por el pasado. Pero ya has pensado en esto otras veces. Si fueses capaz de controlar tus instintos te habrías quedado en el cosmos. Viviendo bien, con los rusos y a gravedad cero.
Tocas a la puerta.
Ella abre. En secreto esperabas que no estuviera, o que no quisiera abrirte.
—Eres tú. Nunca pensé que regresaras.
—Nunca pensé en volver. Pero aquí estoy.
—Aquí estás, sí. Puedo darme cuenta de esa parte.
Ella hace un silencio incómodo durante unos pocos segundos. Luego se aparta y camina hacia la ventana. No tiene intención de tirarte la puerta en la cara o gritarte que te largues. Tampoco parece querer invitarte a entrar.
Es un paso de avance.
—Ya no perteneces aquí —dice.
—Uno nunca deja de pertenecer a Underguater.
Entras a la pequeña habitación. Una cocina tiznada intenta calentar varias cazuelas con comida. El baño es tan pequeño como el de una estación espacial.
Está abierto, sucio y sin azulejos. Junto a la ventana, ella contempla el mar. Te acercas. Lo que ella mira no es el lago interior de La Habana. Es el verdadero mar que se abre frente a la ciudad como un desierto azul.
—El barrio está igual que cuando me fui —dices más por romper el hielo que por hablarle—. Tú también.
—En Underguater nada cambia. Nunca. Pero tú has cambiado. Luces más… ruso.
—¿Has sabido algo de él?
—¿Quién, Ricardo Miguel? No entiendo por qué preguntas por él. Después que te fuiste para arriba se largó para el complejo Malayocoreano-japonés. Tú debes estar más al tanto que yo sobre su vida.
—¿No te escribe?
—Tú tampoco.
—¿Ni manda nada para ayudar al niño?
—¿Acaso mandaste algo tú? Mi hijo no es problema tuyo. Ni tuyo, ni de él.
—Debo saber. Hasta él debería saber.
—No.
—¿No, qué?
—Solo no. Es fácil irse para la órbita con los rusos o para Asia con las corporaciones no católicas. Dejar que pase el tiempo y volver a preguntar. ¿Tu hijo es mío o de él? Como si eso hiciera la diferencia. Como si eso pagara todo el trabajo que he pasado yo sola con un niño metida en este nido de aseres. Tuve que sacrificarme muy duro para alimentarlo, educarlo, conseguir que pensara más allá del limitado horizonte de todos aquí. Y ahora, que ya creció, que no se volvió ni asere ni hacker, que tiene un trabajo decente en la Armada de Ifá… ¡Tú aterrizas en La Habana solo para preguntarme si es tuyo! ¿Y qué pasa si te digo que lo es? Te vas a preocupar a estas horas por su vida? ¿Te lo vas a llevar con los rusos a vivir en una estación orbital de lujo?... y si te digo que es de Ricardo Miguel. ¿qué harás? Irás hasta la plaza hundida de la catedral, subirás al cosmódromo, abordarás un cohete y no te veremos más. ¿Acaso tendrás valor para localizar a Ricardo Miguel con uno de los satélites espías sobre Asia? ¿Tendrías el valor de decirle que mi hijo es suyo? No. No les voy a decir nada a ninguno de los dos. Mi hijo no es de ninguno de ustedes. Es MIO y punto.
—Pero uno de los dos es el padre.
—Como diría Ricardo Miguel. La probabilidad matemática de que sea tuyo es uno sobre dos. Claro que uno de los dos es el padre. Pero que lo sepa no cambia las cosas.
Sabes de sobra que no te dirá nada. Que a ella no le importa que los rusos nunca traten a los inmigrantes orbitales como iguales. Que el lujo y la baja gravedad tienen su precio. A ella no le importa si Ricardo Miguel es algo menos que un esclavo programando ceros y unos en un bunker de Pyongyang. En sus ojos solo está Underguater. Los trabajos que ha pasado para criar a un hijo en medio de una zona de guerra. Ella y ese mar que siempre quiso atravesar. Ni tú ni Ricardo Miguel quisieron jamás salir de aquí. Tú querías ser el asere más duro de Centro Habana. Ricardo Miguel, el mejor hacker. Sus horizontes jamás llegaron tan lejos.
Pero estaba ella.
