Grandote, fortachón, encefalograma plano: el ejército hizo de Bill el perfecto soldado de las galaxias, el perfecto peón de la épica lucha entre la cultura y la civilización terráqueas y todos los imperios del mal (son muchos) del universo, el perfecto fantaseador sexual y el perfecto aspirante a la muerte por cirrosis alcohólica. Pertrechado con dos brazos derechos -el que cuelga de su hombro izquierdo es negro, rescatado, tras la muerte de un camarada, por un cirujano militar poco escrupuloso-; un glorioso colmillo procedente del más sanguinario de los muy sanguinarios instructores de reclutas, y de un pie (o una sucesión de pies, todos insatisfactorios: ¿quién va a molestarse en buscr buenos pies a los soldados rasos?) en sustitución del que se había volado; no puede decirse que Bill hubiera triunfado en la vida, incluso procediendo de una granja. Pero el destino, siempre misericordioso con los más brutos, le iba a deparar las más estupendas, indeseables y emocionantes pruebas... ¡EL FINAL DE LA EPOPEYA! Todo lo bueno se acaba, y la inspiración de los autores también. De modo que esta es ¡ay! la última entrega de las aventuras de Bill por esos mundos de Dios. Pero, a modo de traca final, Bill será el héroe -muy a pesar suyo- de una gran batalla, el primo en tercer grado de todas las batallas: la que librará el Imperio en legítima defensa contra el corrupto y ateo gobierno de Ira-¡aj! Bill bombardeará con misiles inteligentes objetivos del planeta (que tiene apetitosas minas de neutornes) y será hecho prisionero. ¿Saldrá felizmente de peligrosas muertes, peligrosas mujeres y peligrosas bebidas? Todo ello lo conocerá el lector unas páginas antes de que aparezca en este libro la palabra FIN.