Ni un solo barco había hecho acto de presencia en el estuario para dar la bienvenida al nuevo navío al que tanto los marineros como los pescadores consideraban un temible intruso. No había sido posible encontrar ni un sacerdote para que hiciera siquiera un esbozo de bendición. El obispo de la diócesis, a quien Maurelle tratara de atraer a su causa, había respondido fríamente que no estaba convencido de que aquella monstruosa máquina destinada a surcar los mares fuera una empresa agradable a Dios.