Aquella muchachita que hablaba de la tumba del Che en Santa Clara Autónoma. De la guardia de honor que montaban los tropas especiales con sus uniformes negros. De los fieles que llegaban caminando desde Santiago Autónomo siguiendo la ruta de la Invasión. El santo camino de Guevara. Hablaba también del santuario de la Higuera, en Bolivia. Donde está la ermita del fusilamiento. El lugar donde murió el santo guerrillero. Hablaba de las torres de Nuevo Vaticano en Dublín, de los Acorazados del desierto que custodiaban los pozos de petróleo en el Israel Saudita. Del Kremlin, en Vieja Rusia, de las islas corporadas en el mar de la China. De las estaciones espaciales rusas que lo vigilan todo desde el cielo.
Y les llenó los ojos de sueños. Y el horizonte de ese mar creció y creció. Y no tuvieron más remedio que amarla. Y llegó el niño. Y el descubrimiento de que ambos la habían amado de una manera enfermiza y egoísta. Insuficiente para compartirla. Y pelearon. Y sintieron vergüenza de pelear ante ella. De poner en peligro la vida del niño por puro y simple egoísmo. Y te fuiste. Y se fue. Pero ella se tuvo que quedar. Nadie le da un contrato de trabajo en los complejos corporados a una mujer con un niño pequeño. Ninguna comunidad guerrillera aceptaría un miembro con un bebé en los brazos. Ella tuvo que quedarse. Y seguir mirando el horizonte más con el corazón que con los ojos.
Sabes que nunca te lo dirá. Supones que Ricardo Miguel también lo ha intentado en vano. Por eso nunca regresará. Pero tú tienes que saberlo. No quieres seguir jugando a ser el perrito faldero de los rusos. No quieres mirar más La Habana desde arriba. Quieres esta ciudad a medio derrumbar, quieres el agua sucia que corre por las calles hundidas, quieres hasta los helicópteros de la FULHA que sobrevuelan los edificios como pájaros de mal agüero. Y por sobre todas las cosas. Quieres mirar en los ojos de ese jovencito que llama madre a la mujer que una vez amaste. Para saber si sus ojos son tuyos o de él. No importan las consecuencias. Pero tienes que saberlo.
Miras el reloj. Es tarde, has esperado lo suficiente. El muchacho pronto regresará a casa. Ella no tiene que decirte nada. Con solo verlo sabrás.
Hay pasos en la escalera. Recuerdas que nunca cerraste la puerta. Fue una maniobra hábil para verlo en cuanto subiera.
Varias personas aparecen en el umbral. Hay tres de los muchachos con que peleaste abajo. Vienen con dos tipos más. Altos, fuertes y con chalecos antibalas. Aseres profesionales. Posiblemente tíos o padres del que mataste. O del que le partiste el brazo. Este barrio nunca cambiará. Y por primera vez en muchos años te sientes feliz. Estás en casa. Puedes resolver esto antes que el muchacho vuelva.
—¡Ven y guapea ahora! —dice uno de los muchachos—. Trata de partirle el brazo a él, anda.
—¿A quién, a él? —señalas a uno de los aseres mientras caminas hacia la puerta.
Uno de ellos saca una pistola. Es una CZ, tus instructores te adiestraron para que la llamaras Ceská Zbrojovka. Pero en La Habana siempre se les ha dicho CZ y tú ya no estás en la órbita.
Saltas sobre el otro asere antes que termine de desenfundar. Forcejean. Él trata de tomar su arma. Tú le aplicas una llave y lo usas como escudo. El disparo de la CZ queda en el chaleco del asere. Le quiebras el cuello a tu rehén y tomas su arma. Disparas la Makarov antes que la CZ. Un disparo limpio en la frente.
Uno de los muchachos salta sobre ti y te hace bajar el arma. Sientes el frío del acero bajo tus costillas. Sueltas la pistola, golpeas el cuello del muchacho. Te mueves entre los otros dos. La gravedad molesta y la punzada duele. Los golpeas con roña. Partes sus huesos, quiebras sus cuellos. Los matas de un modo sencillo pero poco eficiente. Tus instructores rusos de artes marciales te reprenderían si te vieran. Pero ellos no están aquí. La gravedad te marea, caes al suelo.
—Estás viejo. Demasiados años de buena vida te han vuelto lento.
Dice ella agachada sobre ti. Sientes sus manos tratando de curar tu herida. También sientes la sangre correr.
—Nunca debiste volver.
Escuchas los pasos en la escalera. Debe ser él. Es casi seguro que es él. Ya no tienes fuerzas para voltear la cabeza. Haces un último esfuerzo. Miras pero todo está negro. Un último mareo te hace sentir como si un cohete protón te arrastrara fuera de la órbita.
—¡Mamá, qué pasó! ¿Estás bien?
Alcanzas a escuchar. Pero no puedes ya ver nada. A tu alrededor todo se va volviendo cada vez más y más borroso.