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Antes del ocaso

Horst, Eneele

Al principio fue apenas un punto oscilante en la lejanía; luego, la silueta del cuervo batiendo sus oscuras alas se contorneó con claridad contra el cielo rojo del ocaso. Al ver al ave acercarse, la mujer vestida de negro que aguardaba en la cima del despeñadero, con los ojos fijos en el horizonte, sintió que los latidos de su corazón se aceleraban, y dejó escapar un suspiro de alivio. Por un momento, pudo desentenderse del canto del gallo rojo, que anunciaba el comienzo del fin, y de la enloquecedora melodía que el viento esparcía por el páramo: los acordes del arpa que, desde un túmulo cubierto de hierba, ejecutaba un alegre gigante.  

Antes de descender, el cuervo aleteó un momento y extendió las garras. Suspendido todavía en el aire, su forma cambió en un instante, y fueron los pies descalzos de un hombre lo que finalmente se posó sobre el suelo polvoriento del barranco. La mujer caminó hacia él con el rostro aún contraído por la inquietud.

—¡Por fin llegas! ¡Estaba tan preocupada! Al darme cuenta de que no venías detrás de mí, la desesperación me invadió. —Se inclinó hacia él y le rodeó la cintura con los brazos, recostándose contra su pecho desnudo—. ¿Por qué seguimos haciendo esto, Hugin? ¿Qué sentido tiene que salgamos cada día a recoger información para el Amo, si él ya no nos presta atención? Debimos abandonar esta tarea cuando nos convencimos de que la guerra era inevitable…

Hugin sonrió; había una curiosa expresión de entusiasmo en su rostro de cuervo, hermoso y salvaje.

—Querida Munin, ¿cómo pedirle al Pensamiento que no vuele? ¿Cómo desear que la Memoria se eche a dormir? No es por el Amo que lo hacemos ya; en el fondo tú también lo sabes…

La expresión de la mujer se distendió. Alzó una mano y acarició el cabello de Hugin, negro, largo y encrespado como el suyo.

—Tienes razón; el miedo a perderte me ha hecho decir tonterías… Ahora cuéntame adonde has ido; ¿por qué tardaste tanto en regresar?

Hugin tomó las manos de Munin de improviso; sus ojos oscuros brillaban de excitación.

—Me aventuré más lejos que nunca esta vez, más allá del Invierno de Inviernos, donde perecen los mortales que quedan atrapados en el sueño de los dioses… —Hablaba con tal ardor que la voz le temblaba por momentos—. Hay un mundo cruzando las fronteras de nuestro reino, un mundo que no se cuenta entre los que tú y yo conocemos…

Munin sacudió la cabeza, confundida.

—¿Cómo es posible que ese mundo haya escapado a nuestra mirada durante todo este tiempo?

—Recorríamos los dominios del Amo, no creíamos que pudiera existir algo más… Pero esos dominios están tambaleándose, nuestra realidad se está rasgando, y a través de las grietas he visto lo que hay fuera. ¡Y por eso me atreví a volar hasta allí!

—¿Y qué es eso que has visto que te hace sonreír mientras la muerte se cierne sobre nosotros?

Hugin calló por unos segundos, pensativo. El Dios Guardián soplaba su cuerno, y la llamada penetrante se alzaba por encima del rumor aún distante pero progresivo de las hordas invasoras que avanzaban a través del páramo.

—Esperanza —dijo Hugin al fin, mirando a Munin de soslayo.

Ella rió; una carcajada breve y sarcástica, pero se puso seria enseguida al ver que él fruncía el entrecejo.

—Pero ¿es que no sientes el temblor, no escuchas el estruendo? —se apresuró a decir, intentando justificar su descortesía—. El Gran Árbol del Universo se agita, y nadie en los Nueve Mundos se atreve ya a tener esperanza. El Ocaso de los Dioses ha comenzado…

—El lugar del que hablo no es un lugar de dioses. Es un lugar de humanos; sólo humanos y animales —respondió Hugin con cierta sequedad.

—Pero querido, sabes que los mortales están matándose unos a otros; las montañas se hunden, los árboles caen. Pronto el sol y la luna serán devorados, las estrellas dejarán de brillar. Hugin, he visto a la gran serpiente cuando volaba de vuelta hacia aquí. Sacudía su cuerpo viscoso, convulsionando el mar… Y sobre las olas encrespadas, la Nave de los Muertos…

—Conozco la profecía, y también yo he visto a la serpiente. Y al monstruoso lobo, y a los hijos del reino del fuego... Pero ¿no estás prestando atención, hermana mía? He dicho que he estado más allá del Gran Fresno, en un sitio al que este crepúsculo no llegará…

—Si es así, ¡deberíamos ir pronto allí, tú y yo! —dijo ella en un repentino arrebato de vehemencia, y buscó refugio en los brazos fuertes y cálidos de Hugin. La tierra se estremecía cada vez más, y mientras pugnaban por mantener el equilibrio, él atrajo a Munin hacia sí y le rodeó los hombros, cubriéndolos con su capa de plumas negras. Sin decir nada aún, se fijó en las tropas que marchaban por el terreno resquebrajado, levantando el polvo a su paso; el líder de los gigantes de fuego abría la marcha, con la espada en alto, y las llamas que envolvían su cuerpo negro refulgían a través de la densa cortina gris.

—También en ese sitio donde he estado se libra una batalla, pero no contra hordas infernales y monstruos gigantescos. Esa gente trata de sobrevivir a su ignorancia, a su necedad y a su codicia. Es imposible saber qué les deparará el futuro, pero se niegan a conformarse con un destino escrito de destrucción y muerte. Quieren vivir, quieren perdurar...

»Y allí, querida Munin, allí es donde nos necesitan, no aquí. Tú misma lo has dicho: el Amo ya no nos espera, ya no nos escucha. Todo lo que debía saber, lo sabe ya, y su fin se avecina. En estos dominios, lo que ha sido establecido no puede modificarse, y a nosotros no nos queda nada más por hacer… Sólo volar.

—¿Y la tierra que se alzará de las aguas cuando la guerra acabe? Podríamos quedarnos… podríamos salvarnos y ser parte de ese nuevo comienzo. ¿No nos arrepentiremos de haber renunciado a ello si nos marchamos?

—No quiero sentarme a esperar una recompensa incierta mientras todo se derrumba a nuestro alrededor; ¿tú quieres eso, Munin? ¡Claro que no! No si podemos tener una tierra nueva y verde ahora mismo… O al menos, intentar tenerla. Intentarlo hoy, ¿entiendes?

Hugin se separó de Munin y caminó hacia el borde del precipicio. Se volvió a ella un momento y extendió una mano, en un gesto de invitación, sonriendo; luego volvió a transformarse y echó a volar. Y Munin, recuperando también su forma de cuervo, agitó sus alas, y fue tras él.