El sol entraba oblicuamente por las hendijas de la pared de la cabaña; de la laguna llegaban los gritos y el chapaleo de los niños de la aldea. Roña ta Inga al fin abrió los ojos. Había dormido mucho más de lo acostumbrado, hasta media mañana. Estiró las piernas, se puso las manos en la nuca, miró distraídamente el cielorraso de paja. En realidad había despertado a la hora habitual y después se había sumido en una vaga ensoñación, una costumbre que había adquirido últimamente. Sólo últimamente- Inga frunció el ceño y se incorporó con brusquedad. ¿Qué significaba? ¿Era una señal? Tal vez debía preguntarle a Takti-Tai... Pero todo era tan ridículo. Había dormido hasta tarde por la más vulgar de las razones: le gustaba remolonear, dormitar y soñar. En la esterilla, junto a él, había flores aplastadas, donde se había acostado Mai-Mio. Inga recogió los capullos y los puso en el estante donde guardaba sus escasas pertenencias. Una criatura encantadora, Mai-Mio. No reía ni más ni menos que otras muchachas; sus ojos eran como otros ojos, su boca como todas las bocas; pero sus extrañas y seductoras afectaciones la volvían absolutamente única: no había otra Mai-Mio en todo el universo. Inga había amado a muchas doncellas. Todas eran singulares en algún sentido, pero Mai-Mio era una criatura deliciosa, exquisitamente diferente de las demás. Había llegado a ser mujer hacía poco aún ahora podía confundírsela con un muchacho, desde lejos mientras que Inga le llevaba por lo menos cinco o seis estaciones. No estaba muy seguro. Tenía poca importancia. En cualquier caso, tenía muy poca importancia, se repitió enfáticamente. Esta era su aldea, su isla; no sentía deseos de irse. ¡Jamás! Los niños subieron a la playa desde la laguna. Dos o tres corretearon bajo la cabaña, girando alrededor de uno de los postes, parloteando. La cabaña tembló. El bullicio impacientó a Inga. Gritó irritado. Los niños callaron al instante, aterrados y asombrados, y se alejaron mirando por encima del hombro. Inga frunció el ceño; por segunda vez esa mañana se sentía descontento consigo mismo. Se granjearía una reputación poco envidiable si seguía actuando así. ¿Qué le sucedía? Era el mismo Inga de ayer. Excepto que había pasado un día y era un día mayor
Jack Vance es un autor de culto de ciencia ficción. Ahora tienes la oportunidad de sumergirte en su obra, alabada por la crítica.