Has de saber, oh, príncipe, que en los años que median entre el hundimiento de la Atlántida y las ciudades resplandecientes y la ascensión de los hijos de Aryas hubo una época de ensueño en la que reinos rutilantes se extendían por el mundo como mantos color zafiro tachonados de estrellas: Nemedia; Ofir; Britunia; Hiperbórea; Zamora, con sus mujeres de pelo negro y sus misteriosas y sobrecogedoras torres; Zingaria, con su caballería; Koth, que lindaba con los pastizales de Shem; Estigia, con sus tumbas custodiadas por las tinieblas; Hirkania, cuyos jinetes vestían de acero, seda y oro...
Pero no había reino más magnificente que Aquilonia, cuyos dominios abarcaban el esplendoroso oeste.
Allí apareció, espada en mano, Conan el cimerio, de pelo negro y mirada taciturna, ladrón, saqueador y asesino, tan desbordante de melancolía como de júbilo, dispuesto a hollar con sus sandalias los engalanados tronos de la Tierra.